Ya pasó la elección en el estado de México, ya no pueden acusarme de «hacerle el juego al PRI». Ya se disipa la paranoia neurótica y comienza la resaca democrática: la desilusión, ese proceso de consciencia que a veces tarda años en concretarse. Cuando se habla de violencia, hay razones obvias a enunciar, como el […]
Ya pasó la elección en el estado de México, ya no pueden acusarme de «hacerle el juego al PRI». Ya se disipa la paranoia neurótica y comienza la resaca democrática: la desilusión, ese proceso de consciencia que a veces tarda años en concretarse.
Cuando se habla de violencia, hay razones obvias a enunciar, como el narcotráfico, el mercado de las armas de fuego, la corrupción y otros males endémicos de nuestro país. Pero también existen otras causas, no tan obvias, que vale la pena analizar.
Nuestra democracia, nuestro estado nación, nuestra libertad, son paradigmas de un modelo adoptado por Europa, los Estados Unidos y gran parte del mundo; a partir del llamado «siglo de las revoluciones», en que se colapsó definitivamente el modelo monárquico, como principal forma de dominación masiva. Siendo la principal causa de su caída, el movimiento de masas. Unas veces llamado socialismo, otras liberalismo; la mayoría de las ocasiones, simplemente revolución. El movimiento de masas fue la respuesta lógica en un mundo donde la riqueza, producida por todos, se concentraba en una minoría, con su respectiva carga de despotismo, marginación y monopolio de la violencia. Luego de siglos de sometimiento, los pueblos decidieron apostar por la mayoría numérica y rebelarse.
A partir de entonces comenzó a construirse un nuevo modelo, capaz de resistir y superar las debilidades del anterior. Un modelo que comenzó a concretarse desde la primera mitad del siglo veinte, pero que tuvo que esperar el paso de la segunda guerra mundial para llegar a su solución definitiva: la doble distribución de la riqueza.
Este proceso puede dividirse en tres fases.
Primera fase, anterior a la caída del modelo monárquico.
Las bases económicas para la «doble distribución de la riqueza» aparecieron de manera casi espontanea, en los primeros países industrializados. Gracias a la necesidad de trabajadores con mayores capacidades intelectuales para el manejo de la producción masiva, se pudo crear una clase privilegiada con un ingreso económico superior al de la gran masa de obreros no calificados. Este privilegio fue distribuido en un principio bajo las leyes de jerarquía, instituidas a partir de la producción artesanal, que se valía del sistema educativo como aparato principal para el control y preservación del tejido social.
Hay que destacar que, aunque hoy se re-descubre el papel de la educación como medio de control, ha sido siempre el mismo a lo largo de la historia: mantener y preservar en su lugar de privilegio o de marginación, a cada miembro de la sociedad. El modelo no cambió con la aparición de la maquinaria industrial ni con la ilustración, sino que fue obligado a cambiar por la presión de los movimientos de masas.
Segunda fase, posterior al siglo de las revoluciones.
Tras la caída de las viejas cúpulas de poder, los nuevos líderes estaban obligados a aceptar una transformación en la estructura de la producción-educación, que se tradujera en una distribución más equitativa de la riqueza.
El sistema educativo tuvo que dejar paso a la revuelta de intelectuales revolucionarios, que se habían reproducido durante el largo periodo de movimiento. Estos intelectuales, a su vez, introdujeron los discursos populares en el sistema y prepararon nuevas generaciones de obreros calificados, con derecho a sueldos más altos.
La creciente industria y la expansión de los mercados alrededor del mundo, dieron espacio para satisfacer la demanda de estos puestos de trabajo, haciendo posible la distribución de la riqueza entre un sector cada vez más grande de la población: la clase media.
Luego de que las masas fueran compradas por un sistema producción-educación que les prometía una mejor distribución de la riqueza, la concentración de la riqueza capitalista volvió a su cauce natural. Los capitales amasados antes de la transformación revolucionaria, siguieron amasando fortunas; siendo hoy incomparablemente mayores y concentrandose en muchas menos manos (1% de la población).
