La larga historia de las FFAA en el siglo XX está precedida de múltiples intervenciones políticas, unas veces siguiendo el capricho aventurero de caudillos mesiánicos y otras, en procura de dirimir escenarios críticos de conflictividad social, colocándose por encima de la autoridad pública y la Constitución Política del Estado. Desde la segunda mitad del siglo […]
La larga historia de las FFAA en el siglo XX está precedida de múltiples intervenciones políticas, unas veces siguiendo el capricho aventurero de caudillos mesiánicos y otras, en procura de dirimir escenarios críticos de conflictividad social, colocándose por encima de la autoridad pública y la Constitución Política del Estado. Desde la segunda mitad del siglo XX, la intervención militar mediante golpes de Estado fue digitada desde Washington con el artero argumento de frenar al comunismo, luchar contra el narcotráfico o enfrentar el terrorismo, sucesivamente. En todos los casos el objetivo fue el mismo: ejercer dominio militar, económico y financiero sobre vastas regiones de nuestra América para retroalimentar el poder hegemónico imperial.
Más que recibir entrenamiento en técnicas de combate o estrategias razonables para enfrentar guerras externas, los militares latinoamericanos fueron cuidadosamente amaestrados para proteger bienes, proyección e intereses de los usurpadores. El Comando Sur de los EEUU, creado como una maquinaria tutelar para la región, convirtió a las FFAA de gran parte de los países de América Latina y el Caribe en una bizarra escuadrilla de políticos uniformados en condición de reserva estratégica. Mientras se facilitaba el vaciamiento de la riqueza nacional, se asaltaba las arcas estatales o se masacraba al pueblo sin piedad, la milicia criolla preservaba a sangre y fuego el orden social y económico impuesto con ayuda de la maquinaria tutelar. El producto de esta ecuación dominante fue sin duda la galería de tiranos como los Somoza (Nicaragua), Batista (Cuba), Duvalier (Haití), Pérez Jiménez (Venezuela), Trujillo (República Dominicana), Rojas Pinilla (Colombia), Stroessner (Paraguay) o Pinochet (Chile).
Bolivia no es la excepción. Generales “rosqueros” como Quintanilla o Peñaranda o entreguistas como Barrientos o Banzer, abundan en la lista. Fueron excepcionales los militares que tributaron su vida al servicio de la Nación y en defensa de los intereses de las grandes mayorías. Por extraño que resulte, todos ellos terminaron trágicamente sus días: suicidaron a Busch (1937) que impulsó la nacionalización de la Standar Oil Company y exigió que los barones del estaño pagaran impuestos justos. Colgaron a Villarroel de un farol (1946) por atreverse a terminar con el pongueaje y convertir a los indios en ciudadanos de pleno derecho. Busch y Villarroel fueron la cimiente ideológica de la Revolución Nacional. Los escuadrones de la “Triple A” asesinaron al Gral. Juan José Torrez G., por encargo de la CIA, en Buenos Aires (1976) por su defensa intransigente de los recursos naturales, por procurar la soberanía y promover una doctrina de defensa nacional, libre de toda tutela extranjera. Expulsar al Cuerpo de Paz y cerrar la base militar gringa de “Guantanamito”, en la ciudad de El Alto, además de nacionalizar la Mina Matilde y otras, fueron decisiones intolerables para quienes se sienten dueños y señores de nuestras tierras. Al parecer estas dolorosas muertes sirvieron para abonar la política del miedo y el escarmiento en su afán de impedir que el nacionalismo militar se vistiera de dignidad.
El último golpe de Estado de noviembre del 2019 en Bolivia –protagonizado por las FFAA y la policía, contra el presidente constitucional Evo Morales– primero del siglo XXI y el primero contra el Estado Plurinacional ha sido impulsado por el gobierno norteamericano. La artera decisión militar, apoyada por Washington, tiene como objetivo el desmantelamiento del Estado, la reversión de la política de nacionalización y sus beneficios sociales, económicos e industriales, el control estatal sobre los recursos naturales, principalmente el lito y el quiebre de la postura anticapitalista, anticolonial y antiimperial que el gobierno sostuvo durante largos 14 años, además de restablecer el control externo sobre la fuerza pública.
Paradójicamente, ningún otro ejército de la región como el nuestro ha recibido, durante más de 60 años continuos, tanto entrenamiento militar por tan poco, pero con grandes resultados para beneficio de terceros. De ahí que su condición de “aliado” de la potencia hegemónica fue no solamente estéril sino nefasta para el país. Se formaron en una pedagogía sangrienta cuyo catecismo puro consistió en alienarlas con el objetivo de disparar, cuando fuera necesario, a obreros y campesinos insumisos, sin sentimiento de culpa. Resulta no solo curioso sino cruel que las FFAA de Bolivia se ofrezcan tan desarmadas materialmente para proteger la frontera externa pero tan bizarras y serviles en su formación ideológica y su contextura moral para proteger la frontera interna. Tal vez esto explique su predisposición cultural al golpe de Estado y su desprecio a la construcción soberana del Estado o a la búsqueda de independencia económica o militar.
Convertir a las FFAA de Bolivia en un apéndice colonial del Comando Sur ciertamente le ha resultado útil y barato a Washington, pero dolorosamente caro al país. En el marco de la fanfarria y el extravío militar, “defender la patria” constituye hoy una broma de mal gusto y una ofensa para quienes se han especializado en morir en manos de sus hermanos que hacen el papel de verdugos a tiempo completo.
Los militares bolivianos durante décadas se convirtieron en árbitros políticos armados hasta que tuvieron que replegarse a sus cuarteles obligados por la fuerza de la masa. Para vergüenza del país y del mundo, la última dictadura del siglo XX tuvo como protagonista al General Luis García Mesa (1980-1981), cuya única facultad mental coherente consistía en montar caballo mientras escuchaba los acordes de Talacocha, amenizado por una banda de música tan ebria como desafinada. Convirtió el gobierno en un régimen de narcotraficantes, otorgando a la actividad ilícita la deshonra de transformar cuarteles en centros de producción de cocaína y a una parte del personal en una cuadrilla de zepes uniformados.
