A partir del acuartelamiento de la policía de Córdoba, la «crisis policial» replicó con desigual intensidad pero con tendencias a generalizarse en otras provincias, como Catamarca, San Juan, La Rioja, Río Negro, Neuquén. Fue precedida a su vez por el escándalo de la otra gran «narcopolicía» (junto con Córdoba), la de Santa Fe, que ahora […]
A partir del acuartelamiento de la policía de Córdoba, la «crisis policial» replicó con desigual intensidad pero con tendencias a generalizarse en otras provincias, como Catamarca, San Juan, La Rioja, Río Negro, Neuquén. Fue precedida a su vez por el escándalo de la otra gran «narcopolicía» (junto con Córdoba), la de Santa Fe, que ahora también se suma a la «protesta».
Esta «crisis» es un fracaso tanto de la política K de «seguridad democrática» como de las políticas de «mano dura» al estilo De La Sota.
Nos interesa analizar los elementos de crisis de la autoridad estatal que surgen de estos hechos, en primer lugar, y después algunos problemas de estrategia obrera que se desprenden de ellos.
Las policías son parte de la crisis de las administraciones provinciales, las cuales vienen aplicando hace rato «sintonía fina» contra los sueldos de estatales y docentes. Y aunque los gobernadores generalmente tienen bien pagada a la policía (además de que son los primeros en el cronograma de pagos), deben hacerlo dentro de los límites de presupuestos acotados, por los que los sueldos que cobran los policías por cumplir su función represiva son más o menos igual de bajos que los de estatales y docentes. Esto tiene una base estructural en las llamadas «contra-reformas» del Estado en los 90s. sintéticamente, centralizaron la recaudación y federalizaron los «servicios», como la educación, la salud y el «servicio de orden». Según algunos informes el 74% de la recaudación general se la lleva el Estado nacional y las provincias deben hacer frente con el resto. El «bonapartismo fiscal» de CFK, con caja abultada durante todos estos años, y que lograba la disciplina de los gobernadores, tenía también esta base: ¡gracias Menem, fuerza Cristina!
En esto estaba la base de la creciente ligazón de la policía con el «gran delito», en especial con el crecimiento del narcotráfico, complejizando la cuestión. La «mano de obra» para estos negocios la obtienen de la pobreza estructural legada por neoliberalismo y sostenida en estos años. A medida que aumenta la descomposición de estas fuerzas, se amplían las fuentes de «ingresos extra» de sus integrantes, hasta que salta la ficha y empieza la mala racha, hasta que se normalicen las «relaciones comerciales» otra vez. Cuando se pasaron de rosca en los negocios en Córdoba saltó el escándalo y se convirtió en una crisis política y judicial. Se bloquearon los negocios extras de los que se obtenía el «plusvalor» de las distintas escalas de la fuerza, e inmediatamente saltó el reclamo «salarial». Si me prohíben hacer el negocio, entonces ¡aumento ya!
Pero más allá de estos elementos «económicos», está la cuestión política. Las policías provinciales se han transformado en elementos indispensables para mantener la política de segregación de los jóvenes de las más grandes, populosas y pobres barriadas. Citamos tres casos que conocemos bastante bien: Córdoba, Neuquén y Bariloche, donde la policía actúa como un permanente retén que «devuelve» los pibes al barrio, cada vez que se acercan al centro, mientras en los barrios, tiene «licencia para matar» (la reciente condena al policía Claudio Salas en el caso de Brian Hernández en Neuquén constituye un límite a este accionar, que se consiguió con lucha y movilización).
En estos motines, entonces, hay también una cuestión política, que tiene que ver con esto que decíamos antes y que ya ocurrió con la protesta de prefectos y gendarmes. Si los gobiernos les dan «plenos poderes» en el subsuelo de los barrios, los represores consideran que eso debe ser igualmente reconocido en la superficie de la política. En algunos casos, según el nivel de descomposición, los policías reclaman algún tipo de «prestigio social» y en otros solamente ser reconocidos como un gran «grupo de presión». Pero el sentido del «reclamo» es el mismo.
Este problema, que en el lenguaje del «progresismo» se denomina como «de la subordinación de las policías al poder político», se torna estratégicamente un punto de fuga muy importante del régimen político. Básicamente porque la tropa «propia» del Estado no es un cuerpo armado orgulloso de su cohesión y rol social, sino una banda de lúmpenes que primero exige la plata y después sale a reprimir, igual que los antiguos condottieri, es decir como un ejército mercenario.
Y en este punto, la «policialización» de la Gendarmería operada por el kirchnerismo, no resolvió para nada el problema desde el punto de vista burgués. Pensada como una Guardia Nacional, que va a reprimir ahí donde hace falta cuando la policía ya fue superada por los manifestantes, la Gendarmería puede reemplazar (o complementar) a la bonaerense o la Federal en algunos barrios, pero no puede hacer lo mismo con todas las policías provinciales. Si una situación como la Córdoba se diera en tres o cuatro provincias simultáneamente, simplemente el Estado no tendría forma de hacerle frente…
…salvo oponiendo a los «vecinos» (trabajadores y de «clase media») contra los «negros».
Y ahí empieza el problema de estrategia obrera clave que tenemos que pensar a partir de estos hechos. La relación de fuerzas general le pone límites a los motines y la «forma» expresa en algunos casos (como en su momento las protestas de gendarmes y prefectos), el «homenaje» (entre muchas comillas) al movimiento obrero. Se expresan más como «vandorismo policial» que como «Navarrazo» (aunque la evolución de una cosa a otra puede tener límites difusos, sobre todo si la corporación tiene a su disposición los fierros).
Estos límites hacen que a pesar del «resultado» de estos motines que generan una «coyuntura reaccionaria» porque fortalecen a la policía y enfrentan a los trabajadores con los «saqueadores», puedan surgir contratendencias como la de los estatales cordobeses que aprovecharon para reclamar después de que De La Sota arregló con la policía.
Pero, más allá de que es complemente legítimo que las organizaciones sindicales aprovechen el debilitamiento del gobernador para salir a hacer sus reclamos, precisamente ese rol «sindicalista» del movimiento obrero es el que no permite que juegue un rol «hegemónico», es decir que se proponga dirigir al pueblo, como planteábamos acá.
Los organizaciones obreras reclamando sectorialmente en medio de una terrible crisis social no pueden dar una salida al conjunto del pueblo. Las «fuerzas elementales» del «barrio», sin una orientación clara tampoco pueden hacerlo y mucho menos ganarse a los sectores medios «progres», cuyo progresismo disminuye considerablemente ante situaciones como los saqueos.
En este sentido, cuando tomamos el ejemplo que en pequeña escala marcaron la vanguardia y los sindicatos neuquinos al parar en repudio al asesinato de Willy Gutiérrez, estamos planteado que sin la intervención de la clase trabajadora con sus métodos y con una política tendiente a soldar la unidad obrero-popular, la «crisis» de la autoridad estatal se resuelve con un reforzamiento de las tendencias reaccionarias.
En la izquierda se abren dos alternativas. Una, que considera trabajadores a los policías y ve con buenos ojos su «sindicalización» (desconociendo que crear sindicatos de policías sería generar una nueva estructura al servicio de los poderes mafiosos) y otra, más fiel al programa del Frente de Izquierda: la que sostiene que frente a la descomposición del aparato represivo y la crisis del Estado, los trabajadores deben soldar una alianza con los pobres de las grandes barriadas, traccionando a un sector de las «clases medias», para vencer a los capitalistas y su estado.
Blog del autor: http://losgalosdeasterix.blogspot.com.ar/
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