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Narrativas indígenas y moleculares

Potencia social versus geopolítica del sistema-mundo

Fuentes: Rebelión

Primera pregunta: ¿De qué mundo hablamos? Segunda pregunta: ¿De qué América Latina hablamos? Si la respuesta a la primera pregunta es el sistema-mundo capitalista, entonces, este mundo, geopolíticamente, ha asignado a América Latina el papel de región periférica destinada a la transferencia de recursos naturales al centro cambiante del sistema-mundo. La pregunta entonces es: ¿Cómo […]

Primera pregunta:

¿De qué mundo hablamos?

Segunda pregunta:

¿De qué América Latina hablamos?

Si la respuesta a la primera pregunta es el sistema-mundo capitalista, entonces, este mundo, geopolíticamente, ha asignado a América Latina el papel de región periférica destinada a la transferencia de recursos naturales al centro cambiante del sistema-mundo. La pregunta entonces es: ¿Cómo romper esta dependencia, esta asignación geopolítica, esta división del trabajo?

Si al hacer las preguntas se tiene la pretensión de valorar la inclinación de los gobiernos progresistas o, si se quiere, el desplazamiento ocasionado por su presencia en la geopolítica regional y, de esta manera, en la geopolítica mundial, entonces, lo que hay que evaluar, en primer lugar, es el alcance de los cambios logrados en la correlación de fuerzas de la geografía política, regional y mundial.

Dejemos de lado otras posibilidades, como la de hablar de un mundo heterogéneo o, si se quiere, de distintos mundos, dependiendo de la perspectiva. Pues parece, que la intensión expresa es valorar el papel de los movimientos sociales en América latina y de los gobiernos progresistas.

En relación al alcance del impacto de los gobiernos progresistas en el mundo, podemos decir lo siguiente:

1. Los gobiernos progresistas de fines del siglo XX y principios del siglo XXI son una segunda generación de gobiernos nacionalistas y populistas, conllevando repercusiones sociales, políticas y culturales de importancia.

 

2. Se encuentran limitados, en sus alcances, como ocurrió con los gobiernos nacionalistas de la primera generación, debido a que no logran modificar el perfil dominante de la geopolítica del sistema-mundo capitalista. Están lejos de controlar las estructuras y las «lógicas» de la acumulación ampliada de capital.

 

 

3. Se puede decir que los gobiernos progresistas han logrado recuperar cierto control, por lo de más de importancia, de sus recursos naturales. Esto mejora los términos de intercambio, empero no los hace independientes; tanto en el sentido dado por los objetivos de la primera generación, esto es, los relativos a la sustitución de importaciones, así como en el sentido de que siguen siendo países dependientes del modelo extractivista colonial del capitalismo dependiente.

 

4. El avance del ciclo del capitalismo vigente hacia una dominancia a secas del capitalismo financiero, ha llevado al mundo a expandir desbordantemente el modelo extractivista, buscando resolver las crisis de acumulación de capital mediante la recurrencia exacerbada de la acumulación originaria de capital, por despojamiento y desposesión de recursos naturales y mano de obra barata. Esto es el retorno a formas del capitalismo salvaje, combinadas con formas del capitalismo cibernético. Esta dominancia capitalista, en cierto sentido «barroca», por sus composiciones combinadas y complementarias, no tanto desiguales, de la acumulación ampliada de capital, signada por la especulación financiera, ha empujado a las crisis de sobreproducción y financieras, a las crisis de las deudas externas, bancarias, fiscales, convirtiendo a los pueblos del mundo en los eternos deudores de un sistema financiero internacional vampiro, condenando a la muerte en vida a las grandes mayorías poblacionales del mundo.