En democracia, algunos militares como García Mesa o Arce Gómez fueron juzgados por crímenes de lesa humanidad, genocidio y corrupción dejando al dictador Banzer Suarez (1971-1978) en el limbo de la impunidad. De ahí en adelante solo quedaba un paso para hacerse presidente democrático con ayuda de la CIA y sus tutores ideológicos del departamento de Estado. Los gobiernos del libre mercado, sin ápice de culpa, entregaron las nuevas generaciones de militares nuevamente a los brazos del Comando Sur de los EEUU mientras ellos se entregaban resignados al FMI, al BM o a las corporaciones financieras neocoloniales. Forjadas en el credo de la fracasada lucha contra las drogas, en medio de la vorágine de la globalización, las FFAA se replegaron de las fronteras hacia los centros urbanos para convertirse en una fuerza policial destinada a reprimir al movimiento popular que cuestionaba las condiciones de hambre y miseria provocados por el Consenso de Washington. Bajo los fundamentos ampliamente conocidos del “enemigo interno”, volvieron a tomar las armas contra el pueblo indefenso en una seguidilla de cercos represivos en los valles, trópico y altiplano. Cercenados en su declarado “amor a la Patria”, sin identidad nacional ni horizonte estratégico y con mandos corruptos, envilecidos con los gastos reservados, fueron lanzados a cometer la aberrante masacre en las jornadas de octubre negro del 2003 contra la población de El Alto, obedeciendo consignas antisubversivas y antiterroristas para legitimar el baño de sangre.
El sistema de partidos políticos conservadores, cuyo deporte favorito fue el saqueo de las arcas estatales mediante la rotación del poder, no tuvo otra opción que usar las FFAA para frenar la rebelión plebeya cuyo ascenso intentó ser contenido absurdamente con el fortalecimiento de los propios partidos en declive, pero con ideas peregrinas y dinero de USAID. Agotados en su legitimidad y en sus proyectos neoconservadores fracasados, privatización a ultranza y capitalización, los pactos partidarios estallaron en pedazos. En los estertores del modelo neoliberal se apeló a Carlos Mesa, un paladín del discurso gris y la renuncia recurrente, pero en último caso astuta, creyendo que se podía prolongar la agonía del sistema.
Como un espejo de esa realidad política dramática, que exigía que se colocara el último clavo en el ataúd neoliberal, las FFAA hicieron lo suyo como no podía ser de otra manera. Finalmente, eran las hijas de una patria intervenida desde afuera y sobreexplotada internamente, adormecida y carente de sueños. Cumpliendo puntualmente su indecoroso papel, para el que fueron entrenadas tanto tiempo, después de la masacre de octubre del 2003, decidieron entregar 36 misiles chinos a los Estados Unidos, en uno de los capítulos más ruines de la historia militar del que se tenga memoria. Un grupo de generales y coroneles al mando de sargentos norteamericanos, desmantelaron el único arsenal de misiles tierra-aire que disponían las FFAA en sus inventarios de material bélico.
Los norteamericanos, aprovecharon la profunda crisis política de la breve gestión de Mesa (2003-2005) y Rodriguez Veltzé (2005) para elegir al elenco de generales cleptómanos a quienes por solo unos centavos les compraron el arsenal más sofisticado, donado por el gobierno chino. Este es un episodio aberrante que consternó al país y que lastimó la dignidad nacional, pero que extrañamente en las FFAA no han merecido una valoración proporcional. Hace falta estudios antropológicos para tratar de explicar la psicología de la capitulación militar boliviana en circunstancias críticas: sin desmerecer Boquerón (1932) que fue un épica surrealista, la rendición de regimientos íntegros a las fuerzas paraguayas (1932-1935), la ocupación norteamericana de las FFAA bolivianas durante la guerrilla del Ché (1967), la entrega de misiles al Grupo militar (2005) o la sucesión de golpes de Estado dirigidos externamente, forman parte de una misma trama, vinculada trágicamente a una cultura colonial de capitulaciones y derrotas.
Ni los ejércitos más bastardos del siglo XIX fueron capaces de cometer un crimen de esta naturaleza que hasta hoy no ha merecido el castigo correspondiente. No conformes con esta aberrante traición a la patria, presionaron a Carlos Mesa para que aprobara la ley de inmunidad diplomática en favor de soldados norteamericanos, más conocida como el Artículo 98 de la Corte Penal Internacional. Un nuevo mando militar, en su pretensión de violar normas del derecho internacional y de la propia Constitución Política del Estado, gestionaron, por otros centavos de dólar, una ley que pretendió convertir a los infantes de marina en proxenetas, violadores y señores del estupro en suelo patrio.
Catorce años después y sin que cambiaran un milímetro sus nefastos antecedentes, otro grupo de generales y coroneles nuevamente rindieron sus armas a la presión política de la CIA y el Comando Sur, por un plato de lentejas. En un escenario de crisis electoral, esta “raza uniformada”, fue sobornada para prestar servicios al extranjero sumándose a la conjura y al golpe de Estado del 10 de noviembre del 2019. Postrados a los pies de Luis Fernando Camacho, actual candidato presidencial, y Fernando López, ministro de defensa, quienes los llenaron de elogios y dólares, entregaron la Nación a una jauría religiosa y enferma de odio que solo quería recuperar el poder perdido de manos del pueblo boliviano. Después de exigir que el presidente constitucional renunciara a su mandato y en menos de una semana, entre el 15 y 22 de noviembre del 2019, el mismo alto mando militar que le había jurado lealtad a la Constitución y al Presidente Morales en agosto, condujo la sangrienta represión en noviembre.
A la cabeza del Comandante en Jefe de las FFAA y su Jefe de Estado Mayor, los generales Williams Kalimán y Sergio Orellana y los comandantes de fuerza, Jorge Mendieta (Ejército), Jorge Terceros (FAB) y Palmiro Jarjuri (Armada), dispusieron que todas las FFAA, junto a la policía golpista, salieran a las calles a vomitar sus armas de fuego contra los cuerpos indefensos de la multitud en Sacaba, Huayllani y Senkata. Por cierto, para consagrar su mandato sangriento apelaron a los mismos argumentos que presidieron la masacre de octubre del 2003. En pocas horas terminaron con la vida de 36 hombres y mujeres e hirieron a más de 800 personas, amparados en el Decreto Supremo 4078 que les otorgaba licencia para matar. No conformes con el genocidio, las autoridades políticas declararon que los militares no dispararon ni un solo cartucho y que las muertes se debían al fuego cruzado. La teoría de las “hordas borrachas” que se matan a sí mismas no solo muestran el racismo exacerbado de la casta golpista sino la reiteración de que los “otros” no merecen vivir. La propia presidenta autonombrada, en un arranque natural de sí misma, sostenía que los “salvajes” estaban vetados para acceder nuevamente al poder. Negación de su cualidad ciudadana, satanización de su condición indígena y deshumanización fueron las premisas del discurso de odio usadas para escarmentar su atrevimiento de haberlos sustituido en el poder.
