Recomiendo:
1

Manifiesto de la Asamblea de intelectuales socialistas

Por un futuro comunista

Fuentes: Rebelión

Somos docentes e investigadoras/es. Con o sin pertenencias partidarias integramos y/o apoyamos al FITU. Luchamos contra la política de Milei desde una posición clasista e independiente de cualquier variante patronal.

Hace ya un año nos constituimos como un colectivo de reflexión teórico-política que busca difundir las ideas socialistas frente a un capitalismo que degrada cada vez más las condiciones de vida de la clase trabajadora (comenzando por las mujeres y los jóvenes) y destruye el medioambiente. Con este manifiesto nos proponemos dar a conocer nuestros principales acuerdos y convocar a nuevos/as compañeros/as del campo intelectual a una lucha de fondo contra el sistema capitalista.

El fantasma del comunismo sigue atemorizando a los poderosos

El espectro del comunismo ha regresado. Aunque el mundo que habitamos es más capitalista que nunca se escuchan cada vez con mayor frecuencia voces que ven comunismo por todos lados y que lo hacen, además, responsable de todos los males habidos y por haber. Altos mandatarios -como el presidente argentino Javier Milei- se embarcan en una cruzada fantasmagórica contra un enemigo que hoy parece imaginario. Pero más que burlarnos del desconocimiento histórico o la insolvencia teórica de estas personas, se vuelve preciso recoger el guante para decir que efectivamente se debe temer al comunismo: porque este es el verdadero enemigo de los dueños del poder y la riqueza.

¿Qué diría Marx si se enterara que casi 200 años después de la redacción de su célebre manifiesto, y en América Latina, el fantasma del comunismo continúa convocando las diatribas de los reaccionarios? Aunque ese experimento que se dio en llamar “socialismo real” –frustrado por el estalinismo- se derrumbó hace más de tres décadas y aunque la sociedad comunista tal y como él la imaginó –una sociedad cooperativa de productores libremente asociados- no existió jamás a gran escala, el fantasma del comunismo sigue en boca de quienes viven de la explotación de los/as trabajadores/as y la depredación de la naturaleza. Porque solamente la abolición del capitalismo y el surgimiento de una alternativa verdaderamente comunista acabaría con sus privilegios y permitiría crear un mundo de igualdad real entre las personas; un mundo de genuina libertad, donde podamos decidir en condiciones reales nuestro destino individual y colectivo; un mundo que cuide la biósfera de la que depende nuestra propia vida. Y porque sólo el horizonte comunista puede interpelar críticamente a la inmensa mayoría de la población.

Ante un capitalismo que ha devenido completamente global y se ha convertido en una realidad total, las demandas y los objetivos políticos parciales (por muy justos que sean) pueden ser absorbidos y neutralizados, sin grandes riesgos e incluso con beneficios para la ínfima minoría que gobierna nuestras vidas y destruye nuestro mundo. Guste o no, el sistema capitalista tiene un carácter universal. Quienes se benefician de él pueden tener problemas, aquí o allá, con grupos o demandas particulares, pero saben mejor que nadie que solo deben temer a una alternativa universal. Por eso alientan sueños e ilusiones particularistas de todo tipo (“divide y vencerás”). Pero en las noches de insomnio su verdadera pesadilla es una alternativa universal que apunte a su corazón.

Un mundo en crisis

Aunque el ideario comunista fue prácticamente desplazado del debate público, los burgueses no están tranquilos. La razón es que son muy conscientes de que la sociedad global está entrando en un período dramático marcado por distintos tipos de crisis que se conjugan y potencian mutuamente. Las crisis económicas cíclicas típicas del capitalismo siguen ahí, como siempre, recrudecidas incluso por las reformas neoliberales de las últimas décadas que precarizaron la vida en nombre de la “libertad”, expropiaron la propiedad pública en nombre de la supuesta “eficiencia” privada, nos empobrecieron en nombre del “progreso” y desataron guerras en nombre de la “democracia”.

