«Los núcleos de verdad son elementos que quienes critican el capitalismo pueden reconocer como parte de su propia experiencia y visión del mundo. Tomando esto como punto de partida, es posible establecer un contacto con quienes creen en fantasías de la conspiración y buscar un terreno común.»
Mira las estelas blancas de los aviones. Mira cuántas son. Cada vez más a menudo se acercan y se cruzan entre sí, formando una cuadrícula vaporosa que cubre gran parte del cielo, casi de un horizonte a otro. Piénsalo, ¿siempre has visto tantas?
Este ejercicio mental podría ser útil, si se entendiera que las estelas son un símbolo. Según el diccionario De Mauro, un símbolo «evoca o representa, por convención o natural asociación de ideas, un concepto abstracto, una condición, una situación, una realidad más vasta».
Las estelas blancas son nubes. Se forman por la condensación del vapor de agua presente en los gases que emiten los aviones. Su número ha aumentado porque en los últimos treinta años, con el éxito de los vuelos a bajo coste, el tráfico aéreo se ha cuadruplicado. Con él han aumentado las emisiones de gases de efecto invernadero y sustancias contaminantes, así como las consecuencias sobre los territorios: más tráfico aéreo significa construcción de nuevos aeropuertos, ampliación de aquellos existentes, creación de polos logísticos y operaciones inmobiliarias fomentadas por la burbuja turística.
Hubo una pausa en 2020 cuando, tras las medidas para luchar contra la pandemia de covid-19, los vuelos comerciales internacionales disminuyeron del 75,6 por ciento, pero el tráfico ya ha vuelto a los niveles de 2019. En Italia incluso se han superado.
El estrecho entrecruzamiento de las estelas de condensación es una imagen fuerte. Podría sernos útil, si la usáramos como símbolo. Pero no se puede, porque si señalas las estelas te toman por crédulo, o incluso por loco, eres culpable por asociación, eres «como los conspiranoicos». Esto es, aquellos y aquellas que desde hace años indican al cielo, le hacen fotografías, lo graban, denuncian a gritos el aumento de las bandas blancas. Para esas personas, las estelas no indican un problema: son en sí mismas el problema. A veces un símbolo reemplaza a la realidad más vasta que debería representar. En otras palabras, se confunde un síntoma con la enfermedad. Cuando esto ocurre, resulta inevitable equivocarse en el diagnóstico.
Según las fantasías de la conspiración sobre los llamados chemtrails (estelas químicas o quimioestelas), cada día millones de aeromóviles, siguiendo las directrices de una conjura planetaria, difunden en la atmósfera mezclas de sustancias tóxicas, metales pesados, sulfatos y quién sabe qué más. El objetivo cambia en función de las versiones de la historia: realizar experimentos sobre la población, mantenerla constantemente enferma y débil, crear sobre nuestras cabezas una «franja química psicoactiva» con la que controlar nuestras mentes, etcétera. En los últimos años, de las fantasías sobre los chemtrails han nacido otras sobre la guerra climática.
Las fantasías de la conspiración sufren una forma de asimbolia, esto es, la incapacidad para entender los valores simbólicos o los sentidos figurados de discursos, acciones y comportamientos. Cuando decimos que los gobiernos y la patronal nos «chupan la sangre», estamos usando una metáfora. Pero para los seguidores de la fantasía de la conspiración llamada QAnon, los poderosos beben sangre realmente.
En el individuo, la asimbolia tiene a menudo causas neurológicas. Puesto que resulta imposible que todos los individuos que componen las comunidades nacidas en torno a fantasías de la conspiración tengan problemas neurológicos, tendremos que hablar de una forma cultural de asimbolia, generada a través de los intercambios de mensajes y la imitiación recíproca, en contextos fuertemente influenciados por determinados sesgos, prejuicios y errores de razonamiento.
