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Poder Judicial: la madre de todas las reformas

Fuentes: Rebelión

Tras los asombrosos resultados de las elecciones federales del 2 de junio y sus secuelas, ha quedado muy claro cuál es el propósito del abreviado periodo de transición que culminará el 1 de octubre con la asunción de la presidencia por Claudia Sheinbaum y, antes, la de la nueva legislatura en ambas cámaras del Congreso de la Unión.

El propósito del presidente López Obrador, anunciado virtualmente desde el destape de sus corcholatas en 2021 y confesado en días recientes, es no meramente dar una continuidad programática general a las iniciativas y postulados doctrinarios de su gobierno, sino establecer los mojones del terreno en que se moverá el próximo gobierno. El 5 de febrero hizo público y envió a la Cámara de Diputados un paquete de 18 iniciativas de reforma constitucional y dos a leyes secundarias, que no fueron aprobadas en el pasado periodo de sesiones por no contar el oficialismo con la mayoría calificada de 2/3 de los legisladores en ambas cámaras del Congreso de la Unión.

Ya es bien sabido que, si bien en ese paquete hay una diversidad de temas, incluso algunos que no ameritan una reforma constitucional, resaltan otros de gran trascendencia en la conformación de los poderes del Estado, a los que el resultado del 2 de junio abre una amplia avenida para ser aprobados: la integración plena de la Guardia Nacional al ejército; la eliminación de la representación de las minorías políticas en el Legislativo, actualmente a través de listas partidarias plurinominales, para quedar con sólo 300 diputados y 64 senadores; fijar un tope máximo de 45 diputados en los congresos locales; reducir el número de regidores en los ayuntamientos, con un máximo de nueve; convertir el actual Instituto Nacional Electoral (INE) en Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (INEC), que absorbería las funciones de los organismos locales (OPLEs) para desaparecerlos; reducir el número de consejeros electorales de 11 a 7, y su periodo de gestión bajarlo de 9 a 6 años, coincidiendo con el periodo presidencial; que el Tribunal Electoral del Poder Judicial asuma las funciones de los tribunales electorales locales, que se eliminarían; hacer vinculantes la consulta popular y la de revocación de mandato con sólo el 30% (actualmente 40%) de participación, y que se realicen el mismo día de las elecciones ordinarias, es decir, partidizarlas.

También desaparecer organismos de control y reguladores constitucionalmente autónomos como el INAI, Cofece, IFT, CRE, CNH, Coneval, Mejoredu, así como 18 organismos descentralizados y desconcentrados federales, para transferir sus funciones a dependencias del Ejecutivo, según el ramo, eso sí, “respetando los derechos laborales de sus trabajadores”.

Pero de todas las reformas, la que evidentemente es la más urgente para el presidente que se va, es la del Poder Judicial, que implicará la sustitución del Consejo de la Judicatura Federal por un órgano de administración judicial y un Tribunal de Disciplina Judicial independientes de la SCJN; someter a elección popular los cargos de ministros de la Corte, magistrados de circuito, jueces de distrito, magistrados electorales e integrantes del novedoso Tribunal de Disciplina Judicial; reducción del Pleno de la SCJN, de 11 a 9 ministros, y desaparecer las salas; reducir el periodo de magistrados del Tribunal Electoral de nueve a seis años, también para que coincidan con la gestión presidencial. Todos los cargos judiciales: ministros, magistrados y jueces, se renovarían en una elección extraordinaria a celebrarse en 2025.

