Todos estamos seguros que en la coyuntura política actual boliviana la confrontación es manifiesta, pero respecto a la vigencia de la misma existen posiciones disparejas. Hay quienes dicen que la confrontación ha nacido en este momento (que deviene desde las luchas sociales del 2000), y otros asumimos que la confrontación siempre ha existido, sólo que […]
Todos estamos seguros que en la coyuntura política actual boliviana la confrontación es manifiesta, pero respecto a la vigencia de la misma existen posiciones disparejas. Hay quienes dicen que la confrontación ha nacido en este momento (que deviene desde las luchas sociales del 2000), y otros asumimos que la confrontación siempre ha existido, sólo que ahora se ha exacerbado, y lo ha hecho por una sencilla razón: antes existía un grupo de poder en nuestro país, ahora son dos. Anteriormente un importante sector del país ha sido excluido por mucho tiempo de los espacios de poder, y, en la actualidad, el gobierno de Evo Morales es en gran parte representativo de esta porción poblacional. Al mismo tiempo, el sector hasta ahora detentador del poder estatal («la oposición»), no ha perdido su ejercicio del mismo. En efecto, la tensión es aguda ya que el curso de la práctica política convencional se ha visto avasallada por nuevos actores que tienen una gran representación en el país.
En este escenario, la esencia dicotómica que caracteriza a la civilización-cultura-sociedad en que vivimos, denominada Occidental, se exacerba en distintos espacios sociales, incluido el gubernamental, a diferencia de lo que ocurría anteriormente, cuando uno de éstos grupos no participaba, especialmente, de éste último espacio, hecho por el que la confrontación era latente y no daba posibilidades simétricas de manifestación. Es decir, la confrontación, erigida en relaciones asimétricas, excluyentes y discriminadoras, ha sido siempre una realidad y no solamente en nuestro país, sino en el mundo entero. La coyuntura actual, catalogada por muchos como más violenta – gestada de forma más condensada y visible desde las manifestaciones sociales de la Guerra del Agua y la Guerra del Gas para reclamar derechos invisibilizados por la estructura neoliberal- es simplemente la muestra de que la etapa anterior de confrontación implícita no es sinónimo de aceptación, sino que es el producto de una estructura social colonizadora-colonizada que por diversos motivos se ha establecido como el eje de las relaciones sociales en la globalidad de la esfera terrestre y que tiene sus propias propensiones de «calma» y explosión. Pero es indispensable recalcar que estas tendencias por muy cambiantes que sean se circunscriben a un solo marco civilizacional con diversas estructuras recolonizadoras cada vez más inteligentes que permiten hacer de la «calma» un espacio de mayor facilidad de aculturización y transculturización y de la «explosión» una forma importante de reciclaje del sistema colonizador.
Asimismo, otra característica importante de esta coyuntura es que los movimientos indígenas-campesinos que anteriormente se levantaban fugazmente en algunos momentos de la historia, ahora se han institucionalizado, fenómeno que denota y connota la aparición de nuevos grupos en el espacio de poder político. Asimismo, debemos ver que la institucionalización de los movimientos sociales es un triunfo para el sistema colonizador ya que ha roto con un paradigma político diferente que no se basaba en la verticalidad, la formalidad y en la confrontación de sectores. Los movimientos sociales que anteriormente a la modernidad y al sindicalismo aparecían como un «malón», tomando las palabras de Zavaleta Mercado, se estrellaban contra el sistema como una fuente de la práctica colonialista que no reconocía la complementariedad como un principio filosófico; ahora se colisionan contra un frente político, de clase o cultura, habiendo pasado a revelarse contra las formas del sistema y no así contra las esencias. En otras palabras, han entrado en la lógica de la praxis política de confrontación simplista que juega en un tablero con reglas básicas de filosofía occidental basadas en el ego, la confrontación y el orgullo (bases del conocimiento occidental según Foucault).
Lo que queremos expresar es que la confrontación es el eje que transversaliza todas las áreas de la sociedad, tanto de forma individual como colectiva. No es una realidad nueva, de ninguna manera, y el problema esencial radica en que la confrontación se critica sólo a nivel de forma, pero la esencia de la misma es aceptada por la generalidad de los bolivianos. Cada individuo es cómplice de la confrontación al asumir que la culpa de la confrontación la tiene el «otro», el «diferente», aquel que está «separado» y «confrontado» a «mi», con lo que inevitablemente ya se asume una posición confrontada. Vale decir, cada ser individual se posiciona en un «lugar» (político, de clase, grupo étnico y otros) que se halla diferenciado-enfrentado al otro. Este argumento adquiere mayor relevancia si simplemente analizamos los conceptos que rigen nuestra sociedad:
1) se enfatiza el respeto a la «diferencia» y en ningún momento se enarbola que también existe la semejanza. Y, por el otro lado, se enuncia la igualdad, cuando en realidad ésta no existe, pues no hay cosas iguales en la realidad; pero sí existen diferencias-semejanzas de forma combinada. Desde el Convenio 169 de la OIT se cambia la tendencia de «defender» la igualdad, por aquella de «reconocer» la diferencia. La lógica de pensamiento y práctica oscila entre los dos extremos de la dicotomía igualdad-diferencia, vale decir, asume la confrontación entre ambas y, curiosamente, jamás se sitúa en el medio o en la unidad de ambas, lo que implicaría defender la realidad de la diferencia-semejanza inseparable. Cada uno es diferente al «otro» pero al mismo tiempo es semejante por el hecho de que ambos se contienen mutuamente y no están separados. Sólo desde este sentimiento se asume la verdadera fórmula de unidad.