El punto ciego de las fantasías de la conspiración
Las fantasías de la conspiración sobre los chemtrails ejemplifican además una de las principales paradojas de la cultura conspiranoica: existe un plan secreto, secretísimo, pero sus artífices dejan que este se exponga con todo lujo de detalles, y que se denuncie en infinidad de libros publicados en distintos idiomas, en innumerables artículos, en miles de vídeos vistos por millones de personas. Libros, artículos y vídeos disponibles en plataformas propiedad de los hombres más ricos e influyentes del mundo: Sergey Brin y Larry Page, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, Elon Musk.
Precisamente sobre estos últimos, Rebecca Solnit ha escrito que los milmillonarios «son una amenaza para todos: su peso político distorsiona nuestra vida pública», porque «funcionan como poderes no electos, una suerte de aristocracia global autónoma que intenta gobernarnos a todos. Según algunas opiniones, las empresas tecnológicas en las que han nacido muchos milmillonarios modernos actúan con métodos más parecidos al feudalismo que al capitalismo, y sin duda muchos milmillonarios actúan como señores del mundo, luchando por defender la desigualdad económica que les ha hecho así de ricos y a muchos otros así de pobres. Usan su poder de forma arbitraria, irresponsable y, a menudo, devastadora para el medio ambiente».
Se trata de un auténtico punto ciego de la fantasía de la conspiración. Los magnates de Silicon Valley ejercen sobre nuestra sociedad y nuestra cultura una de las influencias más extendidas y arrogantes nunca vistas. Si existen personas de las que, con una hipérbole, podemos decir que «controlan las mentes», son ellos. Si existen personas que conspiran —literalmente: que «respiran juntas», en los mismos ambientes, en lugares inaccesibles para los ciudadanos de a pie— son precisamente ellos. Y a pesar de todo nadie los indica como cómplices del plan de los chemtrails ni, en general, de ninguna otra conspiración a escala mundial. ¿Cómo es posible?
Existe una posible explicación: si se señalara a Amazon, Facebook, Instagram, X, YouTube y Whatsapp como parte del complot, en la mente de quienes lo denuncian en esas plataformas se produciría una disonancia cognitiva: percibirían como incoherente el hecho de estar ahí, algo inconciliable con aquello que dicen o escriben. Tendrían que justificar de alguna forma, con no poco esfuerzo cognitivo, esa contradicción, o bien eliminarla. Todo ello sería causa de estrés. Mejor eliminarla a priori, evitando pensar en ello y describiendo el escenario menos plausible: una conspiración planetaria en la que los propietarios de los medios de comunicación más potentes del planeta no tienen ningún papel.
Algo parecido ocurre en la narración de QAnon, donde se dice que la Cabal —la secta de satanistas pedófilos de la que formarían parte políticos y estrellas de Hollywood— controla Estados Unidos… a excepción de las fuerzas armadas, que han quedado «sanas». Cómo sea posible controlar un país sin controlar sus fuerzas armadas —más aún Estados Unidos, que tienen el mayor gasto militar del planeta y un complejo militar-industrial cuyo creciente peso político ya fue denunciado por el presidente Eisenhower— es una cuestión que los seguidores de QAnon no se plantean. No pueden hacerlo.
Las peores narraciones
Antes de continuar resulta necesario aclarar una cuestión. A pesar de lo escrito hasta aquí, las fantasías de la conspiración sobre el clima no son las narraciones más dañinas. Tampoco el negacionismo establecido —representado en Italia por algunos políticos y personajes de magacín— es la narración más dañina.
Las peores narraciones son aquellas que hacen greenwashing y que despolitizan los temas climáticos y ecológicos. Estas las promueve un capitalismo que aprovecha la oportunidad de la crisis climática —crisis causada por los costes externos de la producción: emisiones, deshechos, basura— para seguir obteniendo beneficios, generando así nuevos costes externos, aún poco visibles, como el impacto ambiental de la extracción de litio para los coches eléctricos, y peligros futuros, como los efectos colaterales de las pseudosoluciones de geoingeniería.
