A dos años del inicio de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador, resulta necesario discutir si el reclamo distributivo, central en las consignas del gobierno, está ya en marcha o sigue siendo una promesa.
«Por el bien de todos, primero los pobres». Con ese lema, las campañas presidenciales de Andrés Manuel López Obrador reconocieron desde un inicio la necesidad de situar al centro de la acción del gobierno el bienestar de las personas excluidas del proceso de crecimiento de la economía mexicana.
Entre 1992 y 2018, el Producto Interno Bruto por habitante pasó de 15,573 a 19,992 dólares internacionales anuales. Aunque no es un crecimiento espectacular, la expansión de recursos debió reflejare en una reducción en el porcentaje de la población en la pobreza. Sin embargo, el porcentaje de la población en dicha situación se mantuvo casi constante en el periodo: mientras en 1992 el 53% de la población vivía en pobreza, en 2018 representaba el 48.8% del total.
Al centro de esta relación entre crecimiento mediocre y persistencia de altas tasas de pobreza se encuentra la distribución de recursos entre los miembros de la sociedad mexicana. El arreglo distributivo se traduce a que, antes de impuestos y transferencias, una persona que forma parte del top 1% de ingresos en México recibe, en promedio, un ingreso equivalente al de 160 personas que provienen de la mitad de la población con menores ingresos.
Esta concentración del ingreso en unas cuantas manos es el correlato de una sociedad en donde solo uno de cada dos de quienes nacen en el fondo de la escala social abandonan esa posición, mientras que la mitad de quienes nacen en el 25% más alto se mantiene ahí al alcanzar la vida adulta. Dicho de otra forma, la mexicana es una sociedad en donde el origen determina el destino, a tal grado que al menos la mitad de la desigualdad de ingresos se debe a diferencias en las condiciones de arranque de las personas.
En un escenario así, resulta natural el atractivo de una plataforma política que consistentemente ha situado al centro de su narrativa la inclusión de las personas excluidas. A dos años del inicio de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador, es necesario analizar si ese reclamo distributivo presente en las consignas se trasladó a la acción del gobierno federal.
Límites autoimpuestos
Al momento de volverse gobierno, el ímpetu redistributivo presente en las consignas de campaña de López Obrador quedó aprisionado por el marco de política macroeconómica adoptado. Este marco consiste en tres pilares: el sostenimiento de un balance fiscal en equilibrio o incluso superavitario, el no incremento o introducción de nuevos impuestos y la garantía de recursos para asegurar la viabilidad financiera de Petróleos Mexicanos (PEMEX).
En su conjunto, los tres limitan no solo la cantidad de recursos que el gobierno puede destinar a una agenda redistributiva; también limitan los instrumentos disponibles para esa agenda y su financiamiento. Pero, además, atan de manos a la política económica ante cualquier choque externo que afecte a los ingresos tributarios o que vuelva más costoso el sostenimiento financiero de la paraestatal.
Al desaparecer del menú de herramientas redistributivas una modificación al sistema tributario, la única herramienta disponible se vuelve el gasto público y las transferencias monetarias y no monetarias. Sin embargo, el tamaño y el alcance de éstas se encuentra limitado por el monto de recursos disponibles para financiarles.
Dado el énfasis en mantener un presupuesto público balanceado, los recursos para ampliar la escala de los programas y servicios públicos deben provenir necesariamente de rubros de gobierno o de mejoras en la eficiencia con que se recaudan impuestos. Ambos elementos tienen un límite y, en el caso de la reasignación de recursos, eventualmente puede comprometer la capacidad de acción del Estado en otras áreas prioritarias. A ello hay que sumar que el tipo y magnitud de transferencias deben ser capaces de contrarrestar cualquier efecto regresivo generado por el sistema recaudatorio, lo cual supone de entrada un esfuerzo no trivial, dado que el actual gasto no es del todo progresivo. Al menos, si lo que se busca es que la acción de gobierno beneficie más a quien más lo necesita; es decir, si se busca poner primero a los pobres.
A estas restricciones, impuestas por las otras prioridades de política de la autonombrada Cuarta Transformación, hay que agregar la visión del obradorismo sobre la política social. Dicha visión, representada en la insistencia en que «ya no hay intermediarios», se centra en la necesidad de que exista una vinculación directa entre el Estado y el beneficiario de sus políticas.
