Murió Fernando Pino Solanas, cineasta, intelectual, militante político.
Quienes comenzamos nuestra militancia en los 70, tuvimos como referencia ineludible La hora de los hornos. Fue una película que circuló en la clandestinidad, en pequeños grupos y que sirvió de estímulo para una generación que, en el contexto de una dictadura, se enamoraba de la revolución y de la historia del país relatada con voz propia a través del cine político. Eran años de Cordobazos, de Rosariazos, del Che recién caído en Bolivia llamando a crear dos, tres, muchos Vietnam. Fuéramos o no peronistas, no podíamos sustraernos a la emoción del relato documentado de una memoria popular a la que nos estábamos asomando.
Vinieron otras obras artísticas cargadas de contenido de denuncia y de rebeldía. Y después de un breve tiempo de intentar tomar el cielo por asalto, se estableció a sangre y fuego otra dictadura. Pino, como tantos compañeros y compañeras, salió al exilio en París. Era el París de Cortázar, al que regresó recientemente como embajador argentino ante la UNESCO. El París donde contrajo el coronavirus y donde dio su última batalla.
Pero antes, tuvimos El Exilio de Gardel, Sur, Memoria del Saqueo, La Dignidad de los Nadies, Viaje a los pueblos fumigados, entre otras. Siempre poniendo el acento sobre las íes del país invisible de los nadies, de las nadies, al que estaban saqueando, contaminando, rompiendo en pedazos.
Pino era un apasionado en la denuncia, en la polémica, en la búsqueda de caminos. Era difícil discutir con el tipo, porque era parte de una generación decidida a arar la historia con la fuerza de los bueyes. Y a pesar de no coincidir en muchas ocasiones en sus opciones políticas o electorales, no se puede cuestionar la convicción con la que intentó realizar alianzas de mayorías, para producir cambios profundos, para romper la dependencia y abrir camino a la liberación. No lo pararon los tiros del menemato. No lo pararon los juicios que le hicieron cuando intentó frenar las privatizaciones, o cuando gritó contra las políticas extractivistas que destruyen la naturaleza y la vida.
Participé de un diálogo de varias compañeras y compañeros convocadas/os por Chávez antes de la fundación de Telesur y del sistema de comunicación venezolano. Pino discutió apasionadamente, mano a mano los conceptos con los que creía que debía crearse un proyecto de comunicación popular. No era obsecuente, y hablaba con palabras duras. Creía que era mejor perder alguna simpatía, y eventualmente algún puesto, antes que perder sus convicciones. Hacía alianzas… a veces increíbles, pero no eran casamientos.
El amor era otra cosa, decía. Así lo afirmó cuando defendió como Senador el proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. Hablar del aborto, del amor y del deseo en una única intervención, era un acto cinematográfico. Hablar en el minuto en que el Proyecto de Ley iba a quedar una vez más cancelado, y hacerlo para las pibas y para las mujeres de todas las edades que estábamos afuera del Congreso desde la noche anterior, para decirnos que no nos sintiéramos derrotadas, que sigamos la lucha porque pronto lo lograríamos… lo lograremos Pino ¡con urgencia!
Escribo estas líneas a las apuradas. Me vienen muchas imágenes desordenadas. Lo que siento, es una gran tristeza. Pino con su grandilocuencia, con su convicción, con su modo de defender lo que creía, fue parte de una generación combativa y valiente. No es justo que se lo lleve ese virus de mierda. Me imagino que él también lo pensó. No es justo. No porque unas formas de morir tengan más sentido que otras. Sino porque su voz se levantó para denunciar a este sistema productor de muerte, y fue su víctima finalmente.
Me lo imagino a Pino charlando en una esquina del tiempo con Ramona. Pino, en su película final, con el pañuelo verde al cuello, y la rebeldía en el corazón.
Claudia Korol. Comunicadora, feminista e integrante del equipo de educación popular Pañuelos en Rebeldía.