El solucionismo tecnológico reduce el calentamiento global a una cuestión de momentánea ineficiencia técnica que será superada gracias a la innovación. Con el boom de las denominadas inteligencias artificiales generativas, esta narración está destinada a tomar cada vez más cuerpo pero, como escribe Joy Buolamwini, autora del libro Unmasking AI: «La inteligencia artificial no resolverá el problema del cambio climático, porque las decisiones políticas y económicas respecto a la explotación de los recursos del planeta no son cuestiones de carácter técnico. Por mucho que pueda tentarnos, no podemos usar la inteligencia artificial para esquivar el duro trabajo de organizar la sociedad, haciendo que tu lugar de nacimiento, los recursos de tu comunidad y las etiquetas que te son impuestas no determinen tu destino. No podemos usar la inteligencia artificial para evitar debates sobre quién tiene el poder y quién está privado de él. Dar a las máquinas decisiones difíciles como outsourcing moral no resolverá los dilemas sociales más fundamentales».
El reduccionismo carbónico consiste en hablar solo de las emisiones de CO2, eliminando del cuadro cualquier otro proceso: la destrucción de la biodiversidad, la cementificación, la alteración del territorio. De esa forma, se puede decidir talar decenas de árboles y consumir suelo para construir edificios de clase energética A4 y decir que se ha tomado una decisión green.
El individualismo verde es la narración más consolidada. Afirma que, para resolver los problemas climáticos y medioambientales, hay que apostar por el estilo de vida y apelar a la conciencia del consumidor individual. De esa forma, las responsabilidades se descargan de arriba hacia abajo: de las decisiones políticas en ámbito de producción energética e industrial a las pequeñas decisiones, desproporcionadamente menos influyentes, que podemos tomar en nuestra vida cotidiana.
Un ejemplo llamativo lo aporta la producción de plástico. En una investigación publicada por el Guardian hace unos años, Stephen Buranyi explicaba cómo echarle la culpa del problema al consumidor individual es una estrategia promovida directamente por la industria de los polímeros, con grandes inversiones y trabajo de lobby, para evitar regulaciones del sector. Solo desde hace poco tiempo somos conscientes de lo altamente engañosa que es la idea de que reciclar en casa y usar plástico reciclado o compostable es suficiente. Tal y como titulaba hace unos meses el Atlantic, «el plástico compostable es basura».
Otro ejemplo tiene que ver con el ya citado coche eléctrico. En la intersección entre individualismo verde y solucionismo tecnológico se encuentra la idea de que es suficiente sustituir el parque automovilístico y voilà, podremos seguir como antes, incentivando los desplazamientos privados por carretera, sin invertir en un transporte público, extenso y universal. Igual que en el caso del plástico, los costes externos de esa ilusión se harán visibles con el tiempo.
El excepcionalismo desresponsabilizador es la narración más reciente, tanto así que muchas personas no saben aún reconocerla. Consiste en usar los eventos extremos como excusa para no cambiar las políticas. En Italia, se ha consolidado después de las inundaciones en Emilia-Romaña de mayo de 2023. El 17 de mayo, durante una conexión con La7, el presidente de la Región, Stefano Bonaccini, declaraba: «Cuando en treinta y seis horas cae la misma cantidad de agua que en seis meses, y cae donde quince días antes ha caído una lluvia récord con la que ha caído lo que cae en cuatro meses, no hay territorio que aguante, entre otras cosas porque la lluvia cae sobre un terreno que ya no absorbe nada, acaba toda en los ríos y no puede descargarse en el mar porque está picado por las marejadas: en esto no se puede hacer nada». Otros administradores públicos han hecho numerosas declaraciones en la misma línea.
