Presentación del libro el próximo 28 de enero en Barcelona. A las 18.30, calle Calàbria, 66 (metro L1, parada Rocafort)
Dos siglos largos de industrialismo capitalista han transformado radicalmente el metabolismo de las sociedades humanas. La especie humana vivió hasta la revolución industrial a expensas de la energía solar para alimentarse, calentarse y producir los objetos necesarios para vivir. La fotosíntesis era el gran milagro que hacía posible su existencia sobre la Tierra -y lo sigue siendo-. Mientras duró esta prolongada fase de su historia, la humanidad tuvo un impacto limitado sobre el medio ambiente natural. Sus técnicas eran sencillas, con escasa capacidad para transformar ese medio. No obstante, el dominio del fuego, en los tiempos lejanos del Paleolítico, le proporcionó ya un arma temible con la que produjo alteraciones importantes en la biosfera, especialmente la deforestación de grandes extensiones, que señalaban a aquel recién invitado al festín de la vida como un intruso peligroso. Resultó, en efecto, un invitado destructivo para la biosfera y las otras especies vegetales y animales que contenía, pero también para sí mismo. La creativa imaginación humana resultó una novedad dañina en la compleja trama de la vida trabajosamente construida durante millones de años de evolución.
La revolución industrial iniciada a finales del siglo XVIII en Europa occidental supuso un cambio cualitativo. La humanidad dejó de contentarse con la economía circular de la naturaleza, basada en la fotosíntesis y movida por la energía solar, y empezó a explotar la corteza terrestre al darse cuenta de que contenía cantidades enormes de combustibles y una variedad ingente de materiales, antes desconocidos, que permitían desplegar un mundo de objetos artificiales sin parangón con nada de lo conocido anteriormente. La economía circular -en la que los materiales circulan sin cesar movidos por una energía sin fin, reciclándose sus residuos como recursos para volver a empezar- dejó paso a la producción de residuos contaminantes en una superficie terrestre finita, cuyos tesoros empezaron a ser consumidos con voracidad. De entrada esos recursos parecieron infinitos e inacabables, hasta que, con el tiempo y con el crecimiento de la población humana, se empezó a percibir su agotabilidad.
Todo esto fue posible porque desde el siglo XVI había tenido lugar lo que se conoce como revolución científica, que había aportado conocimientos nuevos y métodos eficaces para ampliar el alcance de la intervención humana. Y a la vez porque se impuso un sistema económico, el capitalismo, cuya dinámica expansiva empuja al dominio creciente e incesante de todos los recursos de la Tierra y a la explotación y alienación del trabajo humano al servicio de la acumulación de dinero en pocas manos.
Hoy estamos despertando del sueño. Pese a las mejoras indudables aportadas por la modernidad tanto en lo material como en lo espiritual, vemos con inquietud creciente un aumento de las injusticias, violencias y desigualdades y un planeta devastado por la ambición humana. Desde hace unas pocas décadas el sueño ilustrado retrocede ante un escepticismo relativista. La confianza en la capacidad de mejora de la condición humana cede ante el cinismo postmoderno. Los experimentos sociales del siglo XX que pretendieron mejorar el mundo fracasaron, arrastrando muchas ilusiones. Fascismo y estalinismo revelaron que la modernidad era capaz de engendrar monstruos, y se llevaron por delante muchas ilusiones de progreso social. Pero esto no explica todo el cambio de clima espiritual a que estamos asistiendo. El socialismo fracasó como proyecto liberador, y a la derrota militar del fascismo siguió un capitalismo globalizado que, pese a la buena prensa de que aún goza en muchos ambientes, está resultando una catástrofe para la especie humana y para la vida sobre la Tierra. Con este capitalismo se han desatado tendencias perversas que desbordan todos los límites de una vida humana equilibrada y conducen a una agresión global contra la biosfera y a unas relaciones humanas basadas en la rivalidad e insolidaridad generalizadas. Las desigualdades crecen desmesuradamente. Las tensiones bélicas no amainan y se vuelven más peligrosas que nunca, dada la potencia destructora de las técnicas armamentísticas. Tras la segunda guerra mundial, el sueño europeo de una era de paz y equidad próspera pareció viable durante dos o tres décadas (a condición de cerrar los ojos a lo que estaba ocurriendo en el Sur del planeta, que se resume en una ofensiva neocolonialista de gran envergadura). Pero la prosperidad europea estaba también pervertida por un programa destinado a asegurar