Editorial de La Jornada
/smaller>/color>/color>/fontfamily>/smaller>/color>El reciente encuentro celebrado en Canadá entre el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, y su homólogo estadunidense, George W. Bush, ha dado un nuevo impulso, que podría ser definitivo, al acuerdo de asistencia militar para el combate al narcotráfico y al crimen organizado conocido como Plan México, por sus similitudes con el Plan Colombia, impuesto en ese país sudamericano por Washington y el gobierno oligárquico local.
En el caso de nuestro país, en enero de este año se entablaron negociaciones con Estados Unidos para un acuerdo que estipula la entrega al gobierno mexicano de una cantidad millonaria entre 700 y mil 200 millones de dólares, tecnología para labores de espionaje, aeronaves para transporte de tropas, así como entrenamiento militar y policial. La forma en que tales recursos serían librados mediante un mecanismo extraordinario conocido como «suplemento de emergencia» remite inevitablemente a lo ocurrido con el desastroso Plan Colombia, y aunque el discurso oficial no ha cesado en sus intentos por distinguirlo del Plan México, con el argumento de que, a diferencia de lo ocurrido en la nación sudamericana, no habrá despliegue de tropas estadunidenses en el territorio nacional, lo cierto es que las similitudes entre ambos acuerdos saltan a la vista.
El referido convenio entre Estados Unidos y México permitiría a diversas dependencias del país vecino como la Agencia Central de Inteligencia (CIA), el Pentágono, la Oficina Federal de Investigaciones (FBI), la agencia antidrogas (DEA) y los departamentos de Estado y de Justicia disponer de información estratégica crucial sobre temas sensibles y fundamentales para la soberanía nacional mexicana, les otorgaría poderosos mecanismos de injerencia y colocaría a las instituciones armadas, los organismos de inteligencia y las corporaciones de seguridad del país en una situación de precariedad y sometimiento. Con la aplicación del Plan México, Estados Unidos se haría de una vía de influencia con la capacitación y el adiestramiento de elementos militares y policiales mexicanos, la ensancharía con el enorme margen que obtendría para realizar labores de espionaje en territorio mexicano y la consolidaría con la inevitable dependencia tecnológica que se establecería en materia de seguridad y defensa. Por tanto, las instituciones de seguridad pública nacionales perderían en independencia lo que ganarían en capacidad operativa, suponiendo que realmente hubiera ganancia en este terreno; los resultados de la cooperación bilateral con Colombia indican, en todo caso, que podría ser al contrario.
El abastecimiento de equipos de alta tecnología, como los que Estados Unidos entregaría a México, implica tres líneas de supeditación inevitable: en entrenamiento y capacitación del personal que los opera, en abasto de piezas y refacciones y en mantenimiento. De tal modo, por más que se diga que el Plan México no incluye el despliegue de efectivos castrenses de Estados Unidos en el país, es dable suponer que, para efectos de la operación de los sistemas aéreos y los equipos de espionaje y vigilancia, sería obligada la llegada de militares, paramilitares y mercenarios, y su presencia en las instalaciones de las dependencias policiales y del Ejército, lo cual facilitaría a las autoridades extranjeras la recopilación de información que no debe salir del país, y ni siquiera llegar al dominio público. Por añadidura, la dependencia tecnológica generada colocaría a las instituciones civiles y militares en una posición de extrema vulnerabilidad ante cualquier ensayo de presión diplomática procedente de Washington: si las acciones de un Estado en materia de combate a la delincuencia dependen de un gobierno extranjero, será ese gobierno el que tenga en su mano la decisión final sobre quién ganará la guerra entre las autoridades locales y las organizaciones delictivas.
Por lo demás, la previsible puesta en marcha del Plan México ha generado ya un justificado rechazo social y político interno, así como un entendible malestar en círculos castrenses nacionales, toda vez que la asistencia condicionaría al gobierno mexicano a hacer concesiones en materia de soberanía a las autoridades estadunidenses.
Para colmo, nada garantiza que la aceptación de la asistencia militar y policial de Estados Unidos desemboque en una alianza estable, y ni siquiera en una complicidad confiable con la Casa Blanca y el Capitolio. El grupo gobernante tendría que verse en el espejo de Alvaro Uribe, quien, tras someterse a la aplicación del Plan Colombia, debe ahora enfrentar las acusaciones de Washington por las graves y sistemáticas violaciones a los derechos humanos registradas en su país, violaciones que en no pocos casos están vinculadas al mencionado programa de cooperación bilateral. Tarde ha venido a enterarse el mandatario colombiano del viejo adagio que dice: «Estados Unidos no tiene amigos, sólo intereses».
Por las razones anteriores, es inevitable concluir que la aceptación de la asistencia militar y policial de Washington para combatir el narcotráfico y la delincuencia organizada sería, de concretarse, la peor torpeza de la política exterior mexicana en muchos años.