Desde el 10 de noviembre del 2019, las FFAA forman parte de la columna vertebral del régimen. Pontificados por el Departamento de Estado, al día siguiente del golpe, convirtieron sus cuarteles en un campo de batalla político y sus soldados en peones baratos y funcionales al poder. Conscientes del peso gravitante que posee la fuerza represiva y enfilados en la carrera electoral, que consideran de vida o muerte, el gobierno autonombrado, en su afán de permanecer en el poder, optó por la única vía posible: el método de la domesticación militar, impunidad de por medio, prebendas y permisividad a la corrupción, pura y simple. Sin embargo, nada de lo que ofrece el régimen parece ser suficiente para mantener la fidelidad militar o para contener las grietas que empiezan a pronunciarse en los patios interiores de las FFAA.
Blindaje insuficiente: los síntomas del cisma militar
Se suele decir que “no todo lo que brilla es oro” y ciertamente la obediencia aparente de las FFAA está en duda a pesar de la seguridad con la que el ministro de defensa se dirige a sus subalternos o el comandante en jefe a sus generales. De hecho, algunos generales no esconden su molestia contra el titular de su sector, que apenas llegó al grado de capitán, pero que ahora, con actitudes de mariscal invicto, impone sus galones nefastos allí donde se debiera convencer con respeto y serenidad. La inconducta del ministro, además de patética, deja relucir en grado preocupante su alto nivel de ignorancia sobre los asuntos de Estado y la forma de tratarlos. Como en un concurso de celebridades ofuscadas, los ministros de defensa y gobierno, compiten por mostrarse mordaces, autoritarios y déspotas exhibiendo un arsenal de expresiones propias de una taberna sombría. El descrédito militar, producto de las masacres y la sobreexposición de las FFAA en las calles se incrementa por el talante torpe y exaltado de la autoridad del sector de defensa que crispa la moral institucional.
El malestar que genera López entre sus soldados no solo proviene de su arrogancia y respaldo político ciego que recibe de la presidenta autonombrada o del apoyo que diariamente recoge del Grupo Militar de los EEUU, sino del manejo inmoral de recursos económicos con los que compró a los mandos militares para sumarlos al golpe. Los militares consideran que la máxima autoridad de su sector carece de las credenciales necesarias para ejercer el papel de ministro de defensa dada su parcialidad política, el uso de prebendas en favor del alto mando actual y el manejo despótico con el que suele ejercer su función. López es visto como un peligroso conspirador, oportunista y responsable de subordinar las FFAA al ministro de gobierno, Arturo Murillo, en las cruentas masacres de Sacaba y Senkata. Las consecuencias de esta intervención militar están creando un clima de desconfianza interna que estaría propiciando un profundo divorcio con la sociedad, pero al mismo tiempo estaría promoviendo hábitos peligrosos para la propia unidad corporativa como la delación, el oportunismo y la traición. Muchos comandantes de unidades de mando intermedio temen ser denunciados por su participación en las masacres y sometidos a la justicia ordinaria. Sin embargo, lo que menos toleran los oficiales es el repudio popular que se siente en las calles y cuya intensidad es igual o peor que la que experimenta la policía cuando es abucheada con el despectivo apelativo de motines.
Resulta un verdadero contrasentido para el personal militar que la condena social se descargue sobre sus hombros cuando en realidad quienes propiciaron el golpe y condujeron al país a la ocupación masiva y violenta de los espacios públicos fue precisamente la policía. Pero lo que vale son los hechos.
La preocupación de la condena social recorre los cuarteles a medida que observan la irradiación de la protesta social contra las unidades policiales en las calles: abucheo persistente y creciente de la gente, destrucción de infraestructura y vehículos, vecinos enfadados que lanzan piedras o cánticos antipoliciales de la población cada vez que se asoman a ejercer control callejero.
El temor militar no es infundado puesto que la profusión de imágenes y videos muestran a soldados disparando sus armas de fuego contra la población civil, tanquetas artilladas apoyando el desplazamiento de unidades militares y vehículos transportando tropa fuertemente armada. Para la población civil es inequívoca la responsabilidad militar de las muertes, así como para aquellas instituciones internacionales y nacionales vinculadas a Derechos Humanos como la CIDH o la Defensoría del Pueblo. Los testimonios recogidos en ambos escenarios no dejan lugar a dudas acerca del nefasto papel que asumieron las FFAA. Por otra parte, esta percepción se refuerza cada vez que los cuerpos armados ocupan las calles. El asedio militar-policial callejero forma ya parte del patrimonio del régimen que usa el monopolio de la fuerza como factor disuasivo para enfrentar la protesta social.
Al parecer, el malestar social frente a las FFAA tendería a disminuir cuando su empleo se produce en situaciones de emergencia como en el caso de Defensa Civil frente a desastres naturales, en el apoyo a la población civil en la lucha contra el dengue o cuando se pretende ejercer control fronterizo para evitar la irradiación del coronavirus. Sin embargo, los trabajos que ejecutan soldados o personal profesional de las FFAA terminan siendo capitalizados políticamente por el ministerio de defensa en su afán de exhibirse ante los medios de comunicación como un capataz más que como una autoridad nacional que representa a una institución armada.
La disconformidad militar tiene también su origen por la manera cómo son tratados por las autoridades del sector de defensa respecto a los beneficios que la Policía estaría recibiendo del régimen, a pesar de que el nuevo orden político fuera definido protagónicamente por los primeros. Creen que la policía, el competidor histórico de las FFAA, accede a beneficios injustos y unilaterales y sienten que su papel en el golpe no está siendo adecuadamente valorado ni compensado. Por el contrario, admiten que estarían recibiendo un trato político injusto además de sentirse vulnerables ante la amenaza de sufrir futuros procesos penales. Con su reputación por los suelos, observan que las concesiones y prebendas gestionadas por el régimen se inclina preferentemente en favor de policías a los que acusan de ser “revoltosos” y “sediciosos”, que además de romper el orden constitucional, colocaron a las FFAA en el difícil trance de gestionar la violencia callejera en condiciones ciertamente adversas.
El personal militar considera que mientras ellos cumplen tareas sensibles, pero además ingratas, los policías obtienen dádivas políticas sin merecimiento alguno, a lo que se suma el propio maltrato que los policías dispensan a los militares cuando operan conjuntamente. Por ejemplo, asumen como una derrota simbólica vergonzosa su relevo de la seguridad física presidencial. El mismo día del golpe de Estado y sin consideración alguna, el personal militar que durante casi una década había reemplazado a la policía en la cobertura de la seguridad del Palacio de Gobierno y del presidente, fue prácticamente echado a la calle por el cuerpo policial. Sin que mediara coordinación alguna para el relevo del equipo militar y antes de que la presidenta llegara al Palacio de Gobierno, los policías ya habían ocupado las instalaciones de la Plaza Murillo. Conviene recordar que la policía fue relevada de esta función por las FFAA debido a un motín que protagonizó por razones salariales, pero con evidente afán político.