Como en febrero el oficialismo lopezobradorista no contaba con la mayoría calificada para sacar adelante esas reformas en ninguna de las cámaras del Congreso, el presidente emitió una consigna y echó a andar su aparato electoral, para obtenerla, en lo que denominó “Plan C”: tener desde septiembre el control absoluto de la Cámara de Diputados y el Senado con al menos el 67 por ciento de las posiciones legislativas. Los resultados de las elecciones de junio, si bien muy contundentes, no le dieron esas mayorías. Los candidatos a diputados de la coalición oficial Juntos Seguiremos Haciendo Historia obtuvieron el 54% de los votos, y los aspirantes a senadores el 55%. Lo que no les dieron las urnas lo están consiguiendo el nuevo partido-aplanadora y sus aliados con trucajes en el INE presidido por la morenista Guadalupe Tadei. Se pretende dar a cada uno de los tres partidos de JSHH un 8% de sobrerrepresentación en la Cámara de Diputados para que tenga 364 de las 500 curules, el 73%; y en la de Senadores 83 —donde los dos tercios son 85— de los 128 escaños, el 64.8%. Convertir el 54 o 55 por ciento de los votos válidos en casi tres cuartas partes de las diputaciones y casi dos tercios de las senadurías es el acto de prestidigitación que permitirá a López Obrador y a su sucesora Claudia Sheinbaum hacer con la Constitución lo que se les dé la gana.

Inmediatamente después de los anuncios del 5 de febrero, Sheinbaum declaró que los hacía suyos y los incorporaba a su campaña electoral. Por eso, dicen los líderes morenistas y sus voceros en los medios, los 35 millones de electores que sufragaron por ella votaron también por ese programa de reformas. Un argumento absolutamente falaz, por varias razones. Primero, tales reformas no están incorporadas en la Plataforma Electoral del Morena que aprobó el Consejo General del INE y que el partido presentó, conforme al artículo 236 de la LGIPE (Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales), en los primeros quince días de enero pasado, esto es, antes del anuncio del 5 de febrero. En la Plataforma registrada por el Morena no existe siquiera un capítulo ni inciso que mencione específicamente al Poder Judicial ni a muchos otros de los temas planteados por López Obrador el 5 de febrero. Segundo, tampoco aparecieron esas iniciativas (y no podían hacerlo, conforme al artículo 242, inciso 4 de la misma ley) en la propaganda electoral del Morena ni de sus aliados de la coalición. Tercero, es muy dudoso que todos los votantes de JSHH conocieran en detalle las iniciativas del presidente, y más aún que por éstas orientaran su decisión en las urnas. No hay, en suma, en la votación mayoritaria, ningún “mandato” o acción vinculatoria con las iniciativas presidenciales del 5 de febrero, ni obligación para Sheinbaum o los integrantes de la LXVI legislatura, que entrará en funciones el 1 de septiembre, de resolver las iniciativas presidenciales “sin cambiarles una coma”, como suele ordenarlo López Obrador. Por lo que se sabe, ninguna de ellas fue presentada siquiera por el mandatario con carácter preferente, conforme al artículo constitucional.

La prisa por ver aprobadas las iniciativas de reforma judicial es tal que, atropelladamente, López Obrador y su partido realizaron en dos días tres encuestas que, por supuesto, no tienen ningún carácter vinculatorio pero intentan impactar en la opinión pública a favor de las disposiciones presidenciales, y presionar incluso a Sheinbaum y a los integrantes de la próxima legislatura (muchos de ellos son los mismos que en la actual, hay que reconocerlo) a aprobarlas cuanto antes. Según esa “consulta”, no organizada por el INE ni por los legisladores de la LXVI Legislatura, ni supervisada por ninguna instancia, ¡el 80% de los ciudadanos está de acuerdo en una reforma que tiene como eje la elección directa, por voto popular, de los ministros, magistrados y jueces! Me he preguntado mucho cuál sería el resultado de una encuesta o consulta si se interrogara a los ciudadanos si saben el nombre del juez o jueces de su distrito, el de los magistrados del tribunal superior de su entidad o a quiénes propondrían como candidatos a esos cargos judiciales.

Sobre esas cuestionables bases es que la locomotora se he echado a andar a toda máquina para aprobar, con una mayoría artificiosa en las cámaras, una reforma que es del particular interés de un López Obrador decidido a hacer valer su poder hasta el último día de su mandato, y quizá más allá, para capturar y poner bajo el control del Ejecutivo al Poder Judicial y especialmente a la Suprema Corte. Plantear que el voto popular hará de los jueces un dechado de honestidad, independencia y apego a la ley no es sino otro embuste demagógico. Diputados federales y locales, senadores y presidentes municipales son electos, y ello no les ha dado, conforme a la experiencia, independencia. Los que conforman los bloques mayoritarios en el Congreso, por mencionar el caso más evidente, no se ponen al servicio del pueblo al que dicen obedecer, sino, convirtiéndose en meros levantadedos, al del presidente de la República, el verdadero supremo poder —junto con el de las fuerzas armadas— de la estructura política nacional.