el predominio indiscutido de un orden socioeconómico basado en el poder del gran capital y orientado a su acumulación indefinida, a cualquier precio. El precio humano ha sido mucho más gravoso y destructivo de lo que percibe una opinión pública manipulada. La retórica a favor de la libertad coexiste fuera de Europa con dictaduras y tiranías de todo tipo y en Europa con la aceptación de un neofascismo rampante y con el cierre de las fronteras a los fugitivos del hambre y la guerra. La ideología imperante es un pseudoliberalismo liberticida interesado exclusivamente en garantizar las ganancias del gran capital y la concentración de poder en manos de una oligarquía sin consideración alguna por la seguridad y la dignidad de las personas. Se trata de una ideología que santifica una carrera absurda hacia la nada, que estimula el consumo por el consumo, con independencia del sentido de este consumo. Esto dibuja un panorama desolador, amenazante y angustioso. Que millones de jóvenes lleguen cada año a la edad adulta sin saber qué espera de ellos la sociedad y qué les ofrece, es una señal inequívoca de fracaso colectivo. No es de extrañar que abunden las conductas antisociales, la evasión y la desesperanza, y que no haya propuestas colectivas estimulantes.
¿Por qué, en tal situación, no aparecen proyectos alternativos de sociedad? Porque, como se ha dicho, otros proyectos anteriores fracasaron y porque la dominación espiritual de los poderosos se impone. Pero también porque hay una compleja estructura de interdependencias difícil de transformar en un punto cualquiera sin afectar a muchos otros puntos: de ahí el inmovilismo imperante y la desazón de quienes desearían cambiar, o comprenden que sería ventajoso hacerlo, pero se sienten atrapados en la telaraña paralizante de la globalización. El postmodernismo se puede interpretar como la reacción de la zorra de la fábula que no puede dar alcance a las uvas y se convence de que están verdes. Durante tres siglos hemos alimentado el fuego de Prometeo con una abundancia de combustible que nos parecía inacabable. El agotamiento de las fuentes fósiles de energía va a dejar pronto un rescoldo de cenizas donde ardió el fuego prometeico. Y de entre los males que se escaparon del cofre de Pandora, tres de ellos, la Desmesura, el Afán de Lucro y la Ambición de Poder, han crecido cancerosamente y se han apoderado del mundo. Las promesas de mejora se han transmutado en guerras, tsunamis financieros, amenazas ecológicas y desigualdades crecientes que generan malestar e indignación. Pero, como dice Axel Honneth, «a esta indignación masiva parece faltarle aquel sentido normativo orientador, aquel olfato histórico para el objetivo de una crítica, de modo que la indignación queda extrañamente muda y vuelta hacia sí misma; es como si al malestar reinante le faltara la capacidad de pensar más allá de lo que existe y de imaginar un estado social más allá del capitalismo». [1] En efecto, la indignación no se traduce en proyectos de cambios más allá del capitalismo, lo cual nos deja peligrosamente desarmados ante unos riesgos que, como se argumenta en estas páginas, son una amenaza grave. Hace falta imaginar una alternativa democrática ecológicamente consciente, un ecosocialismo. Sin una alternativa de este tipo, los riesgos de colapso se vuelven más peligrosos, al faltar una guía para reconstruir la sociedad o reorientar sus pasos. El texto que el lector tiene entre las manos se atreve a proponer no sólo salidas genéricas en la línea de una democracia ecosocialista, sino también medidas más específicas para hacer frente a los peligros de colapso y, en particular, al peligro más inmediato: el agotamiento de las fuentes energéticas que sostienen la vida humana hoy.
Desde hace poco hemos empezado a darnos cuenta de la tragedia hacia la que nos encaminamos. En 2002 el Premio Nobel de química Paul Crutzen inventó el término Antropoceno para indicar que la Tierra ha sido transformada por la especie humana hasta tal punto que se puede considerar que hemos entrado en una nueva era geológica, posterior al Holoceno, marcada por el hombre como nuevo agente geológico. El cambio climático de origen antrópico es el síntoma más conocido de ello, pero hay otros. Por ejemplo, según estimaciones hechas a finales del siglo XX, los minerales extraídos de la superficie terrestre y del subsuelo, incluidos la sobrecarga desechable y los combustibles fósiles, representan una cantidad que multiplica por un factor de entre 3 y 6 la cantidad de sedimentos movidos cada año por todos los ríos del mundo. Estas cifras dan una medida del poder alcanzado por la humanidad en su relación con el planeta.