Eficaces para recrear ilusiones, las democracias liberales se han mostrado incapaces de garantizar la plena vigencia de los derechos humanos, disminuir la desigualdad de ingresos y poner freno a la voracidad de los capitales: a su interior crece el descontento y la desafección, sobre todo entre las clases populares. Si la política se hace cada día más borrascosa la geopolítica es ya un huracán: la crisis de la hegemonía estadounidense, la incertidumbre sobre el potencial hegemónico de China y una sucesión de guerras devastadoras (de Ucrania a Palestina) dominan el panorama. Entre tanto la crisis ecológica se hace evidente, augurando desastres y penurias a plazos breves. Y aunque poco se hable de ello, el agotamiento de los combustibles fósiles a bajos precios es otro frente crítico. El espíritu confiado, triunfalista, incluso exultante que caracterizaba a los intelectuales del sistema en los años noventa ha sido reemplazado por una visión pesimista, incluso apocalíptica, del futuro. Quienes mandan se preparan para lo que consideran grandes choques. Y las víctimas de esos desastres serán las mayorías proletarias. Si el barco se hunde, los botes salvavidas están reservados para la minoría rica. Conviene no engañarse ni hacerse ilusiones con los nuevos espejitos de colores: la “transición energética justa” o el Green New Deal.

La perversa genialidad de la democracia liberal como sistema de gobierno en una sociedad de clases es que genera la ilusión del autogobierno popular. Y, sin embargo, la realidad es que las corporaciones privadas (sobre las que las masas populares y la mayoritaria clase trabajadora no ejercen ningún control) gobiernan tanto o más nuestra vida que los propios Estados. Esas mismas corporaciones, además, si no controlan directamente al Estado (aunque a veces lo hacen) como mínimo influyen de manera directa o indirecta en las políticas estatales en una proporción desmesurada. En el juego democrático, todos los conflictos sociales pueden ser reconocidos y a veces alentados, todas las demandas son pasibles de reconocimiento a excepción de una: la abolición del capitalismo. De allí, las limitaciones estratégicas de los movimientos por demandas puntuales. El ideario del comunismo apunta al corazón del sistema social cuyos males padecemos a diario. En este sentido, solo el comunismo representa una alternativa social a escala planetaria.

No nos engañamos ante la complejidad de los problemas que supone abolir el capitalismo y erigir una alternativa real. Pero ante un mundo crecientemente complejo, caótico y desesperanzador, es imperioso ofrecer una idea clara y distinta. Esa idea es el comunismo. Y la fuerza material capaz de realizarla es la inmensa mayoría proletaria, los millones de personas que, de una manera u otra, viven de su trabajo.

Qué sociedad queremos

Para la inmensa mayoría de la población del planeta el presente es ya entre difícil y muy difícil, y el futuro se presenta tormentoso. Pero esta encrucijada fuerza una elección. Este nudo gordiano tremendamente enmarañado y complejo demanda un corte rápido y audaz. La espada que puede cortar el nudo gordiano de la sociedad global en que vivimos es el comunismo.

No ignoramos las objeciones que se nos opondrán: que el proletariado se ha empeñado en faltar a su cita con la historia; que la clase trabajadora se halla fragmentada, debilitada, desorganizada; que quienes tienen empleo han sido integrados al sistema por el consumismo o han sido disciplinados por el miedo a quedar afuera; que los más pobres carecen de organización colectiva; que hay un giro a la derecha. Todas estas cosas son ciertas, pero parciales, y ninguna de ellas es irreversible. Por otra parte, el proletariado de la Comuna de París, el que hizo la Revolución rusa y los que lucharon en décadas pasadas eran menos homogéneos de lo que suponen ciertas leyendas. Más que una homogeneidad material (que siempre fue parcial y estuvo marcada por profundas disparidades locales, de género, laborales, religiosas, etc.), lo que unificó al proletariado del pasado fue en buena medida simbólico y político-organizativo: un horizonte común, un ideario compartido (aunque disputado e interpretado de muchas maneras) y formas de organización social y política. En cualquier caso, la homogeneidad o la heterogeneidad material dependen de circunstancias objetivas que no podemos controlar en lo inmediato. En cambio, la unidad simbólica (y organizativa) es el terreno sobre el que podemos operar en términos políticos y culturales.