El presidente López Obrador miente cuando dice que la elección directa de juzgadores ya operó en México en la etapa de la República Restaurada, bajo las presidencias de Benito Juárez (de quien el mandatario dice haber recibido consejos) y Sebastián Lerdo de Tejada. El artículo 92 de la Constitución Federal de 1857 establecía que “Cada uno de los individuos de la Suprema Corte de Justicia durará en su encargo seis años, y su elección será indirecta en primer grado, en los términos que disponga la ley electoral”. No votaban por los ministros directamente los ciudadanos, sino electores votados por éstos. Tenían calidad de ciudadanos los mexicanos de 18 años, si eran casados, o de 21 años, si no lo eran, y que tuvieran un modo honesto de vivir (art. 34). Las mujeres no tenían derecho a votar. Los diputados y senadores, por cierto, también lo eran por elección indirecta en primer grado. Y sin modificar en lo sustancial el código del 57 en esos aspectos, pudo Porfirio Díaz tener el control absoluto sobre el Congreso y el Poder Judicial.

Miente López Obrador también cuando sostiene que los ministros de la Corte Suprema de los Estados Unidos de América son elegidos por el pueblo (ni siquiera el presidente de la República lo es). Son propuestos por el presidente al Senado, que hace la designación definitiva, al igual que en México.

Según el investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM Javier Martín Reyes, (uno de los que el presidente no quiere que “se metan” en este debate) “las modificaciones propuestas tienen un fin común: purgar primero y luego capturar a todos los poderes judiciales del país, comenzando por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. […] especialmente, en los cambios propuestos en el método de designación de nuestro tribunal constitucional, pues […] es el blanco central de la iniciativa presidencial, y […] es quizá el mejor ejemplo del retroceso que implicaría la aprobación del Plan C Judicial. Lo que la iniciativa propone, en pocas palabras, es pasar de un (muy) imperfecto proceso de designación, que no necesariamente garantiza la imparcialidad y el mérito de las personas nombradas, a otro que prácticamente aseguraría la captura y la partidización de la judicatura” (https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/15/7483/23.pdf).

Ya en la actualidad tiene el presidente de la República facultades constitucionales, según el artículo 96 de la Carta Magna, para intervenir en la designación de los ministros de la Corte, pues es el titular del Ejecutivo el que envía al Senado la terna para la designación de cada uno de ellos. Si la Cámara Alta no hace el nombramiento en 30 días, el presidente puede designar directamente; si el Senado rechaza la terna, el mandatario debe enviar una segunda, y si ésta es rechazada también, el Ejecutivo hace la designación directa. Por primera vez, eso fue lo que ocurrió en la más reciente designación, la de la ministra, Lenia Batres Guadarrama, única surgida directamente, sin participación senatorial, del dedo presidencial, quien ha llegado a la Corte, sin tener en su curriculum ningún antecedente como juzgadora y como virtual aprendiz, a mostrar sus limitaciones de conocimiento en materia de Derecho Constitucional.

Contrariamente al discurso democratoide oficialista, en el nombramiento de los ministros de la Corte la intervención de los ciudadanos se limitará a acudir a votar por los postulados, y no la tendrán los partidos, donde se organizan grupos determinados de ciudadanos. Para la elección de los ministros de la Corte, como el ejemplo más relevante, el presidente o presidenta) podrá hacer hasta 10 postulaciones; el Legislativo otras 10, cinco por cada cámara (ambas controladas mayoritariamente por el Morena y aliados); y el Poder Judicial, por conducto, de la Corte, otras 10. Será el Senado —mayoritariamente morenista— el que verifique la elegibilidad de los aspirantes. Y éstos tendrán que hacer campaña en todo el país. Habrá, entonces, 30 campañas nacionales —hoy sólo hay una, la presidencial— a 11 cargos de ministros, o nueve, como propone la propia iniciativa. La elección la realizará el INEC, que hasta ahora no existe, el cual “efectuará los cómputos de la elección y los comunicará al Senado de la República, que de inmediato realizará y publicará la suma, y enviará los resultados a la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, la cual resolverá las impugnaciones, calificará el proceso y declarará sus resultados”. Nuevamente, el “realizar y publicar la suma” (¿?) quedará en manos del partidizado Senado, si bien será el TEPJF el que resuelva las impugnaciones y calificará el proceso.