Además de sentirse desterrados del Palacio de Gobierno y marginados del pago de bonos, dotación de equipos y reconocimientos simbólicos, que llegan en abundancia a las filas policiales, en las FFAA reina un sentimiento de derrota moral. Más allá de los efectos sociales y económicos que está provocando el cambio de gobierno, admiten que se exponen como “chivos expiatorios” a la población y a la comunidad penal. Muchos oficiales consideran que el golpe potenció el poder político de la policía en desmedro de la privilegiada posición que gozaban durante el gobierno de Morales. En suma, más allá de la desventajosa correlación de fuerza política en relación a la policía, perciben que sus servicios asumen un carácter netamente político con efectos perversos para su propia imagen institucional.
La destitución sorpresiva del Comandante General del Ejército, Gral. Iván Inchauste, ratifica esta percepción acerca de la instrumentalización política que estarían sufriendo las FFAA, situación que ha echado más sombras que luces, acentuando la incertidumbre dentro de los cuarteles. ¿Cómo entender el repentino cambio del Comandante del Ejército sin explicación alguna? ¿Cuál es la razón para que el general de mayor peso político en las FFAA fuera relevado de la manera más desconsiderada por el gobierno? ¿La destitución de Inchauste acaso debe leerse como un castigo ejemplar o una política de escarmiento contra todo aquel oficial o sargento que discrepe con el régimen? ¿Esta decisión responde a una política de persecución dentro de las filas militares en proporción a la que se aplica contra la población civil?
Para el personal militar resulta desconcertante la destitución del comandante del Ejército mucho más cuando éste general y su Estado Mayor formaron parte medular de la estructura represiva que dirigió las masacres en El Alto y Cochabamba. Sin embargo, es un secreto a voces que su cambio habría obedecido a una sospechosa relación o comunicación telefónica con el expresidente Evo Morales lo que muestra relación de la intolerancia del régimen frente a cualquier duda razonable en torno a la fidelidad militar. Dicho de otro modo, dada la centralidad o gravitación política que poseen las FFAA en circunstancias de equilibrio inestable, el gobierno habría preferido asumir la fórmula autoritaria e inequívoca de “ante la duda, fuego”. Más vale prevenir que lamentar, habría dicho el ministro de defensa cuando fue consultado del cambio por el secretario privado de la presidencia, Erick Foronda, agente de la CIA.
Inchauste sería algo así como el chivo expiatorio de una política de “tolerancia cero” a la infidencia o infidelidad política que provenga de la jerarquía militar. Nada más peligroso que generales críticos o desobedientes que cuestionen la política del régimen o que resistan las órdenes en circunstancias críticas. Ni siquiera la “cuota de sangre” que Inchauste produjo durante las masacres habría servido para evitar su destitución. Esto mismo dice mucho en relación a los miedos que circundan al régimen, pero al mismo tiempo expresan la política de intimidación que se pretende introducir en las filas de las FFAA para evitar fisuras internas que otro modo serían difíciles de controlar.
El gobierno reconoce que preservar la fidelidad de las FFAA es determinante para mantenerse en el poder, o para decirlo de otro modo, sin FFAA no hay posibilidad de preservar el poder logrado. Consecuentemente, el grado de convicción sobre la centralidad militar no ha hecho otra cosa que ratificar lo que el viejo régimen neoliberal hizo en su tiempo y que ahora nuevamente se pone en juego: domesticar a las FFAA por dos vías, prebendas de diversa naturaleza por un lado y por otro, garantizar su impunidad en las circunstancias más adversas. Se trata sin duda de un pacto de reciprocidad en la que, por un lado, las FFAA garantizan la estabilidad política y controlan el desborde social y, por el otro, el poder político garantiza la impunidad militar, liberándola de toda persecución judicial y de toda culpa, amén de las canonjías que permitan contener su descontento.
Son ciertamente tiempos turbulentos de post-golpe, pero también de una determinante campaña electoral y está claro que el régimen no puede darse el lujo de dudar de su mayor y único sustento político armado, incluso y a pesar de que cuentan con el favor de la policía a la que aún queda por cumplir sus compromisos económicos y financieros.
Impunidad militar, o cuando matar está justificado
El golpe fue el escenario en el que el racismo contenido de las clases medias dio rienda suelta a todas las formas imaginables de odio y violencia que incluyó la violencia simbólica. Grupos de policías y los mal llamados “pititas”, se encargaron de quemar wiphalas y de perseguir e insultar a mujeres de pollera lo que provocó la reacción natural de la población en distintos puntos del país, especialmente en El Alto y Sacaba. Frente a la reacción popular que amenazaba desbordarse, el régimen apeló a toda su potencia militar-policial para neutralizar la protesta antirracista.
Un decreto mágico se encargó de coagular el miedo de las FFAA a la hora de salir a las calles para contener a la plebe. Los militares golpistas exigieron una norma que los protegiera jurídicamente frente a posibles escenarios de enjuiciamiento como había sucedido con el alto mando que dirigió la masacre de octubre del 2003. Para no repetir esa misma historia, el régimen aprobó el Decreto Supremo 4078 liberando a las FFAA de toda responsabilidad derivada de su empleo frente a las protestas sociales antigolpistas. La normativa era categórica. El artículo 3 establecía que “El personal de las Fuerzas Armadas que participe en los operativos para el restablecimiento del orden interno y estabilidad pública, estará exento de responsabilidad penal cuando, en cumplimiento de sus funciones constitucionales, actué en legítima defensa o estado de necesidad, en observancia a los principios de legalidad, absoluta necesidad y proporcionalidad”.
Estaba claro que las masacres sucedieron sin que se cumpliera ninguna de las tres condiciones del DS puesto que la decisión de escarmentar a la plebe era fundamentalmente política pero además fue emitido casi el mismo día en el que las FFAA dieron fin con la vida de 9 personas en el municipio de Sacaba. La Comisión Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH), un órgano de la Organización de los Estados Americanos (OEA), lo condenó categóricamente. “El grave decreto de Bolivia desconoce los estándares internacionales de derechos humanos y por su estilo estimula la represión violenta. Los alcances de este tipo de decretos contravienen la obligación de los Estados de investigar, procesar, juzgar y sancionar las violaciones de derechos humanos” señaló. De igual manera, José Miguel Vivanco, Director de Human Rights Watch, pidió que se retirara la norma por no ajustarse a los estándares internacionales y porque en la práctica enviaba a las fuerzas militares el peligrosísimo mensaje de que tienen carta blanca para cometer abusos.