No se trata de caer en un ciego voluntarismo. Se trata de asumir que ninguna sociedad decente surgirá del capitalismo, que todo irá a peor en la medida en que las múltiples crisis que hemos reseñado se agudicen y potencien. El capitalismo no se desmoronará. Y si lo hiciera sería sobre nuestras cabezas. Lo más probable es que un ciclo de crisis recurrentes de magnitud variable vaya haciendo la vida crecientemente insegura, con formas redobladas de explotación y alienación, pobreza acrecentada, desigualdades recrudecidas. Buscar coberturas estatales o nacionalistas para que nos protejan de las tempestades del capitalismo globalizado es una ilusión. Como mucho, podrán ofrecernos alguna protección relativa y temporal, seguida casi inevitablemente por una situación aún peor que la precedente. Escribiendo desde Argentina, esto lo sabemos bien.

La estructura económica no es algo estático. Alterna momentos de crecimiento con momentos de caída. Como clase dominante, por lo demás, la burguesía tiene contradicciones internas y enfrentamientos de facciones. Por ejemplo y, sobre todo en los países dependientes, la que se genera entre la burguesía “nacional” y la “extranjera”. Cuando la propiedad privada peligra, sin embargo, ellas no dudan en aliarse contra los trabajadores. Los encuentros y desencuentros entre los diversos sectores de la burguesía son fluctuantes, como lo son los períodos de prosperidad y crisis en el capitalismo. Querer basar en ellos una corriente política definida (por ejemplo, la de quienes persiguen un vínculo permanente entre el proletariado y la “burguesía nacional”) es, desde el punto de vista de los intereses de la clase trabajadora, un gravísimo error.

Decir esto no implica ningún sectarismo, insensibilidad o falta de empatía. Se puede apoyar toda clase de medidas que, en esto o en aquello, mejoren algo la situación de la clase trabajadora o de cualquier grupo oprimido. Pero apoyar medidas es una cosa, construir una fuerza política es otra. Y lo que hay que construir es una fuerza política revolucionaria. Una fuerza que parta del principio de independencia de clase (un proyecto de sociedad alternativa elaborado por las masas trabajadoras, en lucha frontal contra la clase capitalista y sus personeros políticos) y desarrolle todas sus controversias a partir de él. Una fuerza así tendría cuando menos algunos puntos unificadores: nuestro enemigo es el sistema capitalista como un todo; nuestro objetivo es el comunismo; abolir el capitalismo y desarrollar una sociedad comunista supone una revolución que solo podrán llevar a cabo las masas proletarias. En Argentina la coalición electoral FITU encarna estos puntos comunes y también hay fuerzas afines en su extrarradio. En nuestro caso corresponde apoyar esta construcción, exponiendo y debatiendo fraternalmente y en plena libertad todas las cuestiones. Apoyar esta fuerza política no entraña omitir las críticas que eventualmente cada quien quiera formular a su política o a las políticas de las organizaciones que la integran. Supone, más bien, asumir sin ingenuidad ni sectarismos la enorme tarea de crear un movimiento revolucionario.

El futuro que nos ofrecen es un regreso al pasado

Como muestra sobradamente la experiencia de los llamados “progresismos latinoamericanos”, la política basada en la mera gestión de un sistema social cuyas bases no se discuten y se dejan en pie, trae poco progreso, no disminuye las desigualdades de manera significativa, consigue unas pocas mejoras fácilmente reversibles, acrecienta la dependencia y prosigue la devastación ecológica. Por eso es necesario patear el tablero. Jugar otro juego. Sin dudas es difícil. El camino no será sencillo ni corto. Pero es el único camino realmente transformador.