La iniciativa prevé que se prohíba el financiamiento privado a las campañas, pero también el público. Formalmente, los candidatos a juzgadores sólo podrían hacer campaña en los tiempos oficiales de radio y televisión administrados por el INE(C). A los partidos se les otorga financiamiento público, y se les establecen topes para el privado; pero eso no ha impedido que a las campañas entren cuantiosos recursos de procedencia incierta, ni que haya en medios campañas subrepticias, presentadas como información, reportajes o comentarios que favorecen a algún partido o candidato o desprestigian a otros, en respeto a la “libertad de expresión”. La amenaza de que poderosos intereses, legítimos e ilegítimos, intervengan en los procesos de “elección popular” se encontrará siempre presente, como lo están en elecciones municipales, estatales y legislativas.

La actitud de Claudia Sheinbaum ante el procesamiento de las iniciativas lopezobradoristas ha sido ambigua y es incierta. Poco después de la jornada electoral, tanto ella como su coordinador de transición Juan Ramón de la Fuente ofrecieron que habría foros de consulta efectivos y debate con las minorías legislativas. Luego, López Obrador salió a decir que, ganada la mayoría calificada, el Plan C “va”. El senador morenista Juan Ramiro Robledo afirmó contundente que los foros de consulta sobre la reforma judicial “serán para oír, no para debatir”, es decir, una simulación sobre decisiones ya tomadas. Al anunciar que en sus encuestas más del 80 por ciento de los consultados está a favor de la reforma morenista al Poder Judicial, el 17 de junio, Sheinbaum reiteró que ésta será aprobada a pesar de todo; y el presidente insiste diariamente en ello. El líder de la actual Cámara de Diputados, Ignacio Mier, en la misma línea que el senador Robledo, “aclaró” que “Vamos a ampliar la discusión para que [las sesiones de parlamento abierto] sean informativas, se despejen dudas, que no sea producto de la desinformación…”. Pero el miércoles 19, en reunión con el Consejo Coordinador Empresarial, a la que asistieron también el embajador estadounidense Ken Salazar y otros diplomáticos extranjeros, la candidata triunfadora volvió a ofrecer apertura, invitó a los capitalistas a participar en los foros de parlamento abierto y aseguró que “de ninguna manera esta reforma va a representar autoritarismo, una concentración del poder. No es el objetivo de hecho. El objetivo es que el poder judicial tenga autonomía, más autonomía inclusive y que tenga la posibilidad de representar realmente un Poder Judicial que procure la justicia”.

Dejando de lado que, como se expone más arriba, la reforma propuesta por el presidente no garantiza en modo alguno la autonomía de la Corte y los tribunales, no está claro cómo se van a manejar y qué incidencia tendrán las instancias de consulta y participación, y si Sheinbaum y su equipo podrán manejar la reforma con los legisladores recién electos que entrarán en funciones en septiembre. El aparente absurdo de que las pretendidas consultas estén siendo organizadas por la actual legislatura, que ya no podrá aprobar ninguna reforma, sí expresa con claridad, en cambio, la urgencia que viene del Palacio Nacional de aprobar al menos un primer paquete de reformas en el cual destaca la del Poder Judicial.

Es mi convicción que ése, y no el aparente aperturismo al diálogo de Sheinbaum, será el criterio que se aplicará en este delicado y al mismo tiempo explosivo tema, cuyas consecuencias en el mediano y largo plazo resultan en gran medida impredecibles.

Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH.

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