Esta conceptualización de la política social acota el universo de posibles instrumentos a aquellos en donde es claro para el beneficiario que los recursos provienen del Estado. Es decir, descarta aquellos instrumentos que subsidian la oferta por privados de bienes o servicios considerados dentro de los programas de transferencias no monetarias. Esto se vuelve problemático cuando la oferta pública de dichos servicios es inexistente y a los subsidios se les remplaza por transferencias monetarias para que las personas acudan a mercados privados para adquirirles. En lugar de atenuar la exclusión en el acceso a esos bienes y servicios, termina acentuándose ante la escasez de oferta privada a un precio accesible para los beneficiarios.
Redistribuir dentro del mercado
De este conjunto de restricciones emana una política redistributiva caracterizada por tres grandes elementos. El primero de ellos es un esfuerzo sustancial en modificar la forma en que se distribuyen los recursos al interior de los mercados, particularmente en el mercado laboral, para hacer dicha distribución de recursos más igualitaria. El segundo pilar es una política social enfocada a facilitar la inserción al mercado laboral o a proveer recursos monetarios para quien no puede participar en él. Y en tercera instancia, la construcción legal de sistemas públicos de provisión de servicios, sin que exista un acompañamiento presupuestal que les haga efectivos.
La centralidad del mercado laboral dentro de la estrategia del actual gobierno puede observarse en el número y magnitud de cambios institucionales que han tenido lugar en los últimos dos años. Estos cambios no solo conciernen a la regulación del sector, sino a la forma de operar de las instituciones ya existentes, como es el salario mínimo. En la práctica, esto se ha traducido en reformas de las regulaciones en dicho mercado en lo concerniente a esquemas de contratación, resolución de conflictos laborales, mecanismos de representación, libertad de acción sindical. A la par, se ha incrementado el salario mínimo general de forma sustancial, buscando garantizar que dicho ingreso logre sostener a una familia por encima de la línea de pobreza empleada oficialmente en México.
El fortalecimiento de la posición del trabajador dentro del mercado laboral permitiría reducir la desigualdad que se produce al interior de este. Ello reduce la magnitud de cambios tributarios y de transferencias necesarios para llegar a un menor nivel de desigualdad. Es decir, permite al gobierno reducir la desigualdad sin intervenir directamente en la distribución de recursos.
Esto implica que, más que la política social, el principal instrumento redistributivo del gobierno es la política laboral, en la que se incluye la política de salarios mínimos. Dentro del esquema obradorista, una ventaja de esta aproximación es que permite tanto disminuir la desigualdad como mantener un balance presupuestal y sostener a PEMEX sin cambiar la estructura tributaria.
En ese marco, la política social cumpliría principalmente dos objetivos: permitir la inserción al mercado laboral de quienes hasta ese momento han sido excluidos y proveer de un ingreso mínimo para quienes, por distintos motivos, ya no pueden participar.
Los programas insignia para cada uno de estos objetivos son «Jóvenes Construyendo el Futuro» y la Pensión para Adultos Mayores. En el primer caso, se trata de un programa que subsidia los costos laborales de aquellas empresas que contraten a los jóvenes beneficiarios del programa por un plazo de un año. La idea es proveer a los jóvenes de experiencia relevante en el mercado laboral, ya sea para que se empleen en la entidad en donde les ubica el programa o bien que puedan encontrar un mejor empleo. El segundo programa es una pensión no contributiva de carácter universal para las personas de más de 68 años.
A estas medidas habría que sumar la aprobación de una serie de cambios legales que implicarían la creación de sistemas públicos universales o cuasi universales para la provisión de servicios básicos. Es decir, sistemas que implicarían la expansión de las transferencias no monetarias actualmente realizadas por el Estado. En los hechos, sin embargo, dadas las restricciones señaladas, la asignación de recursos a estos proyectos está lejos de ser suficiente para alcanzar su pretendida universalidad.
Por ejemplo, a finales de 2019 se creó el Instituto Nacional de Salud para el Bienestar, con el objetivo de atender a la población que no tiene acceso a los sistemas de salud ligados a empleos formales. Dado que en México cerca de la mitad de la población se encuentra en esta situación, esto supondría la creación de lo que sería el puntal de un sistema nacional de salud de carácter único. Sin embargo, dada la ausencia de cambios sustanciales en la política tributaria, el financiamiento a este sistema resulta insuficiente para sus objetivos.