El capitalismo lleva al paroxismo los rasgos humanos de desmesura, ambición de poder y afán de lucro, y los combina con una técnica muy poderosa, dando como resultado la enorme afectación de la biosfera a la que asistimos. En muchas sociedades anteriores los rasgos morales mencionados han existido también, a veces muy exagerados, pero coexistiendo con sistemas de valores éticos que trataban de refrenarlos para reducir su capacidad para destruir la convivencia social. Bajo el capitalismo estos rasgos no sólo no se refrenan, sino que se celebran. La costumbre y las leyes, por ejemplo, aceptan que un inversor cierre empresas viables, que dan beneficios, arruinando las vidas de cientos o miles de personas asalariadas que trabajan en ellas si en otro negocio puede obtener mayores beneficios invirtiendo en él su capital. El afán de lucro, pues, en el capitalismo no sólo no se considera una lacra moral, sino que, por el contrario, se celebra como una virtud que acrecienta la riqueza -en realidad, la riqueza de unos pocos en detrimento del bienestar y la dignidad de otros muchos-. El capitalismo es un sistema necrófilo que antepone un valor abstracto -el valor de cambio, cuantificable, de las mercancías- a las personas y a la preservación de la vida.
Sabemos cada vez mejor que, de no ser corregida, la evolución económica y ecológica de la humanidad, guiada por la lógica acumulativa del capitalismo, conduce a un callejón sin salida. Sabemos que los recursos del planeta Tierra que hacen posible la vida humana son limitados y que también lo es la capacidad de absorber los residuos de las actividades humanas; y sin embargo, prosigue una dinámica que nos lleva inexorablemente hacia la degradación de esos recursos, su sobreexplotación y su agotamiento. Este conocimiento queda confinado en centros de investigación, universidades, publicaciones de escasa difusión, medios ecologistas o alternativos, es decir, en entornos minoritarios, aunque últimamente está difundiéndose con rapidez, sobre todo con las denuncias del cambio climático. Mientras tanto, quienes toman las grandes decisiones económicas y políticas -y, por eso mismo, señalan a la inmensa mayoría la ruta a seguir- actúan como si el conocimiento de los límites no existiera, como si fuera una esotérica especulación de cuatro locos con visiones apocalípticas. Y además consiguen que este conocimiento no llegue a la gran mayoría, gracias, entre otras cosas, a la manipulación de los medios de difusión de masas.
El libro que el lector tiene entre las manos quiere trazar brevemente el itinerario que ha conducido a la actual situación de peligro, a un metabolismo social insostenible que amenaza con catástrofes considerables. Y quiere difundir el conocimiento de los límites. Este libro es un fruto del miedo. No me avergüenza confesar miedo, que al fin y al cabo es una respuesta adaptativa que nos ayuda, a todos los animales, a detectar el peligro y tensar nuestra capacidad de respuesta frente a él. Lo malo no es tener miedo, sino dejarse paralizar por él. Por eso acepto el consejo de Honneth de superar la desconexión entre indignación y respuesta activa, entre malestar y protesta. Mi respuesta, como la de este autor, es la democracia, una democracia social o socialismo, este ideal dado por muerto y enterrado, superado y obsoleto, por el neoliberalismo triunfante. Los fracasos de este ideal en el siglo XX no han conseguido liquidar el afán de igualdad, justicia y libertad que surge una y otra vez en muchos rincones del planeta donde se lucha contra los abusos del poder de estado y contra el big business; contra la deforestación y la gran minería que destruye ecosistemas vitales para sus habitantes; contra el acaparamiento de tierras que deja a miles de campesinos sin medios de subsistencia; contra la especulación con la vivienda que expulsa a la gente de sus casas; contra las condiciones laborales que dejan a los trabajadores desarmados ante la explotación; contra los abusos financieros; contra la discriminación de la mujer que se añade a otras violaciones de sus derechos; contra los atropellos y la prepotencia, en general, de los amos de la tierra y del capital. Es el ideal indestructible de la igualdad de todos los seres humanos, un ideal que no muere, sino que se extiende y se amplifica. Mujeres y seres humanos de piel oscura dicen basta y reclaman reconocimiento. Se rechazan las discriminaciones en todas sus formas. La desigualdad existe y aumenta, sí, pero casi nadie se atreve a defender su legitimidad: ahí comienza su derrota.