Por mucho que nuestra mirada sea internacional e internacionalista, quienes firmamos este texto vivimos, pensamos y luchamos en y desde Argentina. Una Argentina marcada por una crisis económica y política de enorme magnitud. Ante un futuro incierto, las fuerzas políticas dominantes solo son capaces de miradas nostálgicas. Milei sueña con el regreso a la Argentina del novecientos de la cual afirma, contra toda evidencia, que era una potencia mundial cuando en verdad era una sociedad signada por la explotación más desembozada y las desigualdades más flagrantes, cuyas aristas más severas fueron limadas (aunque no cortadas) en las décadas siguientes. Esa Argentina fue, también, la que generó un proletariado profundamente combativo y los sueños revolucionarios más intensos.

Al otro lado, las desorientadas fuerzas del progresismo apenas pueden imaginar, sin mayores expectativas de concreción, ninguna otra cosa que los remedos de un Estado que brinde una mínima protección a las clases populares: la suficiente como para que no se decidan a terminar con todo. No acabar de una vez por todas con la precarización, sino retrasar sus efectos; no terminar de raíz con el hambre, sino alimentar a algunos hambrientos; no transformar las condiciones materiales para realizar la tan proclamada “justicia social”, sino hacer más tolerables las injusticias más flagrantes; pelearse (en lo posible preferentemente en las redes sociales) con algún capitalista individual, pero respetar el sistema.

El futuro que nos ofrecen es, en sus evocaciones, un regreso al pasado; en los hechos, una resignación al presente. Una lenta agonía en la que nos mantienen inmersos los equivalentes políticos del “policía malo” y el “policía bueno” del orden del capital: conservadores y progresistas. En el caso de Argentina, en los últimos cincuenta años pasamos de una economía informal muy pequeña, a una economía informal en la que sobrevive a duras penas la mitad de la población; de niveles de pobreza que rara vez superaban el 10 % en los años sesenta, a una pobreza que no desciende del 30 % (y actualmente supera el 50 %). ¿Hacen falta más pruebas de que las fuerzas que se han alternado en el gobierno en las últimas décadas son incapaces de revertir esta situación estructural? Luchar contra la casta política sin enfrentar a la clase dominante es como ensañarse con los títeres sin ver al titiritero. Y pretender domesticar a los capitales no parece mucho más viable que enseñarle a hablar a las piedras.

El rol de la intelectualidad en la construcción de una fuerza revolucionaria

Dentro de esas masas proletarias que son las únicas que podrían transformar la realidad en un sentido genuinamente liberador, a los trabajadores intelectuales nos competen tareas específicas que nuestra propia condición nos permite acometer. La primera es la de siempre: la crítica implacable de todo lo existente, llevando la discusión a todos los ámbitos posibles. La segunda es colocar nuestras aptitudes y nuestras posibilidades cognitivas en beneficio de las masas laboriosas. La tercera es pensar e investigar menos preocupados por nuestra carrera personal o por los marcos disciplinares o profesionales en los que estamos inmersos, y más desde un punto de vista que piense todos y cada uno de los temas y problemas desde una perspectiva revolucionaria. En esta senda deberíamos colaborar, a la vez, en hacer más informado el debate público y en volver más político el debate académico.