Protegidas por la norma, las FFAA mostraron su rostro más encarnizado alentados por el desprecio y el odio que procedía de las propias autoridades políticas. Los resultados lacerantes señalan categóricamente que el D.S. tuvo la finalidad de servir como punta de lanza de la política de escarmiento como el propio ministro de gobierno lo había señalado al gabinete cuando éste fue convocado para analizar las consecuencias de las primeras bajas. De acuerdo a declaraciones de la exministra de comunicación, Roxana Lizárraga, en una entrevista radial con María Galindo, dirigente del movimiento feminista “Mujeres Creando”, el ministro de gobierno Arturo Murillo había manifestado su molestia por la convocatoria al gabinete de emergencia señalado categóricamente que “no era necesaria esa convocatoria porque apenas se trataba de 5 muertos”. Aunque no sabemos cuántas muertes son necesarias para convocar al gabinete de emergencia en este régimen, lo cierto es que el desprecio por la vida de los bolivianos continúa presidiendo la política represiva y la militarización del país como estamos advirtiendo en este tiempo de la pandemia del coronavirus.
A la impunidad militar se sumó una segunda medida que galvanizó el ánimo represivo de las FFAA. Se aprobó el Decreto Supremo 4082 (15 de noviembre, 2019) que autorizaba la asignación de 34,7 millones de bolivianos del Tesoro General de la Nación (TGN) para el equipamiento de las FFAA. De acuerdo a la norma, la autorización de los 34.796.098 bolivianos se enmarcaba en el requerimiento del Ministerio de Defensa para la «asignación presupuestaria de recursos adicionales y la adquisición de equipamiento, destinado a las FFAA». Equipamiento o recursos adicionales es un eufemismo con el que se pretende encubrir la adquisición de material de guerra para librar las batallas que sean necesarias contra el “enemigo interno” que el régimen ha identificado con tanta claridad, así como el material antidisturbios que en realidad es un sofisma puesto que el 99% de las FFAA emplea armas de guerra. Lo cierto que este segundo requerimiento cumple los estándares exigidos por las FFAA para potenciar su enfrentamiento contra los movimientos sociales que no están dispuestos a prolongar la usurpación del poder. Al mismo tiempo, el incremento de recursos económicos para las FFAA refleja la línea represiva con la que el régimen pretende gobernar el país.
Como no hay casualidades en este mundo en el que la represión ocupa el primer renglón de la gestión del régimen, el Ministerio de Economía en coordinación con el de Defensa no encontraron otra manera más elegante que modificar el Manuel del Sistema de Compras Estatales (SICOES) para hacer adquisiciones de material bélico con el objetivo de evitar la fiscalización y la transparencia del poder legislativo. El régimen procedió a modificar la Resolución Ministerial, incorporando la cláusula de confidencialidad, vetando con ello la posibilidad de conocer las especificidades del “equipamiento militar”, los costos, la procedencia, el destino o la finalidad de la misma.
El Ministerio de Economía informó que la excepción de registro de compras o adquisiciones en el SICOES de equipamiento para las FFAA y la Policía fue regulada mediante Resolución Ministerial N° 569 del julio de 2015 firmada por el exministro Luis Arce Catacora y que la Resolución 043 del 7 de febrero de 2020 –firmada por José Luis Parada– “otorga continuidad a la confidencialidad y reserva de información”.
El blindaje que se impuso a la información respecto a las compras o adquisiciones militares por “razones de seguridad nacional” era otra de las condiciones exigidas por las FFAA, pero también por el Grupo Militar de los EEUU, ambos, interesados en modernizar el arsenal militar para incrementar la moral de la tropa y de esta manera restablecer el flujo de adquisiciones en los mercados de material bélico de los EEUU. Los últimos 14 años, el ministerio de defensa no había comprado ni un alfiler de los stocks de material bélico de la industria militar norteamericana y su resentimiento llegó a las esferas políticas que también habrían alimentado el flujo financiero golpista.
Por otra parte, el veto a la información restablece como en el pasado neoliberal, la discrecionalidad en el uso del presupuesto de defensa y de orden público para fines inconfesables, como el de pagar “gastos reservados” al personal jerárquico con el objeto de comprar su lealtad. “Confidencialidad y reserva de información” son los neologismos o la gramática astuta con la que el régimen procura encubrir no solo adquisiciones bélicas, pago de bonos de lealtad sino también gastos arbitrarios a frondosos equipos de inteligencia para la compra y venta de información como en los tiempos de la dictadura militar o en el viejo régimen neoliberal. La decisión, como señaló algún diputado, equivalía también a restaurar aquella norma que el presidente Carlos Mesa había usado para quemar toda la documentación de la administración pública que respaldaba los cuantiosos gastos ilegítimos que se hacía para preservar no solo la fidelidad militar, sino la de toda la jerarquía de los poderes públicos. Se trata sin duda no solo del marco normativo que garantiza la impunidad del régimen y su aparato represivo, sino también la reposición de viejas mañas que el sistema requiere para mantener a raya a la plebe.
Tolerancia a la corrupción: “Por el momento solo nos sirve la lealtad”
Nada es impune ante la fatalidad, habría dicho el Gral. Inchauste luego de su relevo en el Estado Mayor del Ejército. Por cierto, se refería a las poderosas razones por las cuales fue destituido. Afectado por el agravio de su relevo, le habría confesado a su personal de mayor confianza que la verdadera razón de su cambio obedecía a tres motivos: primero, su rechazo categórico a las maniobras ilícitas del Gral. Div. Sergio Orellana, Comandante en Jefe de las FFAA en torno a la protección del contrabando en la frontera con Chile; segundo, su rechazo al pago de diezmos que pretendía cobrar el mismo Comandante en Jefe de las FFAA a los comandantes de los Comandos Estratégicos Operativos (CEOS); y tercero, su desaprobación ante la propuesta del ministro de defensa para que se hiciera campaña política dentro de los cuarteles para favorecer a la presidenta candidata.
La sospecha de su aparente vínculo con Evo Morales, según Inchauste, habría servido como coartada perfecta para que el ministro de defensa, Luis Fernando López y el Gral. Orellana, decidieran convencer a la presidenta para su destitución. López en un arranque de franqueza le habría mandado a decir a Inchauste que “por el momento solo le servía la lealtad”, puesto que su rechazo a las decisiones discrecionales e ilegales del Gral. Orellana prácticamente estarían atentando contra los intereses políticos del régimen. En pocas palabras le decía que Inchauste era un estorbo a los imperativos de la corrupción que debían ser tolerados en favor de Orellana y su Estado Mayor puesto que solo ellos garantizaban condiciones para que las FFAA mantuvieran una fidelidad férrea al régimen.