 

 

5. La composición «técnica» de capital, que corresponde a la composición social del modo de producción capitalista, en su etapa actual, que corresponde al dominio casi absoluto de la ultra-burguesía, que controla el mundo, es la que corresponde a la articulación entre capital financiero y mega-empresas trasnacionales extractivistas. El perfil social de esta ultra-burguesía es la de una élite, extremadamente minoritaria, que ha alcanzado niveles despavoridos de derroche, de consumo, de lujo, acompañados por una insatisfacción compulsiva. Demográficamente, esta ultra-burguesía no llega a más que unos centenares de familias, que controlan el sistema financiero internacional y trece mega-empresas extractivistas trasnacionales.

 

6. Frente a este orden mundial, este imperio multinacional, esta geopolítica extractivista, este dominio y control del capital financiero, este dominio tecnológico-militar-cibernético-comunicacional, los Estado-nación subalternos son débiles, si es que no forman ya parte del orden mundial de dominación, contando con una división del «trabajo» de los poderes institucionalizados.

 

 

7. Son los pueblos del mundo, la internacional de los pueblos del mundo, los que pueden hacer frente a esta globalización privatizadora, a esta exacción especulativa financiera, a este dominio casi absoluto de la ultra-burguesía, dominio y control institucionalizados en el orbe. Son los pueblos del mundo los inmediatamente afectados, esquilmados y explotados, convertidos en despojo, por esta ultra-burguesía, monstruosamente distanciada de los mortales, los que pueden hacer frente y destruir el poder absoluto de esta oligarquía trasnacional.

 

Teniendo en cuenta estas consideraciones podemos pasar a responder la segunda pregunta; ¿de qué América Latina hablamos?

¿Es qué hay una América Latina? ¿Es qué hay varias Américas Latinas? ¿Bajo qué condiciones podemos hablar de América Latina o de Américas Latinas? Obviamente, en todo caso, «América Latina» de hoy, ya sea en clave singular o enclave heterogénea, no es la misma que la del siglo XIX y la del siglo XX. No se trata sólo de saber en qué ha cambiado, pues también han cambiado sus representaciones, sus imaginarios, sus formas de expresión. La emergencia de los pueblos indígenas desde 1994 hasta la fecha, desde el levantamiento zapatistas en la selva Lacandona hasta las resistencias de las comunidades a la expansión de la frontera agrícola, a la ampliación de la frontera extractivista, al incremento de las concesiones depredadoras mineras e hidrocarburíferas, tanto en la región de los Andes, como en la región amazónica y chaqueña, así como en la Patagonia, pasando por la movilización prolongada boliviana (2000-2005), ha derrumbado las representaciones homogéneas de América Latina.

Un perfil, harto explotado, de esas representaciones, corresponde a la narrativa romántica. Hablamos de una América Latina de la eterna rebelión; América Latina rebelde, turbulenta, en constante asonada. Otro perfil, menos difundido que el anterior, aunque de cierta antigüedad colonial, es el de subcontinente del «Dorado» o del «Potosí», de la riqueza a cielo abierto, a la mano. Tierra de aventureros y osados. Sobre esta narrativa, mas bien, colonial, se ha de asentar el imaginario de la modernidad o, si se quiere, los imaginarios de la modernidad; la modernidad barroca, la modernidad de la revolución industrial, la modernidad de la globalización. Hablamos de la América Latina del desarrollo, encaminada al desarrollo, de la América Latina de los Estado-nación. También la América Latina de los gobiernos nacionalistas, de los gobiernos populistas, de los gobiernos que amplían los derechos sociales y los alcances de la democracia formal. La continuidad de esta narrativa nacionalistas es la narrativa que se teje ahora como narrativa de los gobiernos progresistas.

Todos estos imaginarios, de alguna manera han compartido y disputado, a la vez espacios de influencia e irradiación. Unas narrativas han servido para impulsar proyectos de liberación nacional, incluso de profundización democrática; otras, en cambio, han servido para legitimar proyectos conservadores, de restauración oligárquica, incluso de dictaduras militares. La narrativa romántica ha sustentado, intermitentemente, proyectos guerrilleros de toda índole. Sin embargo, todas estas narrativas hacen a una América Latina sin indios. Las naciones y pueblos indígenas emergentes, las movilizaciones descolonizadoras, hablan de Abya Yala, no de «América Latina».