Quienes trabajamos ante todo con el intelecto debemos asumir la responsabilidad de ofrecer a la sociedad los conocimientos más rigurosos en todos los campos, presentándolos de manera clara y comprensible. Como el resto de nuestros compañeros y compañeras de la clase trabajadora, pondremos el cuerpo en huelgas y piquetes, movilizaciones y asambleas. Pero nuestra condición específica nos compele a desarrollar recursos intelectuales, simbólicos, cognitivos que contribuyan a la liberación de todos y todas. A las “viejas” preguntas es imperioso sumar nuevas. Por ejemplo: ¿Cómo cambiar la matriz energética? ¿Cómo afrontar los problemas ecológicos, de los cuales el cambio climático es solo uno? ¿Cómo desarrollar una agricultura sustentable y una agroecología a gran escala? ¿Cómo organizar una reproducción de la vida humana cuyo trabajo sea socializado (y no arbitrariamente generizado) y cuyos fines sean discutidos democráticamente? ¿Cómo utilizar y desarrollar el enorme potencial de la tecnología para liberarnos del trabajo repetitivo y desplegar el potencial transformador de la especie humana, en vez de mantenernos aún más esclavizados a la maquinaria del sistema capitalista? ¿Cómo desarrollar una educación integral, en la que participen todos los actores de la comunidad en el marco de políticas dirigidas a resolver problemas y necesidades sociales, en vez de la precariedad educativa e intelectual de aquella enfocada al extractivismo y las necesidades del mercado?

En medio del vendaval neoliberal, es comprensible que una parte de la intelectualidad de izquierda buscara refugio en la crítica posmoderna, en los nichos identitarios, en la defensa de las llamadas minorías sociales. Pero estas luchas (basadas en causas justas) no reemplazan la lucha contra el sistema en su conjunto. Las desigualdades se han incrementado; los derechos conquistados por algunas minorías han sido ampliamente contrarrestados por el empobrecimiento y la precarización de las mayorías; ciertos avances legales no han logrado torcer las crudas realidades materiales; nuevas formas de alienación han sido creadas y desarrolladas por el capitalismo digital; la mercantilización generalizada destroza las subjetividades y la naturaleza, arrasando con la salud mental de la población, ofreciendo una ilusión de libertad en medio de opresiones, manipulaciones, insatisfacción y ansiedad omnipresentes. Es necesario regresar a la política para mayorías, capaz de articular las luchas contra las opresiones y la lucha contra el sistema como tal. Regresar al pensamiento estratégico, colocar al sistema capitalista en el centro del análisis, reponer los conceptos de lucha de clases, imperialismo, explotación. Las reservas teóricas e intelectuales presentes en la variopinta tradición marxista ofrecen, en la hora actual, muchos más recursos políticos y cognitivos que los fuegos de artificio de las discursividades posmodernas. Recursos en proceso de reelaboración en la actualidad, a través de la obra de nuevas generaciones.

El capitalismo y sus mitos legitimadores

La sociedad global que se ha erigido en las últimas décadas es la más desigual de la que tengamos registro histórico. A un lado, un puñado de magnates que viven de rentas y no necesitan trabajar ni un solo segundo: poseen riquezas de cientos e incluso de miles de millones de dólares. Por debajo de ellos, un contingente de capitalistas que, aunque no necesitan trabajar y viven de manera obscenamente ostentosa, parecen enanos a la par de los mil-millonarios. Al otro lado, la clase trabajadora se divide entre una masa enorme de pobres e indigentes que trabaja en condiciones precarias, con pocos o nulos derechos laborales y que se esfuerza día tras día para mantenerse a flote y una numerosa minoría que, aunque dispone de ingresos más o menos altos, debe trabajar a diario y aun así posee un futuro por demás incierto. En una sociedad así, hablar de justicia tiene poco sentido: es la más injusta de las sociedades. Pero todo sistema de explotación posee también sus discursos legitimadores: en el capitalismo actual se supone que los ricos lo son por sus méritos y que su enriquecimiento es la fuente del crecimiento económico que, a la larga, nos beneficiaría a todos. Pero se trata de dos mitos.

Si la riqueza se basara en el mérito, no sería necesario el derecho de herencia. Los monarcas hereditarios gobernaban no por sus méritos, sino por su nacimiento. Y aunque hoy nos parece absurdo que alguien gobierne por la única razón de los padres que le han tocado, no se aplica el mismo criterio en la economía. Políticamente republicanas (en los mejores casos) las sociedades contemporáneas son económicamente “monárquicas”. Abolir el derecho de herencia (de heredar, se entiende, medios de producción o grandes fortunas, no de heredar la casa de tus padres) es prerrequisito indispensable para establecer una auténtica igualdad de oportunidades. Pero en el ámbito del capitalismo, la meritocracia es una ilusión. Aún peor: es una ideología legitimadora de las más inaceptables desigualdades.