2) Se defiende la democracia como si esta fuera la solución a las dicotomías sociales, cuando en su definición misma esta asume la contradicción y la confrontación. Incluso es posible que el término «demos» provenga de la fusión de las palabras demiurgos y geomoros, las que se refieren a los artesanos y los campesinos respectivamente (dos de las tres clases en que Teseo dividió a la población libre del Ática), los que formaron los demos en oposición a la nobleza, por lo que el término «democracia» significaría «gobierno de los artesanos y campesinos», y no incluye a los esclavos; con lo que se insufla de aires de confrontación la clase popular y la élite. Y más allá de la búsqueda de definiciones etimológicas, es evidente que el gran peligro de la democracia es la imposición de las mayorías sobre las minorías, peor aún, la sobreposición de las minorías sobre las mayorías, tendencia que ha caracterizado a la democracia de los últimos 20 años en Bolivia y se ha dado a través de los pactos políticos. El hecho importante a considerar es que la democracia se edifica en un par contradictorio en confrontación: mayoría-minoría o clase popular-élite.
La crítica a la modalidad del ejercicio de la democracia se realiza únicamente desde su forma, y no así desde la esencia misma de su significado, lo que implica un gran problema pues se da por aceptada la fórmula del conflicto y lo único que se quiere cambiar es su cascarón para barnizarlo de inclusión, tolerancia, respeto u otro calificativo según convenga al caso. Nelson Mandela expresó esto mismo en su discurso pronunciado en la Cumbre del MERCOSUR en Ushuaia en Julio de 1998, cuando dijo «si no hay comida cuando se tiene hambre, si no hay medicamentos cuando se está enfermo, si hay ignorancia y no se respetan los derechos elementales de las personas, la democracia es una cáscara vacía, aunque los ciudadanos voten y tengan Parlamento».
Por lo antedicho nos preguntamos ¿hasta qué punto es la democracia inclusiva y denotativa de la unidad? La democracia tiene tiempo de vigencia en nuestro país y no ha implicado precisamente la inclusión. ¿Qué es entonces lo que pregonamos?
El modelo democrático ha permitido que la comunicación, los servicios básicos y todo aquello que pertenece al pueblo y no puede ser alienado pase a manos de los empresarios privados, incluyendo a actores internacionales que no velan por el bienestar de las naciones sino de sus intereses individuales. Incluso se ha privatizado la educación, con lo que se ha viabilizado la funcionalización de la misma al sistema mundial cuya tendencia es que la educación superior no se desenvuelva plenamente en los países del Tercer Mundo pues de ellos únicamente se requiere mano de obra barata. Gracias a esto se ha imposibilitado la plena formación de profesionales latinoamericanos que sean portadores de una propuesta filosófica y científica propia y no alienada. En conclusión, la fórmula democrática no ha fallado por el pueblo, sino por los intereses privados-individuales, haciendo manifiesta su esencia de división y no así de unificación e inclusión. 3) La confrontación entre lo enunciado y lo actuado es latente. Hablamos de inclusión, pero nos consideramos separados del «otro», no tenemos ni siquiera la intención de realizar el ejercicio de inclusión del «otro» en nosotros mismos, en nuestra identidad, pues sólo concebimos la diferencia basada en la separación. En este sentido, la inclusión es un enunciado que pretendemos se lo realice a nivel estructural y no así a nivel individual, lo que imposibilita, inevitablemente, todo proceso inclusivo. 4) La confrontación entre lo individual y colectivo es evidente. La filosofía que erige nuestra cultura asume que nuestro interior está separado de nuestro exterior, por lo que nos vemos distanciados del «otro» y de los «otros». No cabe en nuestras concepciones asumir que la inclusión y el respeto al «otro» debe darse también en nuestro interior, sin establecer escisiones con nuestro exterior. De lo contrario, ¿de qué inclusión, de qué unidad estamos hablando? De una unidad con esencia de separación.
Estos puntos que hemos queridos reflexionar rápidamente y especialmente el número 4, nos permiten explicar aquellos conceptos repetidamente mencionados en la nueva Constitución Política del Estado aprobada en grande y en detalle por la Asamblea Constituyente: la intraculturalidad y la interculturalidad.