El énfasis sobre lo extraordinario del evento —que será cada vez menos extraordinario, porque el latigazo climático forma parte del nuevo clima— esconde el hecho de que un territorio puede soportar el embate de un aguacero mejor o peor, en muchos o pocos puntos, dando a quienes viven en él más o menos tiempo para organizarse. El territorio de Emilia-Romaña está destinado a ceder cada vez más a menudo, porque ciertas decisiones políticas han empeorado su estructura hidrogeológica, y porque está atravesado por ríos obligados a fluir por lechos artificiales desde los que, a la primera de cambio, se escapan, o los cuales llegan incluso a destruir furiosamente. Cuando se desbordan, no solo inundan los campos, como habría ocurrido hace cincuenta años: se llevan por delante áreas urbanizadas, matan a personas, esparcen incalculables cantidades de deshechos y sustancias contaminantes. Decir que «no se puede hacer nada» sirve para esconder que no se ha hecho nada para prevenir el desastre. Mientras tanto, se sigue cementificando, construyendo así las bases para catástrofes futuras.
Frente a todo esto, las fantasías de la conspiración sobre los chemtrails o el cloud seeding, la técnica para aumentar las precipitaciones, parecen poco más que una curiosidad. En cambio, resulta indispensable ocuparse de ellas.
El anticapitalismo y su doble
Las fantasías de la conspiración interceptan y traducen a su manera descontento, frustraciones, rabia social y miedo, movilizando energías y recursos —tiempo, atención, inventiva— de personas que, quizás, en otras condiciones, se comprometerían con luchas sociales y medioambientales. Esas energías se desvían y encanalan hacia lugares donde acabarán disipándose o, aún peor, donde reforzarán ideologías reaccionarias. Es lo que escribe, en otros términos, Naomi Klein en su último libro: Doppelgänger. A trip into the mirror world (inédito en castellano).
A Klein le ha ocurrido en más de una ocasión que la atacaran en redes sociales o, en otras ocasiones, que la elogiaran, por afirmaciones y posiciones ajenas, con las que estaba en realidad en completo desacuerdo. La confundían con otra autora, Naomi Wolf, su doppelgänger. En alemán significa «doble», literamente, «doble andante». Según el diccionario de los hermanos Grimm, significa «alguien considerado capaz de aparecer en dos lugares distintos al mismo tiempo». Alguien que aparece en nuestro lugar, allí donde no estamos.
Antigua teórica feminista, amiga de Clinton y estrella de los salones liberales de Washington, en los últimos años Wolf ha sufrido una metamorfosis. Actualmente colabora con el agitador de derechas Steve Bannon y es una propagandista empedernida de fantasías de la conspiración, especialmente sobre chemtrails, guerra climática y vacunas. Por ejemplo, en varias ocasiones ha fotografiado nubes «con extraños comportamientos», llegando a la conclusión de que formaban parte de un plan de la NASA para esparcir «aluminio por todo el globo», con el objetivo de causar «epidemias de demencia».
El hiperactivismo de Wolf durante la pandemia de covid-19 aumentó la frecuencia de las equivocaciones. Klein no se ha limitado a perder la paciencia, sino que ha decidido llegar hasta el fondo, entender cómo era posible que la confundieran tan a menudo con Other Naomi, Otra Naomi, como la llama en el libro. En poco tiempo se dio cuenta de que prácticamente cualquier toma de posición de Wolf se presentaba como un reflejo deformado de un análisis o una investigación suyas, ya se tratara de economía del shock, geoingeniería, fechorías de la industria farmacéutica u otras cosas. Llegada a ese punto, aumentó el radio de la investigación, descubriendo la vastedad de eso que llama «el mundo en el espejo».
En breve volveremos al libro de Klein. Mientras tanto, fijemos una cuestión: las comunidades que se forman en torno a las fantasías de la conspiración son los doppelgängers de los movimientos anticapitalistas. Más exactamente, las fantasías de la conspiración sobre el clima de segunda generación son el doble del activismo climático.
¿Es posible impedir el desdoblamiento? ¿Y cómo hemos de relacionarnos con nuestros doppelgängers?
El doble en el espejo soy yo
En primer lugar, hemos de recordar que toda fantasía de la conspiración se forma en torno a uno o más núcleos de verdad, aunque con el tiempo esos núcleos van quedando en la sombra, cubiertos por un gran número de detalles inverosímiles.