Los abusos sociales del gran capital se suman a la destrucción de la biosfera. Por eso la lucha contra esos abusos y por la justicia es hoy una lucha por la biosfera, por la vida, por la supervivencia nuestra como especie y por la civilización. En esta lucha revive el viejo grito de «socialismo o barbarie». Pese a las grandes dificultades que tiene esta lucha, pongo mi esperanza -de un modo que puede parecer paradójico-en los riesgos de colapso que el propio capitalismo depredador impulsa sin cesar. Entre estos riesgos destaca por su inmediatez en el tiempo el agotamiento de las energías fósiles y el uranio que mueven el mundo entero. Nuestra dependencia de esas energías, finitas y agotables, es tan enorme que su escasez provocará por fuerza desorganizaciones sociales graves, a menos que las sociedades hayan acometido a tiempo la inevitable transición a las fuentes renovables de energía. En este sentido, la escasez de energía es un reto que puede desencallar la parálisis y empujarnos a reaccionar. Sólo con la transición energética, como primer paso de una serie de transformaciones metabólicas, podrá evitarse el colapso, a condición de que esté culminada, o muy avanzada, cuando la escasez de petróleo y otras fuentes fósiles empiece a dejarse sentir sin remedio. Por eso, la transición energética a fuentes renovables se nos presenta como una ocasión privilegiada para acumular fuerzas y dar un vuelco político al callejón sin aparente salida en que estamos. Como se explica en el texto, esta transición debería acompañarse con cambios en la industria y en las actividades agroalimentarias, y otras transformaciones en la organización territorial, en la investigación científica y técnica, en los estilos de vida y, por supuesto, en la cultura y los valores que guían nuestras conductas. Sin estos cambios no se detiene la carrera hacia el abismo. El metabolismo imperante es insostenible y deberá ser transformado radicalmente, quiérase o no, para que pueda pervivir la humanidad. Esto puede acabar con muchas rutinas y abrir una nueva época más prometedora.
Se estima que el agotamiento conjunto de carbón, petróleo, gas y uranio tendrá lugar en la segunda mitad de este siglo, y la escasez dejará sentirse antes. Mientras tanto, los primeros pasos de la transición energética -que ya ha empezado- son demasiado lentos para llegar a tiempo. Por esto propongo un plan de choque que movilice a la ciudadanía y comprometa a las administraciones y los gobiernos a adoptar medidas intervencionistas urgentes. Sin ellas será imposible resolver el problema. Hará falta una movilización masiva de la ciudadanía y una planificación pública, para substituir la lenta reacción del mercado, con una orientación de las inversiones deliberada y urgente. El socialismo, mejor preparado, en principio, para estas políticas, reaparecerá como alternativa viable en el horizonte político. Pero deberá soltar el lastre de muchos de sus prejuicios pasados y comprender que la tarea prioritaria del momento es la transición energética como primer paso de la transición metabólica, para ser capaz de disputar la hegemonía al poder existente.
Hay otra razón para pensar que el socialismo -alguna forma de socialismo, con rasgos específicos nuevos- tiene futuro: la crisis ecológica, y la escasez de recursos que anuncia, harán imposible el crecimiento económico. La humanidad ya ha superado, desde el decenio de 1960, los límites de la sostenibilidad de la biosfera. Es necesario detener el crecimiento y hasta revertirlo, adoptando medidas de decrecimiento destinadas a disminuir la magnitud de la economía mundial. El capitalismo no puede sobrevivir en el marco -inevitable- de una economía estacionaria o sin crecimiento, y deberá dejar paso a otro modelo socioeconómico. Ahí también el socialismo tendrá una oportunidad, aun admitiendo que no hay ninguna ley histórica que garantice que algún tipo de socialismo sucederá al capitalismo. Pues puede ocurrir que le sucedan formas autoritarias, «ecofascistas», que organicen la escasez al servicio de minorías oligárquicas. No habrá salida socialista si no hay lucha y acción deliberada.