Muchos se habrán preguntado qué es la intraculturalidad. Según los primeros autores que han propuesto este concepto-práctica, ésta implica asumir que no existe la separación (y sus consecutivas: confrontación, antagonismo, contradicción, etc.) entre lo interno y lo externo; solamente a partir de sentir la verdadera unidad de todos los seres, entonces se puede practicar la intra-interculturalidad de forma (intra)combinada e (inter)combinada sin separación. Vale decir, cada ser está combinado e intracombinado con todos los demás seres, es contenido por ellos y los contiene simultáneamente -hecho profundamente comprobado por la biología contemporánea y el paradigma holístico-complejo-. De este modo, la identidad se edifica a partir de la realidad de la diferencia-semejanza en unidad. Cada ser es diferente al otro, pero por las continencias mutas, comparte más semejanzas. Entonces, no existe la diferencia a secas o la igualdad a raja tabla, sino que son las diferencias-semejanzas las que enaltecen la realidad de las relaciones (inter e itra) culturales.
Es decir, el concepto-práctica de intraculturalidad significa incluir al «otro» en nosotros mismos, en nuestra identidad en complementación y, al mismo tiempo, relacionarnos con el «otro» en complementariedad (interculturalidad). Se trata de no posicionarnos en un lugar «enfrentado» al otro, sino de posicionar al «otro» en nosotros mismos, en nuestro interior que no está separado del exterior, para realizar un proceso de cambios culturales internos que desenvuelvan nuestra identidad no alienada.
Desde esta perspectiva de una verdadera inclusión y unidad que no radique únicamente en la forma o en el cascarón, estamos planteando un nuevo paradigma que de-construya y re-construya los conceptos-prácticas de democracia, identidad, tolerancia, inclusión, etc., desde cada uno de los individuos, a partir de un nuevo marco ontológico, gnoseológico y epistemológico de unidad del ser con la realidad. El principal problema de los paradigmas basados en la cultura occidental, residen en que proclaman la inclusión y la unidad, cuando el marco filosófico que erige estas demandas reconoce la separación del ser con la realidad como su pilar primordial, embanderando desde allí todas las separaciones, exclusiones y no unidades características del sistema occidental: espíritu-materia, mente-cuerpo, cultura-naturaleza, ciencia-saber, moderno-tradicional, etc. De aquí provienen las actitudes centristas, entre ellas el antropocentrismo que separa al ser humano de los seres no humanos, catalogando a los segundos como inferiores al hombre, y el etnocentrismo que separa a los mismos seres humanos entre distintas culturas, estableciéndose a la occidental como superior a las otras. Por lo que la contradicción entre lo enunciado y lo previamente aceptado es irresoluble sin un cambio de raíz.
Superar el antropocentrismo, por ejemplo, es crucial. De otro modo, ¿cuán inclusivos y tolerantes podemos llamarnos si solo nos incluimos y unimos entre seres humanos, y excluimos y discriminamos a otros seres de la realidad como inferiores a nosotros? Hablando de la relación ser humano-naturaleza mas vale preguntarnos ¿cuán respetuosos y complementarios podemos ser con la naturaleza si seguimos asumiendo nuestra filosofía-práctica de no unidad del ser con la realidad a partir de la cual asumimos que el ser humano, mediante la cultura, se convierte en superior a la naturaleza y, por lo tanto, la utiliza para explotarla o para protegerla paternalistamente sin reconocerle su propia identidad de ser en, por y para sí mismo, y no así en, por y para el ser humano?
El discurso vigente es mentiroso porque reside solamente en los maquillajes. Lo más difícil es bucear hasta la profundidad, porque en ese intento contener la respiración implica muchísimo esfuerzo, el cual se traduce en trabajar en la autoconstrucción de un nuevo ser humano con la capacidad de hacerlo, de bucear bien profundo sin quedarse sin aire. Es crucial replantearnos, cada uno de nosotros, nuevos paradigmas que nos cambien como individuos al mismo tiempo que como colectividades, para permitirnos sentir la verdadera unidad con todos los seres de la realidad y no así únicamente con los seres humanos.
Finalmente, asumir la unidad es un reto para romper con el prejuicio tan utilizado actualmente de que lo filosófico y lo práctico son realidades separadas. Así como hemos propuesto la unidad de otras dicotomías, la unidad teórico-práctica debe ser un reto para no caer en las recurrentes exclusiones de las cuales somos presos y gracias a las cuales todos los cambios se convierten en funcionales al sistema de confrontación.
En conclusión, el cambio radica en el desenvolvimiento de un proceso de mutación del ser humano actual que se asume separado de todo, que está desbiologizado, desnaturalizado, descosmologizado, destotalizado y deshumanizado, para pasar a despertar su identidad de unidad-totalidad en la que el ser humano se reconozca y sienta como un ser humano-natural-cósmico y total sin separación alguna. En ese momento la inclusión, la tolerancia, el respeto, la intraculturalidad e interculturalidad serán realidades enunciadas-sentidas-actuadas simultáneamente.