La bonanza económica que atraviesa el país ha desencadenado una serie de iniciativas y expresiones muy acordes a la abundancia de dinero que se dispone. Y como suele suceder siempre en este tipo de coyunturas, se produce un despliegue inusitado de obras, gastos y emprendimientos que buscan patentizar y demostrar la magnitud de la riqueza […]
La bonanza económica que atraviesa el país ha desencadenado una serie de iniciativas y expresiones muy acordes a la abundancia de dinero que se dispone. Y como suele suceder siempre en este tipo de coyunturas, se produce un despliegue inusitado de obras, gastos y emprendimientos que buscan patentizar y demostrar la magnitud de la riqueza acumulada. Y cuanto más llamativas e impactantes, mejor.
Hay que lucir lo que se tiene. Por eso no es extraño que la primera forma de expresar esta disponibilidad de dinero, sea adquiriendo movilidades u otros medios de transporte modernos y lujosos, la construcción de inmuebles, edificios y otras construcciones en las que se haga gala de múltiples decoraciones y una arquitectura muy llamativa, o que por la repetición incansable de la construcción y entrega de canchas, tinglados u otras obras de infraestructura, se decida optar por mega obras y proyectos millonarios, siempre bajo la lógica de alcanzar y disponer de aquella modernidad y desarrollo que nos fue negada como familia, comunidad o nación.
Junto a esta coyuntura de abundancia, se han sucedido otros fenómenos como el achicamiento de las brechas de desigualdad que han permitido el incremento de la clase media y, sorprendentemente, la emergencia de una nueva élite dominante y enriquecida que (teniendo un origen cultural y étnico históricamente despreciado y discriminado), ahora tiende a desplazar económicamente a aquellos sectores señoriales tradicionales. Sin embargo, lo que no ha cambiado, es la forma de organizar la sociedad y su economía, tal y como se tenía perfilado en aquellos primeros años de insurgencia y movilización popular que lograron insertar su mandato en la Constitución Política del Estado.
Lo que predomina es el impulso por desarrollar la economía, crear prosperidad y construir diverso tipo de obras de gran envergadura, que den la sensación de modernidad y fortaleza. En ese afán y como no existe la capacidad (o voluntad política) para crear un modelo diferente y alternativo al capitalismo neoliberal imperante (a pesar de que ese es el mandato popular y constitucional recibido), lo que sucede es que el Estado sustituye y encarna el rol que le debía corresponder a una burguesía nacional. De esa forma termina encarando un capitalismo de Estado, pero de carácter dependiente y colonial como lo son los propios sectores dominantes y burgueses nativos (emergentes y señoriales tradicionales), ahora doblemente sometidos por este Estado nacional capitalista, como por los intereses transnacionales imperialistas que se sobrepone a ambos juntos.
Al producirse esta especie de enroque, donde el Estado en vez de asumir el mandato popular y constitucional, decide constituirse y sustituir a una burguesía nacional inexistente e inoperante; también se produce un cambalache que sustituye aquel proyecto nacional descolonizador, antiimperialista y popular, por el (re)establecimiento de un modelo capitalista de Estado que refleja exactamente aquella «paradoja señorial» a la que hacía mención René Zavaleta.
Pero lo que resulta más paradójico aun, es que teniendo todos los medios y condiciones para emprender un proyecto nacional alternativo y transformador al capitalismo de Estado que se empeña en construir (abobado por un esplendor ficticio); sucede que el gobierno decide apostar a perdedor y emprender esa vía. El gobierno sabe que con el capitalismo de Estado, su máximo logro tendrá como límite únicamente la emulación, la copia y la repetición de un modelo y un sistema decrépito que se encuentra en decadencia, pero al que además le debe su sometimiento y dependencia (neo)colonial. Parece como si se hubiese autoconvencido que no es posible ninguna otra alternativa que no pase por acceder a las grandes inversiones transnacionales, el desarrollismo y el extractivismo, para alcanzar a ese espejismo denominado modernidad.
Finalmente y aunque puede aparecer como harina de otro costal, esta opción también explica como toda la oposición ha quedado sin propuesta (porque la del gobierno cubre y llena todo lo que podría ofrecer la derecha, los sectores procapitalistas conservadores y hasta esa izquierda que solo quiere maquillar la gestión); y al mismo tiempo, también permite comprender esa sensación de sospecha y duda que los sectores populares sienten, como percibiendo (sin tomar conciencia) de la disonancia que existe en esta capitulación implícita que el gobierno está apostando sobre el futuro del proceso.
Arturo D. Villanueva Imaña, Sociólogo, boliviano.
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