La «América Latina» de hoy corresponde a lo que llamaremos la narrativa de los «indígenas»; los ancestrales, resistentes, re-emergentes, actualizados, que devienen de la memoria larga; también los nuevos «indígenas», que aunque mestizos y criollos, «indígenas» urbanos, interpelan lo público y lo privado, interpelan al capital y al Estado. Demandan autogestión, recuperar lo común, la conformación de un mundo de comunidades autogestionarias. Son los jóvenes movilizados en las ciudades en la defensa de la madre tierra, en la defensa del agua como bien y derecho, movilizados por la democracia participativa, así también por el acceso directo a los bienes, como la gratuidad del transporte. Esto último ocurre ahora en las ciudades del Brasil. Estos nuevos «indígenas» recuperan el lugar, lo común, los territorios, como lo hacen los «indígenas» ancestrales. Ambas emergencias coinciden en el enfrentamiento contra la colonialidad, el capitalismo, el poder, la institucionalidad fosilizada.

Esta narrativa «indígena» corresponde al entusiasmo de las multitudes, de los movimientos sociales, de las comunidades, las ancestrales y las posibles. Si podemos caracterizar a esta narrativa, podríamos decir que se trata de una narrativa molecular. Una narrativa que compone distintas narraciones o, si se quiere, sub-narraciones; la narrativa de la defensa del agua, la narrativa de la tierra y los territorios, la narrativa de la madre tierra, la narrativa de la participación no representativa y no delegativa, tampoco «vanguardista». La narrativa de los cuerpos, de las pieles, de los erotismos emancipadores, de las estéticas transgresoras. Se trata de narrativas sin autores, sin «intelectuales»; narrativas colectivas. En vano buscar y encontrar a los «líderes», como hacen los medios de comunicación o los investigadores testimoniales. Cuando los encuentran lo que hacen es sacar del magma incandescente a un individuo, que al salir de su fluido, queda solitario, desarticulado de la fuerza social, convertido en un personaje mediático. Estos «lideres» pueden creer el cuento de los medios y de los investigadores, al hacerlo se convierten en «representantes», en dirigentes, que entran al juego ignominioso del poder.

Los medios y los investigadores están equivocados, los medios y los investigadores pertenecen a narrativas pasadas, en los mejor casos narrativas «heroicas», mejor dicho románticas; en el peor de los casos narrativas apologéticas de la institucionalidad, es decir, narrativas burocráticas y de propaganda. En todo caso, si usamos sus términos, los «personajes» son las multitudes, los movimientos, las comunidades. Estos colectivos apasionados, estas fuerzas en conjunción constante, componen las figuras de la alteridad.

Ante este estado de las fuerzas y de las expresiones, se observa que es anacrónico el esfuerzo propagandístico de los gobiernos progresistas por inventar mitos, al estilo de la narrativa romántica o al estilo de la narrativa nacionalista, al estilo de la narrativa de la soberanía. Estas narrativas no convocan, legitiman; estas narrativas no combaten, restauran. Estas narrativas no solamente pretenden disputar con las narrativas conservadoras de las oligarquías, sino, sobre todo, pretenden descalificar las narrativas «indígenas». En la «América latina», la Abya Yala emergente, la narrativa romántica y la narrativa nacionalista está más cerca de la narrativa conservadora, y muy lejos de la narrativa «indígena».