El término «verdad» puede atemorizar, connotado como está por siglos de debates filosóficos y éticos. Pero la verdad de la que hablamos es relativa, observada desde un punto de vista concreto. Los núcleos de verdad son elementos que quienes critican el capitalismo pueden reconocer como parte de su propia experiencia y visión del mundo. Tomando esto como punto de partida, es posible establecer un contacto con quienes creen en fantasías de la conspiración y buscar un terreno común, sin paternalismos o complejos de superioridad, sin el deseo, típico de los debunkers, de dar zascas. Con la expresión «núcleos de verdad» se entiende el conjunto de premisas que aceptamos como plausibles, en base a las cuales podemos relacionarnos con quienes creen en fantasías de la conspiración.
Comunicarse con esas personas no implica dar crédito a los propagandistas de fantasías de la conspiración a jornada completa, personajes como Alex Jones o la misma Wolf en Estados Unidos, Alain Soral en Francia, Rosario Marcianò, Cesare Sacchetti o Red Ronni en Italia [en España, un buen ejemplo podría ser Iker Jiménez, N. del T.]. Pero no son los top influencers, las estrellas de ese mundo, con quienes hay que hablar, sino con las personas enfadadas y angustiadas por el estado de las cosas, a menudo humilladas y aplastadas, que sufren en su propia piel la destructiva realidad en que vivimos, y que buscan explicaciones en las fantasías de la conspiración. A menudo conocemos bien a esas personas: son amigas y amigos, parientes, familiares, viejos compañeros de camino. Una razón más por la que es importante ocuparse de estos temas. Razón que tiene menos que ver con los conceptos y más con los afectos.
A veces, nuestros doppelgängers somos nosotros. Eres tú, soy yo. Cualquiera, por lo menos una vez en la vida, ha creído en una fantasía de la conspiración, ya tuviese que ver con el 11-S o el caso Moro, el black bloc o las tute bianche en el G8 de Génova, la llegada a la luna o el homicidio de John F. Kennedy.
Mientras los movimientos antiglobalización italianos estaban aún lamiéndose las heridas por el G8 de Génova, los atentados del 11 de septiembre de 2001 fueron acogidos con sospecha e irritación. No había habido tiempo para elaborar el trauma y ya llegaba otro. En los primeros momentos, serpenteaba un comentario: «Lo han hecho para que se deje de hablar de Génova». El trauma nos hace autorreferenciales. Quien escribe estas líneas estaba ahí y se acuerda bien.
En los siguientes años, en nuestros espacios se difundió rápidamente el trutherism, la idea de que las torres gemelas no habían sido derribadas por los Boeing 767, sino que las había dinamitado el gobierno —un trabajo llevado a cabo desde dentro— y que el Pentágono nunca había sido atacado. En centros sociales, círculos ARCI y fiestas de partidos de izquierdas, se presentaban los libros del francés Thierry Meyssan y se proyectaba Loose change, documental coproducido por Alex Jones, que era aún desconocido en Italia. Aún hoy compañeras y compañeros de lucha, personas sensibles y competentes que invierten tiempo y energías en mil causas, si les hablas del tema, te dicen: «Las torres gemelas se las tiraron los americanos ellos solitos».
Klein se ocupa poco de esto: en nuestra vida las fantasías de la conspiración están presentes de forma irregular, porque creemos en algunas y en otras no, de forma intermitente, porque en ciertas fases de la vida creemos y en otras no, sin seguir un patrón binario, porque no es una cuestión de nosotros contra ellos. Hay que afrontar la cuestión de forma ecuánime, sin pensar que estamos en el lado claro, el doctor Jekyll, y que los llamados conspiranoicos están en el lado oscuro, Mr. Hyde, como podría pensarse leyendo varios pasajes de Doppelgänger construidos sobre metáforas como el espejo, el extraño, el reverso o la sombra.