Es indudable que el capitalismo permitió generar una gran cantidad de bienes, a escalas incomparables con cualquier sociedad pasada. Pero esa enorme riqueza acumulada, al estar concentrada en pocas manos, no ha permitido salir de la pobreza a las grandes mayorías. La pobreza, además, es relativa: al lado de un millonario, todos somos pobres. Y lo más grave: esa maquinaria de creación de riquezas que no evitan la pobreza de masas está destruyendo el medio ambiente. En buena medida hemos sacrificado lo esencial (el silencio, la tranquilidad, el aire puro, el agua limpia, la autonomía) en beneficio de lo superfluo: los mil y un productos que nos tienta a poseer la industria de la publicidad, fuente impulsora del consumismo que motoriza la insaciable y criminal sed de ganancias del capital. La “teoría del derrame” no tiene ni siquiera el mérito de ser una buena teoría. Es una mala teoría que ha servido para legitimar realidades espantosas.

Otro mito contemporáneo es el de la libertad. “Solo el capitalismo puede ofrecer libertad”, afirman quienes defienden la libertad irrestricta de los “mercados”, olvidando que cuando no existía ninguna regulación, los mercados incluían la trata de esclavos. Sin libertad de mercado, nos dicen, no puede haber ningún tipo de libertad. Pero lo que defienden es la libertad de la mayoría de morirse de hambre si no acepta empleos precarios y mal pagos; y la libertad de quienes tienen riqueza económica de abusar y explotar a quienes no la poseen. Es la libertad de los grandes para comerse a los chicos. Sin cierta igualdad no puede haber libertad genuina.

Un mito adicional es el de la competencia perfecta que invocan los adalides del “anarco-capitalismo”. Aunque quizá no sea ni siquiera un mito: es una falacia descarada, una mentira flagrante. Como sabe cualquiera que haya practicado un deporte, para que haya competencia debe haber cierta paridad: lo que no existe en el capitalismo es, justamente, nada parecido a la paridad. La “competencia” entre capitales, para no hablar de la “competencia” entre capitalistas y trabajadores, poco tiene que ver con nuestras ideas intuitivas de lo que es la competencia: se parece más a la guerra que a un juego. Finalmente, tenemos el mito de que “hay que sufrir” ahora para “estar mejor” en el futuro: un discurso funcional a la idea engañosa de la competencia, que naturaliza la distribución desigual de los sufrimientos.

La verdadera libertad que necesitamos

Los y las comunistas luchamos por una libertad más amplia y genuina para todos y todas, lo cual presupone una situación de igualdad (o desigualdades muy pequeñas) en términos de riqueza e ingresos. Hoy en día, los medios de producción son ampliamente sociales: las empresas, la logística, las fábricas, etc., son complejos que solo funcionan por su carácter colectivo y cooperativo. La producción hace rato que está socializada. Solo la propiedad es privada. La tarea del comunismo es socializar la propiedad. La propiedad privada de un puñado (en medio de la carencia de propiedad sobre los medios de producción de la mayoría) debe ser reemplazada por la propiedad socializada de, cuando menos, los principales medios de producción. Con ello la masa proletaria se hará colectivamente propietaria de esos medios de los que depende la vida y el futuro. Socialización, por lo demás, no es equivalente a estatización. Mucho antes de que a los libertarianos se les ocurriera “abolir al Estado”, los comunistas (tanto los inspirados en Kropotkin y Bakunin como los seguidores de Marx y de Engels) habían fijado ese objetivo (sin perjuicio de las diferencias estratégicas entre marxismo y anarquismo). Y lo habían hecho con una ventaja sobre los libertarianos: como nos proponemos abolir la sociedad de clases, hay muchas más posibilidades de que en una sociedad comunista no haya Estado, en razón de la superación de los motivos que dieron origen a su existencia.