 

El discurso institucional progresista

Los apologistas y propagandistas, los voceros, de los gobiernos progresistas, dicen que la interpelación «indígena» – que a veces la nombran como «ultra-izquierda», otras veces, de manera poco ingeniosa, hablan señalando «resentidos» – coadyuva a la «derecha». Este es un argumento simplón. La «derecha» no necesita de ninguna «izquierda» para conspirar; se fortalece con los errores de los gobiernos, con las contradicciones gubernamentales, sobre todo con la repetición grotesca de las prácticas prebendales y clientelares de los gobiernos de «derecha». Si fuese el caso, si hubiese alguna «izquierda» despistada, que se alíe a la «derecha», aquélla ha dejado de ser contestataria para convertirse en una expresión conservadora. Esta «izquierda» habría confundido el papel, creyendo que se trata de acabar con el «tirano», olvidándose que lo que se enfrenta son estructuras de poder consolidadas. En todo caso, hay que comprender que el gobierno progresista sigue siendo progresista en la medida que se deja empujar por el torbellino social, profundizando las transformaciones. En cambio deja de ser progresista, en la medida que se toma en serio su rol, ser gobierno, forma de Estado, propugnando realismo y «pragmatismo». Por esta ruta se termina enfrentando al pueblo, a los movimientos sociales, que abrieron el camino para su asenso.

El gobierno progresista no es el fin, tampoco resume el «proceso» de cambio, menos lo concentra. Es sólo un medio provisional en el camino de las emancipaciones y liberaciones, múltiples y descolonizadoras. Los gobiernos «revolucionarios» del siglo XX tampoco eran ningún fin; sin embargo, se asumieron como tal, se creyeron ser el telos de la historia, adelantándose a la tesis tardía de Francis Fukuyama, que barnizó con la tintura del fin del la historia al Estado liberal. Esta tesis, esta posición teleológica y finalista, fue el comienzo del derrumbe de la «revolución». La «revolución» no puede subsistir sino continuando su tarea transformadora.

Lo mejor que les puede ocurrir a los «procesos» políticos en «América Latina» es que se fortalezca la interpelación y la movilización «indígena», lo mejor que les puede pasar es que se fortalezca la crítica y la interpelación participativa, pues la defensa de los «procesos» de cambio radica precisamente en la crítica, en la participación y en la movilización.

Los apologistas de los gobiernos progresistas creen que esta crítica y estas movilizaciones interpeladoras debilitan a los gobiernos en cuestión, a sus «líderes»; los apologistas confunden la defensa de los «procesos» con la defensa de los gobiernos progresistas. Nada más equivocado. Lo que hay que potenciar son los «procesos», no los gobiernos; lo que hay que fortalecer es la capacidad participativa y autogestionaria de las comunidades y de los movimientos, no a la imagen patriarcal de los «líderes». Actitud que delata la dependencia conservadora de los apologistas. El secreto de la continuidad de la «revolución» no está en los gobiernos, tampoco en los «lideres», que en todo caso son provisionales; el secreto está en la capacidad auto-determinativa de los pueblos, de las comunidades, de los movimientos sociales.

No se trata, de ninguna manera, de hacer caer a los gobiernos progresistas. Esta es la tesis de los gobernantes y sus ministros, basada en la desgastada «teoría» de la conspiración. Se trata de lograr espacios autogestionarios, espacios participativos de decisión, espacios de construcción colectiva, espacios que se amplifiquen, empujando las transformaciones como acciones colectivas y participativas, formando saberes constructivos de lo nuevo, basados en los saberes experimentados del activismo y de las luchas. Inhibir la potencia social, bajo el argumento que hay que defender al gobierno y cantar loas a los «lideres», es el más craso error reiterado. Al final los gobiernos progresistas se quedan sin pueblo que los defienda, abatidos por el desgaste de sus contradicciones y retrocesos; solitarios ante la contingencia demoledora de la trama política, protegidos por los fantasmas de sus ilusiones y su autoengaño. La única manera de contar con un pueblo dispuesto a pelear y defender el «proceso» es liberar su potencia social, su capacidad creativa, sus posibilidades críticas; la única manera de hacerlo es potenciando su autodeterminación.



[1] P onencia en el Seminario de Filosofía. Filosofía y Geopolítica. Encuentro de Estudiantes de Filosofía de Latino América. Organizado por Carrera de Filosofía-UMSA. MUSEF; La Paz, noviembre 2013.

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