Sobre el primer aspecto existirían evidencias tangibles acerca del pacto de protección al contrabando que habría suscrito Orellana, mediante su ayudante, el Capitán Borja, el Comandante del CEO regional, Gral. Mena, el ex-Director de la Agencia Nacional de Hidrocarburos (ANH), Luis Fernando Valverde y el propio Vice Ministro de Lucha contra el contrabando, Gral. Div. Raúl Hurtado con grupos de importadores ilegales cuyas pérdidas en los últimos años habrían sido cuantiosas. Investigaciones del equipo de inteligencia del Ejército (G-2) habían detectado maniobras deliberadas de parte del Gral. Orellana y su equipo informal para permitir el ingreso de centenares de vehículos por la frontera. La estrategia era simple: consistía en desactivar el escudo de seguridad territorial por un cierto tiempo para facilitar el ingreso protegido del contrabando. En efecto, para operativizar la estrategia, Orellana o el propio viceministro de lucha contra el contrabando convocaban a reuniones de las unidades involucradas en algún punto de la frontera a la que debía asistir el 100% del personal operativo, entretanto, los contrabandistas provistos por la información de inteligencia de la ANH, del Comanjefe y del propio CEO, aprovechaban la actividad administrativa para una incursión masiva de vehículos por distintos puntos estratégicos sin que sufrieran ni acoso ni persecución militar.
Conocida la estrategia ilícita que se desarrollaba en la frontera occidental por parte del G-2 del Ejército, el Gral. Inchauste se había convertido en un enemigo potencial para el funcionamiento de los planes de Orellana y de su equipo de generales y coroneles cómplices. Además, esa condición de enemistad se había multiplicado debido al rechazo categórico de Inchauste a que los comandantes de los CEOS, que mayoritariamente se encuentran bajo mando de coroneles o generales del Ejército, sucumbieran a pagar un “diezmo” exigido por el Gral. Orellana. El pretexto de la contribución ilegal era el de cubrir presuntos gastos operativos y administrativos del Comando en Jefe de las FFAA que no los cubría ni el Tesoro General, ni el ministerio de defensa.
La lógica de Inchauste para rechazar la estrategia extorsiva que había impuesto Orellana sostenía que, si un comandante del CEO aceptaba pagar el “diezmo”, implícitamente estaba obligado a que esa misma práctica podía replicarse en la cadena de mando hacia las jerarquías subalternas. Consecuentemente, la instalación de prácticas administrativas ilegales o el predominio de economías informales en las unidades militares llevarían a cometer un conjunto de arbitrariedades que tarde o temprano serían denunciadas afectando la reputación del Ejército. Además, el soldado sería, en última instancia, el factor de ajuste del saqueo jerarquizado que establecía la estrategia impuesta.
En la ceremonia de su relevo, Inchauste elaboró un amplio relato sobre su larga e impecable carrera militar, esbozando una crítica sutil sobre la injusta decisión de su relevo subrayando la imperiosa necesidad de terminar con las “prácticas prebendales y la corrupción” dentro de las FFAA, admitiendo indirectamente que su cambio tenía relación con la ilegal intervención de Orellana y la protección deliberada del ministro de defensa Luis Fernando Lopez. Dos semanas después de su destitución se produjeron cambios que confirmarían las razones de su alejamiento del Ejército. El Director Nacional de la ANH, Gral. Luis Fernando Valverde, cómplice de Orellana, fue obligado a presentar su renuncia, lo cual hizo a regañadientes. Mediante una carta dirigida a la presidenta cuestionó que la ANH se hubiera convertido en la gestión pasada en una “agencia de empleos” y que los nuevos funcionarios del sector hidrocarburos pretendían mantener esa vieja práctica a la que se habría opuesto.
Convendrá recordar que Valverde logró la dirección nacional de ANH como pago por su turbio desempeño durante el golpe de Estado. En su condición de jefe de inteligencia (G-2) del Comando en Jefe proveyó toda la información y planes de seguridad de las FFAA a los golpistas de Santa Cruz. Formó parte, junto a Kalimán, del elenco de generales comprados por Camacho y operó a expensas de los servicios de inteligencia de la CIA. Pese a la recomendación de Orellana y del ministro de defensa para mantenerlo en el cargo, su destitución responde también a las múltiples denuncias de extorsión a propietarios de estaciones de servicio que incumplían normas de seguridad, encubrimiento al contrabando de combustible en frontera y cobro ilegal por otorgación de licencias de funcionamiento a las nuevas estaciones de servicio que en el gobierno anterior habían sido rechazadas.
La estructura de corrupción en los niveles jerárquicos de Defensa y FFAA se mantienen intactos entretanto sirven para preservar su fidelidad política. Este es al parecer el caso del Viceministro de Lucha contra el Contrabando quien ascendió meteóricamente desde la Dirección General de Fronteras a Viceministro, favorecido por su proverbial capacidad de delatar a sus camaradas presuntamente vinculados con el gobierno de Evo Morales. En efecto, una vez posesionado en el viceministerio, procedió a cambiar a todo el personal de oficiales más que como rotación, como castigo. En los escasos meses de función ya ha sido acusado de realizar adquisiciones directas para su viceministerio, exigiendo coimas a proveedores, modificando deliberadamente los términos de referencia de los contratos y adquiriendo insumos y materiales con sobreprecio. Además de ello, habría puesto a disposición vehículos, personal y tecnología para sumar la capacidad de patrullaje urbano de las FFAA en desmedro de la protección fronteriza, mandato primario que debiera dedicarse a cumplir.
La protección y complicidad con poderosas familias de contrabandistas de las ciudades de Oruro y La Paz es un secreto a voces dentro del Ejército como lo es la incursión de policías en estas lides con el objetivo de restaurar su poder corporativo en frontera. Militares y policías están librando una sorda y enconada lucha territorial en la frontera con Chile en torno a las aparentes tareas en el control de ilícitos. En realidad, de lo que se trata es que mientras los militares tratan de preservar esta tarea como un campo de expansión funcional en tiempos de paz, con los evidentes riesgos de corrupción, para la policía recuperar el control institucional de la frontera se habría convertido en un objetivo estratégico arrebatado por los militares en tiempos de Evo Morales.
El incremento sustancial de compras del comercio boliviano en la zona franca de Iquique y Arica en los últimos tres meses, así como la baja dramática de recaudaciones de impuestos nacionales para el país constituyen la punta del ovillo que muestra la complejidad de esta gigantesca actividad informal y sus descomunales ganancias. No resulta casual que la disputa entre militares y policías, intensificadas en éstos últimos meses, tenga como campo minado la frontera occidental que está poniendo en tensión el campo político del régimen autonombrado. Resta saber si el régimen mantendrá su complaciente silencio frente a la corrupción de las FFAA en la frontera para preservar su fidelidad o ceder poder a la policía en este territorio como parte del pago efectivo e informal por su contribución al golpe.