¿Cómo haría, sin el Estado, un propietario libertariano para seguir siendo propietario de un bien que no puede tener consigo? Capitalistas como son, los libertarianos han robado un término: libertario. Libertarios se llamaban a sí mismos los comunistas anarquistas que querían abolir el capitalismo. Mal haríamos, pues, en no disputar el término: solo un comunista es un verdadero libertario. Los llamados “anarco-capitalistas” son malos anarquistas y malos capitalistas. Malos anarquistas porque desconocen que una libertad genuina implica dosis importantes de igualdad. Y malos capitalistas porque ignoran que sin Estado el capital no puede existir. Su retórica “anti-estatista” es una cobertura para el ataque a aquellas conquistas que la lucha de la clase trabajadora le impuso al propio Estado, como lo estamos viendo actualmente en la Argentina.

En la perspectiva comunista, la extinción del Estado es el resultado de la superación histórica de la división de clases. Marx previó que, una vez realizada la revolución social, sobrevendría una fase “socialista” –en la que habría relaciones salariales y Estado– seguida de una propiamente “comunista” –en la que el trabajo social sería brindado en función de las capacidades y la retribución según las necesidades de cada persona. Esta última fase consumaría la superación histórica de las clases y la extinción del Estado. La experiencia del siglo XX, con sus revoluciones, planteó un problema previo: la transición al socialismo en países capitalistas periféricos. Con su retórica del “socialismo en un solo país”, el estalinismo implicó un refuerzo del autoritarismo e incluso del totalitarismo estatal. Solamente un socialismo revolucionario desde abajo, basado en la auto-organización y la plena libertad para todas las tendencias revolucionarias puede constituir una alternativa al capitalismo en decadencia y una vía al comunismo.

Por la revolución

Ante la actual crisis global multifactorial es necesario oponer una alternativa radical. Y el primer paso en esa dirección es la ruptura subjetiva con el sistema del capital: dejar de creer que, sin salir de él, todo irá bien. No es así: el capitalismo como sistema social se basa indefectiblemente en la explotación, la opresión y la desigualdad, y su dinámica genera alienación, penurias y una devastación ecológica planetaria. Sumergidos en sus aguas, parece no haber tierra a la vista. Pero la hay: solo debemos elevarnos un poco, ampliar nuestro horizonte. Es hacia la tierra firme hacia donde debemos dirigirnos.

En cierto sentido, el capitalismo se asemeja a las arenas movedizas. Atrapados en ellas, cuanto más desesperadamente nos movamos, más nos hundiremos. Quienes busquen precipitadamente subir, se hundirán más y más. Y quienes permanezcan quietos irán muriendo lentamente. No se trata, pues, ni de patalear y desesperarse ni de permanecer inmóviles. Se trata más bien de entender que hay que tranquilizarse y hacer lo que nos permita salir de las arenas movedizas del capital. Para eso hay que colocarse de costado y acercarse lentamente a la orilla. Y en el momento justo habrá que hacer un gran esfuerzo, aferrarse a cualquier rama que tengamos a mano y salir dando patadas. En términos políticos, el equivalente es crear un gran movimiento horizontal de trabajadores (sin distinciones de naciones, géneros, etnias, religiones) que, cuando tenga la fuerza suficiente y allí donde se den las circunstancias apropiadas, no dude en salir a las patadas del sistema capitalista, confiando en que otros lo imitarán antes o después.

Lo sabemos bien: una revolución no es soplar y hacer botellas. Supone problemas ingentes, desafíos gigantes, riesgos considerables. Pero si no arriesgamos una salida revolucionaria -de esto estamos completamente seguros-, si nos conformamos con lo posible por temor a lo que parece imposible, el destino que nos aguarda será un infierno en la tierra. Por cierto: las personas pueden vivir en el infierno (la experiencia de los Lager nazis algo enseña al respecto, al igual que las haciendas esclavistas). La pregunta es: ¿nos conformamos con sobrevivir en el infierno? La situación argentina ya tiene mucho de infernal. Los comunistas no prometemos ningún paraíso celestial. Proponemos un sendero de lucha para construir una sociedad por la que podamos sentir orgullo.