Pero para eso hay que sacar las lecciones de las experiencias del siglo XX. El socialismo del próximo futuro debe abandonar la idea de que el industrialismo es la base productiva, la herencia, de la cual partir. Al contrario, un socialismo del siglo XXI deberá superar o reabsorber la fractura metabólica del capitalismo industrial -es decir, la ruptura del metabolismo «circular» de la naturaleza, en que los residuos de unos procesos se convierten en recursos para otros procesos-y construir el nuevo orden social democrático y solidario sobre la base de una economía circular y un metabolismo sano con el medio natural. Esto supondrá renunciar al despilfarro de recursos y a la contaminación masiva inducidos por la economía expansiva depredadora que se ha desarrollado durante el último siglo. Se quiera o no, tendrá lugar un decrecimiento económico, una reducción de la huella ecológica hasta niveles de sostenibilidad; de no ocurrir esta reducción, el colapso será inevitable. Lo que deberán hacer quienes aspiren a la justicia y a la civilización no es oponerse a quienes proponen gobernar el decrecimiento, sino aceptarlo para que resulte socialmente aceptable y convertirlo en una oportunidad para construir una organización económica ecológicamente viable, que respete la naturaleza y establezca con ella una dinámica de cooperación y no de sometimiento. La nueva sociedad deberá basarse en los principios de libertad, igualdad, fraternidad, frugalidad, cooperación y empatía, frente a la vieja sociedad de la ambición de poder, la codicia y la furia, inevitablemente abocada a la destrucción tanto del medio natural como de los otros seres humanos. Una sociedad de personas iguales no sólo es mejor para la convivencia humana, sino también más propensa a respetar la naturaleza. Otra lección del socialismo del siglo XX es que sin libertad y democracia no hay ni justicia ni estabilidad social, ni siquiera allí donde los privilegiados recurran a la violencia contrarrevolucionaria.
La alarma ecológica nos obliga a racionalizar la producción y el consumo de nuestras sociedades, adoptando, cuando sea preciso, formas de frugalidad para intentar que sea viable la continuidad de la vida humana civilizada. El mensaje de la frugalidad y la autocontención es indigesto para nuestros contemporáneos, adictos a la opulencia de la civilización industrial y convencidos de su viabilidad indefinida en el tiempo. Es un mensaje impopular, a contracorriente de las ideas dominantes; incongruente incluso -en una primera aproximación- con la evidencia cotidiana que ofrecen supermercados y grandes almacenes llenos hasta los topes de toda clase de mercancías en grandes cantidades. Amenazar con un próximo futuro de escasez parece una broma de mal gusto. Parece de sentido común arrojar sobre esta amenaza una mirada escéptica. Y sin embargo media humanidad vive o vegeta en la pobreza, lejos de la mirada de nuestros ojos de privilegiados. Y la vida de quienes tienen una mejor situación material a menudo resulta frustrante. Por otra parte, los datos científicos que permiten previsiones justificadas están ahí y nos dicen que la amenaza de escasez generalizada es real y, además, inminente. La sospecha de que vivir con menos puede resultar más satisfactorio -siempre que se tengan satisfechas las necesidades básicas- es perfectamente plausible, y tiene una larga tradición. La esperanza arraiga también en esta sospecha. Asumir la escasez previsible y sacar las consecuencias adecuadas es la gran tarea del actual momento histórico.
Este texto está escrito en Europa y desde un punto de vista europeo, pero trata de no olvidar que, en el resto del mundo, unos cuantos miles de millones de personas viven condiciones de privación y precariedad a menudo insoportables, en un contexto metabólico compartido con el nuestro. Que en estas páginas no se ofrezcan soluciones a sus carencias no significa que estas sociedades no sean tenidas en cuenta. Navegamos en el mismo barco y abordamos un mismo destino, aunque en condiciones distintas, como revelan las migraciones masivas hacia el Norte. Hará falta una solidaridad internacionalista para salir del atolladero.
Barcelona, octubre de 2018
(*) Pasado&Presente, Barcelona, 2018 (colección «Imperdibles»)
[1] Axel Honneth, La idea del socialisme. Assaig d’una actualització, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 2017, p. 19.
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