Electoralizar cuarteles, corromper soldados: “Necesitamos votos militares para evitar que vuelva el tirano”
La campaña electoral exige votos y los cuarteles no están exentos de constituirse en un botín nada despreciable. En particular, la geografía fronteriza del país posee un potencial electoral en el que la presencia militar es determinante para distribuir ánforas, controlar la votación ciudadana, inducir indirectamente al voto como controlar la votación dirigida o acordada del personal militar. Por ello, Inchauste no sólo se convirtió en enemigo declarado de Orellana sino también del propio ministro de defensa a quien le habría negado la posibilidad de que se hiciera campaña electoral en los cuarteles, institutos y reparticiones militares aprovechando su potencial electoral. Sumado el conjunto de electores, el ministro de defensa calculó que las FFAA podrían aportar con más de 100.000 votos en favor de su presidenta, considerando los 25.000 votos provenientes del personal profesional, administrativo y civil del sector de defensa, los 25.000 soldados, 20.000 premilitares, los casi 10.000 estudiantes de la Escuela Militar de Ingeniería y el entorno familiar del personal administrativo y profesional relacionado con las FFAA.
Con una lógica farisea, el ministro de defensa comunicó a los comandantes de cada fuerza el alcance de la estrategia electoral dentro de los cuarteles señalando que se “necesitaban votos militares para que no vuelva el tirano”. Los argumentos abundaban en favor de la propuesta política del representante gubernamental: “si retornaba el tirano”, el mando militar estaría condenado a sufrir procesos judiciales por el “golpe militar” y particularmente por las masacres de Senkata, Huayllani y Sacaba y, por lo tanto, lo más “lógico” era que hicieran todo el esfuerzo para llevar a cabo una prolija y vigorosa campaña electoral interna. Para tal efecto, instruyó que el Comando en Jefe de las FFAA y todo su Estado Mayor viajaran a cada una de las guarniciones del país para explicar los beneficios que traía consigo la “recuperación democrática”, el “proceso de pacificación” y el futuro promisorio que le esperaba a las FFAA a partir de la victoria de la presidenta candidata.
Consecuente con sus propios temores, el ministro de la presidencia, como el de defensa, en reunión reservada con el alto mando militar, habrían señalado que una victoria electoral de la presidenta autonombrada garantizaría la continuidad y estabilidad del alto mando en los próximos años, además de recibir un conjunto de beneficios familiares como becas al extranjero, cargos públicos de privilegio en el cuerpo diplomático o importantes designaciones en la estructura gubernamental.
Asimismo, insuflando una dosis de temor razonable y de búsqueda de reconocimiento político entre los generales, López reiteró que contaba con el vigoroso apoyo económico, tecnológico y militar del Comando Sur para todas las necesidades y menesteres de las FFAA, las mismas que debían ser interpretadas como incentivos. Sin dejar de lado la promesa de entrega de dos dotaciones de uniformes para el personal profesional por año, además de equipo y vestuario militar, el ministro de defensa recomendó que no olvidaran prometer a sus subalternos que volverían las becas y los cursos tradicionales en fortines militares de los EEUU, que había proscrito Evo Morales, que se multiplicarían los viajes al exterior del personal a talleres o seminarios y que se abriría un abanico de oportunidades para la capacitación y el entrenamiento fuera del país como reconocimiento a las tareas de la “militarización del orden público”. Como en los tiempos de la colonia, el mando militar había recibido el encargo del virrey de turno para que se ofreciera espejitos de colores a los indiecitos de uniforme a cambio de garantizar la perpetuación del poder.
El miedo ronda los cuarteles como la persecución judicial asedia en las calles
Los mandos circunstanciales no encuentran un discurso coherente para explicar la necesidad de alinearse al régimen y al mismo tiempo enfrentan un vacío narrativo sobre su rol fundamental respecto al Estado Plurinacional, más allá de las crisis políticas. Ciertamente, este paréntesis golpista puso al desnudo las debilidades estructurales que el gobierno anterior no supo resolver y, por ello, nuevamente la cuestión militar emerge como un factor determinante para la gobernabilidad democrática y por lo tanto para la estabilidad política de largo plazo.
Además de los temas que apuntan a cuestiones vinculadas a la estatalidad, lo cierto es que la cotidianidad en los intramuros cuartelarios está sometida a un clima de enorme incertidumbre, inestabilidad y tensión jalonada por el cambio de gobierno, cambios en el mando y las dinámicas sociales y políticas que afectan directa o indirectamente a los uniformados. Lo que resulta atípico es que el cuerpo militar no ha sido ajeno al clima generalizado de intimidación, persecución y temor instalado en la sociedad. Lo que se vive de manera intensa en torno a los movimientos sociales como sujetos reprimidos por el régimen, se vive también en las FFAA, con las características particulares del cuerpo armado.
En primer lugar, se estarían produciendo actos de revanchismo entre oficiales de una misma promoción, así como de diferentes armas, en procura de mejorar méritos en la compulsiva competencia intrajerárquica. Se habría desatado una verdadera guerra de delación en busca del favor político. En segundo lugar, cientos de oficiales que se encontraban directa o indirectamente relacionados con el gobierno del MAS y con el expresidente Evo Morales, como aquellos que formaban parte de la Unidad de Seguridad Presidencial, cuerpo de edecanes o de las tripulaciones de aviones y helicópteros, también estarían siendo víctimas de una persecución implacable. En tercer lugar, muchos oficiales deliberadamente acusados de “masistas” o simpatizantes del Proceso de Cambio estarían sufriendo un asedio sistemático. Se estarían aplicando injustamente cambios de destino a lugares inhóspitos y en condiciones desfavorables tanto para su carrera profesional, estudios universitarios, así como para mantener la unidad familiar. En cuarto lugar, otro grupo de oficiales afectados por el contexto político, serían aquellos que se encontraban en las listas de ascensos y que habrían sufrido cambios dramáticos al extremo de ser vetados en sus ascensos a coroneles o generales.