Otros pasajes, en cambio, resultan muy útiles precisamente para romper con el pensamiento binario. Son esos en los que Klein, sin llamarlos de esa forma, reflexiona sobre los núcleos de verdad.
Contra el pensamiento binario
La parte más interesante de Doppelgänger es aquella en la que la autora admite que, durante la pandemia, las instituciones descargaron toda la responsabilidad sobre las personas: «Como muchos otros aspectos de nuestra cultura, desde los abusos en los espacios de trabajo hasta el colapso climático, el peso de las respuestas a la pandemia fue desplazado de la colectividad al individuo, en nombre del regreso al business as usual. “¿Te has vacunado? Demuéstralo”. Menos a menudo pedimos a los empresarios si estaban garantizando a sus empleados condiciones de trabajo seguras, o a los gobiernos si estaban garantizando espacios seguros en centros de educación y sistemas de transporte».
Klein se reprocha a sí misma haber entendido tarde qué había pasado y pone en cuestión un cierto consenso pandémico aún hegemónico en las izquierdas. También en Italia domina aún la idea de que cualquier medida o instrumento adoptado en 2020-2021 —confinamientos, sanciones, toque de queda, pasaporte covid— debía ser protegida de cualquier crítica, sin peros, so pena de encontrarte del lado los fascistas, los negacionistas y, sobre todo, de los antivacunas («no vax» en italiano, falso término inglés que se usa solo en el país transalpino — en inglés el término correcto es «antivaxxer», N. del T.).
«En los primeros años que hemos vivido con el virus», escribe Klein, «constreñidos en la lógica binaria del cerrar o abrir, no hemos considerado otras opciones, y hemos dejado muchos debates sin afrontar». Luego señala que la tendencia a decir exactamente lo contrario de cualquier cosa que dijeran los antivaxxers, auténticos o presuntos, ha impedido entender los aspectos clasistas de los confinamientos y otras medidas, ha llevado a disminuir el dolor psicológico de los adolescentes, ha invisibilizado a la «subclase viral» —compuesta por sujetos débiles que durante la pandemia fueron abandonados— y ha eliminado las razones de «personas negras, indígenas, puertorriqueñas, con discapacidad», pertenecientes a grupos que históricamente han sufrido programas sanitarios obligatorios, y entre los que la campaña de vacunación encontró desconfianza.
Klein identifica núcleos de verdad en los discursos de Wolf contra las vacunas, certificados de vacunación y apps de verificación: «Lo que estaba describiendo era qué se siente encontrándose cada vez más en manos de tecnologías omnipresentes gobernadas por algoritmos opacos, cuyas decisiones, a menudo arbitrarias, tienen enormes consecuencias y están fuera del control de las leyes existentes. Viéndolo en ese contexto, no debería sorprender que su alarma les sonara bien a quienes veían sus vídeos. Los hechos que citaba eran en gran parte imaginados, pero aún así les estaba dando a las personas algo que claramente querían y necesitaban: un punto focal para su miedo y su indignación frente a la vigilancia digital». Pocas páginas después, Klein añade: «Wolf les está diciendo que no es demasiado tarde para recuperar su privacidad y su libertad».
De aquí la estocada a los liberales que, con tal de negar lo que dicen los conspiranoicos, eligen desver —unsee, Klein toma el verbo de la novela de China Miéville La ciudad y la ciudad— los núcleos de verdad: «Cuanta más gente como Wolf y Bannon se concentran en los temores reales relacionados con las grandes tecnológicas —el poder de eliminar contenidos de forma unilateral, disponer a placer de nuestros datos, crear nuestros dobles digitales—, más se encogen de hombros los liberales, más se burlan y más tratan el conjunto de esas cuestiones como cosas de locos. Parece que, en cuanto “esos” tocan un tema, este se convierte en extrañamente intocable para prácticamente cualquiera».
He aquí el mayor error de todos: pensar que para tener razón hay que tomar la posición contraria a la de los presuntos otros. Doppelgänger pone en guardia contra ese reflejo condicionado, y es uno de los motivos por los que merece ser leído. Por desgracia, la edición italiana deja mucho que desear [mientras que en castellano es aún inédito, N. del T.].
