Con la campaña electoral argentina a ritmo de aplanadora, también trabajan a destajo los motores de la maquinaria de mercadotecnia adaptada al estudio del comportamiento político, con sus grupos focales, cámaras de Gesell, análisis de big data, twitter, facebook, trolls, mapas de calor, que creen interpretan los ríos subterráneos del electorado, dejando en segundo plano […]
Con la campaña electoral argentina a ritmo de aplanadora, también trabajan a destajo los motores de la maquinaria de mercadotecnia adaptada al estudio del comportamiento político, con sus grupos focales, cámaras de Gesell, análisis de big data, twitter, facebook, trolls, mapas de calor, que creen interpretan los ríos subterráneos del electorado, dejando en segundo plano los números de las encuestas.
A tres semanas de las elecciones primarias, las pegativas empalagadas de sonrisas de candidatas y candidatos no saturan el espacio público de las grandes ciudades y solo irrumpen una y otra vez a través de la gratuidad de los avisos de radio y televisión.
Estrategas y dirigentes exprimen sus inventivas detrás de dos inasibles: los múltiples determinantes del proceso de construcción del voto y el planeta resbaladizo de «los indecisos», en una coyuntura en la que el «voto en contra» y la opción por «lo menos malo», acumulan a más de la mitad de la intención ciudadana.
Ese trabajo a destajo va mucho más allá de los sondeos electorales y prefiere exprimir emociones y razones de grupos de personas, conformados a modo de representación muestral del conjunto del sector del que «el cliente» quiere saberlo todo: ideas, opiniones, emociones, motivaciones, amores y odios. Forman parte del repertorio con el que cuentan los gerentes y decisores de las grandes corporaciones, volcados al análisis electoral en el mundo entero y llevados a la operatoria gubernamental por el jefe de Gabinete de Ministros, el politólogo por la Universidad Torcuato Di Tella Marcos Peña Braun, de modesto Volkswagen Suran modelo 2013 y portador del tristón diminutivo twitero de «marquitospena». Amparado en un presupuesto que trepa hasta alturas cordilleranas en la Argentina, el dispositivo le permite contar con un «mapa» tan segmentado que se desglosa en barrios y hasta manzanas, para operar de modo directo sobre los grupos de «voto blando», que se sumaron a Macri en la segunda vuelta de 2015, y del «voto difícil» de aquellos que, con asco y rechazo podrían votarlo igual, con tal de no «manchar» su voto con una boleta kirchnerista.
Los partidos opositores también acuden a esos recursos. Unos y otros apuntan a desentrañar las motivaciones que subyacen al sufragio, con la intención de comprender el mecanismo que les lleva a la decisión electoral individual. La gran diferencia entre el oficialismo y sus adversarios es que el primero cuenta con un aparato del tamaño de un elefante destinado a influir electoralmente; en este caso, además, con el acompañamiento explícito de los grupos de medios concentrados del país, en ejercicio confeso del «periodismo de guerra».
Todos pierden
No hay un solo sondeo electoral o estudio de comportamiento de consumidores que deje de alertar sobre el peso que hoy ejerce la inflación sobre las percepciones sociales, políticas y electorales de la población con relación al actual gobierno y de poner de relieve el efecto que las mismas podrían tener sobre el comportamiento electoral, negativo para la candidatura presidencial oficialista. Tampoco ninguno de esos estudios puede asegurar que habrá un vuelco masivo hacia los responsables de las políticas que perjudican al grueso de los argentinos, cada uno en su escala.
Un estudio regional del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG) muestra que 58,2% de entrevistadas y entrevistados en la Argentina consideran que «descendieron de clase social» junto a sus familias en los últimos años. El 44,6% de la «clase alta» tiene esa percepción, la «media alta» llega al 50,3%, la «media al 57,8% y el 66,8$% de la «clase media baja» se siente varios escalones más abajo en la escala socioeconómico que al comienzo del gobierno de Macri, que es cuando terminó el de Cristina Kirchner.
El 16 de abril de 2016, bajo la lluvia que caía sobre los edificios de Comodoro Py, la ex presidenta le propuso a la multitud que la acompañó en su primera comparecencia judicial la conformación de «un gran frente ciudadano» y reclamó que ese espacio interpele a los ciudadanos que votaron en 2015 a Macri sobre «cómo le está yendo, si le está yendo mejor que antes o peor». Con más de tres años de antelación puso el dedo en el lugar que, efectivamente, más le preocupa al Gobierno.
Los indicadores más significativos de la economía remiten a una inflación promedio mensual en el primer semestre cercana al 4% (con un acumulado en doce meses del 60% y más del 200% desde la asunción de la actual administración); desempleo superior a los dos dígitos (dos millones de personas, con pérdida de 204 mil puestos de trabajo en blanco en los últimos doce meses, solo en la industria y el comercio); pobreza por encima del 35% y en alza, equivalentes a más de 14.000.000 de personas, de las cuales 2.700.000 son indigentes, 5,5 millones son niños, niñas o adolescentes y 6 millones pasan hambre.
Junto a estos registros del espanto, existen otras marcas que expresan el deterioro que afecta a gran cantidad de personas, incluso dentro del núcleo básico de votantes del PRO, la mitad del cual completó estudios terciarios y pertenece a un «nivel económico alto», según los escasos estudios desagregados. Más del 93% de esa franja se vio obligada a reducir alguno de sus gastos y la cuarta parte debió ajustarse en la totalidad de los mismos.
Entre los componentes de ese repertorio de «pérdidas» figuran desde el uso de taxis hasta la suscripción a Netflix -con la tercera temporada de la Casa de Papel incluida- o el «pack fútbol», desde el uso del auto propio y el disfrute vacacional hasta las salidas de fin de semana o la concurrencia a gimnasios, pasando, incluso, por los viajes en trenes interurbanos, el consumo de carne vacuna, gaseosas y primeras marcas de alimentos, además de lo destinado a salud familiar y educación.