Lo cierto es que, tanto la Orden General de Destinos, mecanismo con el que se distribuye el personal a las unidades militares de todo el país de acuerdo a rotaciones temporales, como la Orden General de ascensos que reconoce el mérito en la carrera militar, estarían siendo usados como herramientas de ajuste político interno, algo que se había logrado superar en la última década. Cientos de oficiales están sufriendo una suerte castigo al ser destinados injustamente a lugares que no les corresponde por su presunta simpatía política con el gobierno anterior. Por otra parte, decenas de oficiales estarían siendo afectados por las modificaciones caprichosas en la escala de méritos para los ascensos a grados inmediatos superiores por la misma causa. El retorno a las viejas prácticas de escarmiento y venganza por diferencias de apreciación o simpatía política entre el personal militar respecto a los actores políticos está provocando un clima de desconfianza generalizada que tiende a quebrar el clima de convivencia en la corporación militar.
Las FFAA estarían experimentando una sensación de desafecto creciente en su relación con la sociedad con la que se había cultivado el hábito de cooperación horizontal, solidaridad y ayuda humanitaria que le habría ayudado a mejorar sus estándares de legitimidad y prestigio institucional. Las encuestas de confianza institucional en éstos últimos 14 años mostraban a las FFAA compitiendo en el rango superior con la iglesia y medios de comunicación a contrapelo del sistema político, poder judicial y policía que disputan lugares pocos honrosos en cuanto a confianza social se refiere. El golpe de Estado habría precipitado su reputación en las calles afectando la moral interna. Los militares repudian que se los trate como a los policías y es éste precisamente un asunto que está desatando una fuerte pugna interna en procura de encontrar a los responsables de la complicidad golpista.
Delaciones internas, desmoralización por su empleo político, pugnas entre armas y una agria disputa interjerárquica son las múltiples expresiones que van minando aceleradamente la confianza en sí mismas y en el poder político transitorio. Caben otros síntomas del malestar militar, pero conviene advertir que su sobreexposición callejera en el control del coronavirus está profundizando su desacuerdo con las autoridades del gobierno y sus mandos. Miles de soldados, sargentos y oficiales están siendo movilizados en las capitales de departamento como en las fronteras en condiciones ciertamente vulnerables al contagio de la pandemia. Su despliegue diario sin ninguna protección razonable, sin guantes o mascarillas, peor aún sin material antibacteriano o de bioseguridad, los expone potencialmente a la enfermedad. El miedo no es patrimonio de civiles, forma parte de la condición humana y por ello, el riesgo de que ese miedo escale en el clima de malestar militar acompañado del contagio del personal militar puede precipitar finalmente alguna peligrosa expresión de desobediencia. La inmunidad del régimen ya no depende de los altos mandos militares, depende en esencia de la condición de riesgo al que se enfrentan las FFAA en las calles y no es propiamente la rebelión social, ni mucho menos.
Colofón
Sin duda, hace falta una mayor dedicación al análisis de la cuestión militar en tiempos de golpismo y coronavirus, fenómenos que estos días crispan el estado de ánimo de la sociedad. La solución a la pandemia mundial saldrá seguramente de los centros de investigación científicos más sofisticados que disponen los países capitalistas cuyo sistema económico y social se encuentra en jaque. El capitalismo desbordado que estamos viviendo depende hoy más que nunca de sus propias herramientas científicas para sobrevivir en medio de la consternación y el miedo en el que se debate la humanidad. De cualquier manera, ya sabemos que su talón de Aquiles es más vulnerable de lo que se sospechaba. Al mismo tiempo la humanidad ya no es la misma desde la expansión pandémica del coronavirus. El miedo al contagio, el pánico que está promoviendo en la población, así como el aislamiento social son fenómenos cuyas fronteras aun son difusas.
La solución al segundo problema que vive el país, golpismo y sustento militar, será más bien el resultado de un largo proceso de transformaciones culturales que deberán asumirse desde distintos campos de batalla, en particular, desde el campo de las ideas, en el que la sociedad debiera superar la falta de una idea nacional en las FFAA para contribuir a la construcción nacional. Las FFAA responden por sus patologías históricas a un estado colonial y por lo mismo constituyen una aberración institucional no solo para la democracia liberal, sino para un Estado de pleno derecho.
El Estado Plurinacional exige, en lo inmediato, unas FFAA plurinacionales y, por lo tanto, un cuerpo armado al servicio de los intereses de la comunidad que ha decidido vivir bajo las banderas del respeto a sus múltiples identidades sociales, culturales, económicas e identitarias, sin las cuales ningún Estado que no sea fuerte hacia adentro podrá sobrevivir a los nuevos fenómenos policéntricos de signo global. La modernidad militar tiene el desafío inevitable de conquistar primero su identidad como el factor clave de su propia unidad adherida a la unidad mayor que es el pueblo mismo. Como señala Zavaleta a propósito de la Nación, pertenecerse a sí mismo es ya un paso fundamental en la batalla por ser. El mayor lastre para el ser nacional de alguna manera proviene de la xenofilia militar, es decir, de su amor entrañable por lo ajeno que siempre ha considerado superior.
Es imperioso derrotar a las FFAA en su núcleo colonial que tiene como barco insignia su incapacidad de verse a sí misma plurinacional, democrática y soberana. La milicia padece una enfermedad histórica vinculada a un ethos profesional ajeno, extraño a sí mismo que es urgente transformar para potenciar su identidad. Una de esas viejas enfermedades que padece la milicia boliviana es precisamente su enajenación como es la enajenación de sus clases dirigentes que han extraviado el camino de la nación. Desenajenar a las FFAA es la tarea de cualquier gobierno que se pretenda nacional, progresista y soberano.
Tan urgente es la derrota cultural del sujeto militar colonizado como imperativa es la tarea de su nacionalización. Uno de los caminos que se debe transitar para restablecer el espíritu nacional en las FFAA es derrotar su colonialismo enajenante, su predisposición a la domesticación extranjera y al servilismo a la clase dominante criolla que la desprecia como desprecia a los indios que le sirven. Ninguna fuerza armada que se considere nacional puede sostenerse ejerciendo identidades inexistentes, doctrinas extranjeras, obediencias exógenas o dependencias coloniales que no sea por la pura fuerza bruta, la represión o el genocidio.
El virus colonial norteamericano es, sin duda, la mayor amenaza que debemos despejar en el cuerpo militar boliviano y, por ello mismo, la descolonización pasa por una lucha intransigente contra el imperialismo que ha hecho de nuestras FFAA un eslabón golpista, antinacional y espiritualmente condenado a ejercer una cultura antinacional para lo interno y dotado de una cultura de capitulaciones sistemáticas frente al extranjero.
Nacionalizar a las FFAA significa no solo devolverlas a la Nación sino a las naciones de las cuales forma parte y sin las cuales es imposible excluirse a menos que se pretenda convertir en un cuerpo pretoriano sometido a los intereses de la clase a la cual ha servido históricamente y sirve hoy con el entusiasmo relativamente quebrado.