Tercera fase, posterior a la segunda guerra mundial.
La clase media, que en principio fuera una promesa de la distribución general de la riqueza y, por ende, la justicia para todos, se convirtió en el nuevo modelo inamovible de la sociedad.
La industria había abierto espacio a un grupo mucho más extenso de trabajadores privilegiados con acceso a un mercado de riquezas nunca antes producido; el sistema educativo permitió el ascenso de un porcentaje considerable de marginados a los niveles correspondientes de una clase superior.
Y, entonces, la transformación se detuvo; se estableció el nuevo sistema de jerarquías, bajo las mismas reglas que habían permanecido intactas en la herencia cultural, base de la civilización pro-occidental. Las masas pobres quedaron marginadas de oportunidades, sometidas por un nuevo régimen llamado democracia, en donde su principal enemigo ya no era una minoría militarizada, sino una masa empoderada, indispuesta a perder sus privilegios de clase; indiferente a sus penas y sufrimientos.
A pesar de los siglos de transformación propiciados por el movimiento de masas, el sistema capitalista seguía intacto. La distribución social cambió su forma imaginaria, de la vieja pirámide medieval, a un edificio de dos pisos, donde los de abajo son los pobres y los de arriba la clase media.
La imposibilidad de una lucha de masas en estas condiciones, estabilizó el nuevo sistema de poder, asegurando los privilegios del uno por ciento más rico.
Así surgieron por el mundo grupos radicales que, a semejanza de los nazis, demandaban su entrada al paraíso prometido del consumo. Grupos que cayeron en la trampa electoral, extendiendo el mismo modelo del que eran víctimas, votando por partidos que eran incapaces de cambiar el paradigma y sí, en cambio, reforzarlo. Grupos de personas incapaces de entenderse y de identificarse entre el gran caos de la sociedad a la que creen pertenecer, pero que los mantiene al margen de los privilegios.
El caso mexicano.
En nuestro país, corredor de paso en el tráfico de drogas; donde la estrategia militar de América para los banqueros norteamericanos, impide el florecimiento de cualquier política que no se someta a sus intereses; donde el mercantilismo brutal de europeos y gringos satura el mercado de armas ilegales; donde los poderosos, sometidos a intereses ajenos, encuentran su principal ingreso en la corrupción; donde los movimientos populares que intentan romper este circulo vicioso son apagados a punta de pistola; en esta colonia-economía-periférica; en este país nuestro, los extremismos se expresan de un modo distinto.
La envidia por el privilegio de la clase media, que manifiestan los seguidores de Marine Le Pen en Francia, aquí se manifiesta también por parte de los pobres hacía ese grupo social, sólo que su solución puede ser más pragmática, manifestándose, por ejemplo, en robos y crímenes menores.
El odio de los conservadores yanquis hacía los mexicanos, aquí se dirige de los marginados hacía los mexicanos de clase media. Los muros los construyen éstos últimos, para resguardarse del rencor de los primeros. Y se pagan con la plusvalía que produce la mano de obra barata.
La sangre, la muerte, la tortura, las desapariciones, el feminicidio; tampoco son barbaries exclusivas de nuestro pueblo; en el Mediterraneo, por dar un ejemplo, han muerto más de diez mil personas en los últimos años. Sólo que, de aquel lado, la brutalidad se dirige hacía el otro, hacía el musulmán, mientras que aquí se dirige hacía nosotros mismos, de arriba hacía abajo.
La violencia que invade nuestra vida tiene mucho de polarización, de fenómeno contemporáneo, aderezado con una muy mala vecindad y un poder corrupto.
Muchas otras explicaciones se pueden encontrar. Sin duda existe una responsabilidad individual en cada uno de los delitos, así como existe la omisión de las autoridades. Pero no podemos esperar que, el mismo sistema de distribución de la riqueza y de la justicia, que limita la participación de las masas a una oportunidad en el mercado y un voto cada seis años; el mismo sistema causante de la desigualdad económica y, por lo mismo, de la polarización social, nos de la respuesta a esta crisis humanitaria.
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