Volvamos a nuestra reflexión: superar los binarismos y reconocer los núcleos de verdad es necesario, pero no suficiente. Tenemos que reconocer, además, la belleza que hay en las fantasías de la conspiración.
La terrible belleza de las fantasías de la conspiración
Las fantasías de la conspiración no responden solo a la frustración y la rabia que sentimos hacia el mundo tal y como es, sino también a una necesidad de maravilla, magia, encanto. Resulta difícil negar que el cielo surcado por estelas tiene una cierta belleza. Las estelas son fotogénicas. Si no lo fueran, no se les haría fotos tan a menudo. Por citar El infinito de Leopardi, abren la vista y la mente a «gran parte del último horizonte» e «interminables espacios». Fascinan incluso a quienes las temen. Las fotos de «extrañas nubes» en el perfil de X de Naomi Wolf son preciosas. Igual que son bonitas las complicadas e inexcrutables trayectorias de los «aviones misteriosos». Por eso las buscamos en mapas interactivos, hacemos un pantallazo y lo compartimos.
Baudelaire define la belleza un «monstruo enorme, horroroso, ingenuo», y dice que puede provenir incluso del infierno, con tal de que nos abra la puerta a «un infinito que amo y jamás he conocido» (Himno a la belleza, traducción anónima).
Otro poeta, Rainer Maria Rilke, escribe: «Pues la belleza no es nada / sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces de soportar / lo que solo admiradmos porque serenamente / desdeña destrozarnos» (Las Elegías de Duino, traducción de José Joaquín Blanco).
Estos versos suceden a uno de los comienzos más famosos de la poesía europea: «¿Quién, si yo gritara, me escucharía / entre las órdenes angélicas?». En una carta a la princesa Maria von Thurn und Taxis, Rilke escribe que no es él su creador, que se los ha oído declamar a una voz misteriosa mientras, desde la fortaleza del castillo de Duino, contemplaba una tempestad.
El placer que Rilke siente en ese momento, ya fuera vivido o imaginado, Immanuel Kant lo llama «sublime dinámico».
El sublime dinámico, escribe Kant, es un placer que «no se produce más que por medio de una expansión momentánea y, por consiguiente, por medio de un esparcimiento de las fuerzas vitales». Como cuando tenemos miedo y más tarde admiramos aquello que nos atemorizaba, simplemente porque no ha acabado con nosotros, porque estamos vivos y podemos contemplar su potencia y su belleza. Kant toma ejemplos de la naturaleza: «Elevados peñascos suspendidos en el aire y como amenazando, nubes tempestuosas reuniéndose en la atmósfera en medio de los relámpagos y el trueno, volcanes desencadenando todo su poder de destrucción, huracanes sembrando tras ellos la devastación, el inmenso Océano agitado por la tormenta, la catarata de un gran río». Espectáculos que, «cuanto más terrible es su aspecto, más atractivos resultan, si nos sentimos seguros», y exaltan nuestro ánimo porque «elevan las fuerzas del alma por encima de su ordinaria mediocridad» (Crítica del juicio, adaptado de la traducción de Alejo García Moreno y Juan Ruvira, 1876).
Eso es lo que hacen los escenarios de las fantasías de la conspiración. Y no solo de aquellas sobre el clima. Cualquier descripción de malvados planes secretos es atractiva en tanto que «inicio de lo terrible», de algo que nos aterroriza pero que aún así conseguimos contemplar.
Ninguna estrategia podrá impedir la captura, el secuestro y el derroche de energías por parte de las fantasías de la conspiración si no tendrá en cuenta esos dos aspectos: sus núcleos de verdad y su terrible belleza.
Publicado en italiano en Internazionale el 21/12/2023. Traducción inédita.
Segundo capítulo de un reportaje en dos partes. El primero se puede leer aquí o aquí.