Amar y odiar en el intento
Aquel convite a pensar sobre el bienestar o el malestar del presente, comparado con un pasado de apenas tres años, podría ser la clave que defina una elección que va mucho más allá de la continuidad o el cambio de un apellido presidencial, para incrustarse en una transformación involutiva extrema en las condiciones de producción y trabajo en la Argentina, o en un reordenamiento que permita mejorar la situación básica de las mayorías.
Dependerá de la visualización de esa pirámide, perfectamente definida en cualquier barrio como «gallinero», compuesta por un modelo en el que la producción no es motor ni meta, con efectos que le son propios -como el desempleo y la pobreza con aumento de la indigencia- que termina en una pérdida profunda y acelerada de la calidad de vida del conjunto, con una reducción generalizada de los consumos, como una consecuencia de las decisiones de ese gobierno que busca su reelección.
El proceso de construcción del voto es complejo, contiene variables que inciden más o menos según la coyuntura -en particular la económica-, la oferta electoral y la situación personal del votante. El deterioro económico es evidente y se vive en el día a día en todos los sectores sociales, aunque de formas diferentes y sus efectos no necesariamente se trasladan de manera mecánica a los resultados de los comicios, de ser así ya podrían tomarle las medidas a Alberto Fernández para diseñarle la banda presidencial, pero no es el caso.
Gerardo Morales -el gobernador radical reelecto de Jujuy, que mantiene encarcelada a Milagro Sala sin respeto a las normas judiciales básicas-, lo explicó con claridad al señalar que «Si fuera por la economía, tendría que haber perdido la elección». Sin embargo, reconoció, en un alarde de objetividad que no caracteriza a la Casa Rosada, que «la crisis ha golpeado» e influyó en la reducción del 58% de votos obtenidos en 2015 al reciente 44%.
El «modelo» económico de los 12 años de gestión kirchnerista logró una mejora global del país y de la mayoría de sus habitantes, gracias a políticas de redistribución de rentas con generación de empleo a partir del «infierno» heredado. Sus límites también causaron desilusiones, incluso en parte de su propio electorado, con una campaña explícita en su contra a través de los medios privados de comunicación que magnificó problemas, construyó situaciones falsas y logró generar «simpatías por contraste» hacia el representante de la gran economía, quien logró instalarse con su equipo gerencial en la casa Rosada el 10 de diciembre de 2015, en base al diseño de imágenes de buenos gestores que respetarían las conquistas alcanzadas hasta el día de su asunción.
El destape posterior de falsedades, contenidas en denuncias periodísticas contra el funcionariado kirchnerista durante la campaña 2015 y en el armado de causas judiciales es su contra, empezando por su propia jefa, llegó tarde: Mauricio Macri ganó los comicios de aquel año.
Las operaciones, convertidas en campaña permanente, impregnaron a muchas personas de un remanente contrario a las figuras acusadas y engendraron una reacción de rechazo hacia ellas que constituyó un factor que interviene en la opinión incluso de sectores medios y bajos, dentro de una matriz de acumulación electoral «en contra de» más que de acompañamiento de determinadas políticas, propuestas o programas. Ese diseño convirtió a Cristina Kirchner en mascarón de proa del barco de lo horrible; en ese relato, «Yegua» y «Chorra», pasaron a ser sinónimo de su persona.
El desafío de los laboratorios macristas es mantener ese «formato»de comportamiento; de allí los intentos de «polarizar» y mantener a Cristina Kirchner en el centro de una escena que pretenden definir. Contra toda supuesta racionalidad, esa intención da sentido a la escogencia de un senador sin tierra, votos ni aliados, pero símbolo de la oposición a la actual precandidata a la Vicepresidencia de la Nación, como Miguel Pichetto, para que ocupe idéntica postulación.
Con el pelaje apenas remozado en «Juntos por el Cambio», el oficialismo aspira a convertirse nuevamente en «el partido del ballotage», la herramienta que lo entronizó en 2015 a expensas de Daniel Scioli. Cuatro años después, las consecuencias concretas, diarias y vitales de los pésimos números macristas (los reconocidos por Morales), dificultan el objetivo. Ante los efectos negativos que puede generar la crisis económica global definida como «macrisis» por propios y extraños sobre sus votantes de ayer, el oficialismo intenta reparar las consecuencias que la misma opera sobre las costumbres y pautas de consumo de los sectores medios y altos, en base a la ilusión de un «veranito» con temperaturas bajo cero y a un «dólar barato» que, ante el mismo consumo, sus viejos seguidores deberán pagar el doble de pesos que hace un año.
Con igual energía, pero en sentido contrario, la apuesta central del frente opositor, es romper con esa lógica, mostrar el daño causado por la alianza Cambiemos en apenas tres años y medio en cada uno de los aspectos de la vida cotidiana.
La situación está definida, aunque sea imposible leer sus datos. No hay campaña que tape realidades, ni esfuerzo que tuerza un brazo cuando alguien quiere pegarse un tiro en el pie; sin embargo, en la Casa Rosada jamás imaginaron que, después tantos años de pisotear con una aplanadora al peronismo y, sobre todo, a la figura de Cristina Kirchner como su máxima expresión electoral, iban a estar detrás de la fórmula de Los Fernández en todas las encuestas.
Carlos A. Villalba. Periodista y Psicólogo argentino. Investigador asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (http://estrategia.la/). Miembro de La Usina del Pensamiento Nacional y Popular (http://www.
http://estrategia.la/2019/07/
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