No tenemos ninguna nostalgia por las formas autoritarias y excesivamente estatistas del estalinismo o del socialismo reformista (socialdemócrata) del siglo XX. Tampoco nos mueve ninguna simpatía acrítica por el supuesto “socialismo del siglo XXI”, que no es otra cosa que un estatismo burgués apenas camuflado. Luchamos por una sociedad que combine socialización y democracia de la clase trabajadora y el pueblo ejercida desde abajo, con pleno poder de decisión sobre todos los asuntos económicos, políticos y culturales. Luchamos por un socialismo desde abajo, antes que por un socialismo desde arriba (sin desconocer la importancia del rol del Estado en la transición). Como dijera José Carlos Mariátegui: “ni calco ni copia, creación heroica”. Bien sabemos que en estos tiempos de enceguecimiento digital y adormecimiento consumista el heroísmo no está de moda. Pero toda situación tiene su propia lógica: ante la dinámica crítica en la que nos vemos inmersos, o inventamos o erramos. Sin revolución, no se avizora ninguna verdadera solución. Hay que atreverse a inventar un futuro comunista.

Primeras firmas:

Paula Varela (UBA/CONICET), Ariel Petruccelli (UNCo), Alejandro Schneider (UBA/UNLP), Santiago Benitez Vieyra (UNC/CONICET), Damián Ravenna (presidente APDH ZONA NORTE PBA), Daniel Alejandro Schuger – Psicólogo (UBA) – Musicoterapeuta (univ. del Salvador) – Contador Público (UBA), Santiago Díaz (UNCo), Luciano Crovella (Investigador independiente -IIPPyG – UNRN), Fernando Lizárraga (Ipehcs/Conicet-UNComahue), Lucía Caisso-CONICET/UNRaf, Pablo Scatizza (UNCo), Juan Duarte, (docente UBA), Natalia López (docente UNJu), Suraci Mauricio (Docente, UNCo), Rosario Escobar (docente UNTreF), Ignacio Marcote (ISFD 82 “Carlos Fuentealba”), Santiago Roggerone (UBA/CONICET), Facundo Nahuel Martín (UBA/CONICET), Alberto Wiñazky – Economista, Mariela Cambiasso (UBA-CONICET), Omar Acha (UBA-CONICET), Alihuén García Pavioni (UNLP), Diego M.A. Guérin (docente e investigador jubilado), Alejdandro Robledo (UNDAV), Nicolás Torre Giménez (escritor), Lorena Vargas Ampuero (Docente e investigadora. Comarca Andina del Paralelo 42), Mario Castell (escritor, crítico literario), Federico Mare (historiador, ensayista, docente), Susana Roitman (docente e investigadora UNVM), Diego Ceruso (UBA/CONICET), Alexis Ortega (trabajador), Juliana Yantorno (UBA/CONICET), María Marta Branda (UNSL/CONICET), Janaqui Quiñones (psicoanalista e investigadora UNLP), Nelson Ávalos (trovador patagónico/Comunicador social. Comarca Andina del Paralelo 42°), Andrea Barriga (Prof. Historia, Esc. Sec. Neuquén), Juan Dal Maso (Casa Marx / Neuquén), Gastón Gutiérrez Rossi (UBA), Ariane Díaz (comité de redacción {Ideas de Izquierda}), Esteban Mercatante (economista), Matías Maiello (UBA), Esteban Vedia (UNCo), Damián Rivas (UBA/CONICET), Julia Soul (CEIL/CONICET), Gustavo Oreste Gallo (APDH), Arturo Desimone (artista, escritor).

Podés adherir en el formulario que sigue:

https://forms.gle/chNkMWNgP6cp3Rd69

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de l*s autor*s mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.