En la práctica, lo que legalmente supondría un cambio radical en la provisión de servicios de salud y del esquema de seguridad social en México, se transformó en un cambio de nombre de instituciones del sector. La reciente aprobación de un sistema nacional de cuidados parece encaminada a seguir el mismo destino: cambios legales importantes que terminan sin impacto real dada la falta de presupuesto para su desarrollo completo. En este segundo caso, con el efecto de no lograr eliminar una barrera a la entrada de mujeres al mercado laboral.
La pandemia o los límites de la estrategia
De estos elementos, solo los incrementos del salario mínimo, la política social y la creación del INSABI ya se encontraban en funcionamiento al momento de iniciar la pandemia. Como muestra la línea verde de la gráfica 1, a lo largo de 2019 ocurrió un mejoramiento en el ingreso laboral de toda la población mexicana.
La pandemia, sin embargo, hizo evidente el rol secundario que la política redistributiva juega dentro del marco de política económica del gobierno de la Cuarta Transformación. Ante la caída de ingresos públicos derivada de crisis económica causada por la pandemia, el gobierno optó por recortar el gasto en distintas áreas del gobierno antes que abandonar alguno de los tres objetivos mencionados.
Sin embargo, este mejoramiento no puso en primer lugar a los hogares más pobres, sino que benefició en mayor medida a quienes se encontraban en la parte superior de la distribución de ingreso laboral per capita del hogar. Es decir, el efecto de la política salarial, si bien fue positivo para los más pobres, no fue suficiente para revertir un patrón de crecimiento que beneficia más a quien más arriba de la distribución se encuentra.
Así, por ejemplo, la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, encargada de la implementación de la serie de reformas del mercado de trabajo mexicano, sufrió un recorte de 20% en su presupuesto para 2021 respecto a 2020. Vale la pena considerar que es justo en 2021 en donde la nueva regulación entra en vigor, por lo que se requerirá de una mayor capacidad de supervisión y, por tanto, de recursos adicionales para asegurar que los efectos redistributivos ocurran. De no contarse con una capacidad de vigilancia suficiente, es posible que las ganancias distributivas que esas reformas podrían tener no se materialicen, al no aplicarse el nuevo marco regulatorio.
Como muestra la línea roja de la gráfica 1, la contracción de ingresos que trajo consigo la pandemia afectó primordialmente a los miembros de los hogares más pobres. Ante ello, la respuesta del gobierno en términos de política social fue sumamente limitada, en buena medida por la negativa a abandonar el objetivo de no caer en un déficit público.
En su mayoría, consistió en el mantenimiento de los programas ya existentes, así como en el adelanto de la entrega de varios apoyos. A ello se sumó una serie de microcréditos para empresarios de pequeñas y medianas empresas. No es claro tampoco que haya ocurrido una expansión en la población cubierta por los programas preexistentes, en tanto que el instrumento usado para identificar a los posibles beneficiarios es poco transparente en su funcionamiento.
Para inicios de año, solo el 35% de los hogares en México tenían algún tipo de apoyo de uno de los tres órdenes de gobierno, lo que limitaría la capacidad de la política social de amortiguar la magnitud de la crisis sin una ampliación sustancial en el gasto.
De nuevo, vale la pena recalcar que esta crisis está afectando primordialmente a los hogares de menor ingreso, como muestra la gráfica 1. En su forma actual, la política redistributiva del obradorismo difícilmente será capaz de revertir los efectos desigualadores de la pandemia, y mucho menos de reducir la alta y persistente desigualdad en México. Los dos puntales, que son el compromiso de no cambiar la estructura tributaria en un sentido progresivo y garantizar a toda costa la viabilidad financiera de PEMEX en su forma actual, implican una restricción presupuestaria que, inexorablemente, echa por tierra cualquier capacidad redistributiva del Estado de índole sustancial.
Mientras esos dos principios sigan siendo el corazón de la política económica, reducir la desigualdad en México será un objetivo de orden muy secundario, tal y como sucedió en gobiernos anteriores.
Luis Monroy-Gómez-Franco. Candidato a Doctor en Economía por Graduate Center University de Nueva York (CUNY).
Fuente: https://jacobinlat.com/2020/12/02/primero-los-pobres-a-dos-anos-de-la-asuncion-de-amlo/