¿Cuántos de nosotros, al vernos sin posibilidades de tomar unas prolongadas vacaciones en algún sitio paradisiaco, hemos optado por ir a «pueblear» en las localidades que se ubican en los alrededores de la Ciudad de México, fuera de la famosa área metropolitana, ya sea para conocer el mercado, la plaza, la comida típica, las ruinas […]
¿Cuántos de nosotros, al vernos sin posibilidades de tomar unas prolongadas vacaciones en algún sitio paradisiaco, hemos optado por ir a «pueblear» en las localidades que se ubican en los alrededores de la Ciudad de México, fuera de la famosa área metropolitana, ya sea para conocer el mercado, la plaza, la comida típica, las ruinas prehispánicas o construcciones coloniales? ¿Cuántos de nosotros no hemos pasado una tarde de nuestro descanso en Tepoztlán, Villa del Carbón o Tequisquiapan degustando unas sabrosas quesadillas y hasta dándonos chance de comprar algún recuerdito del pueblo? Aunque, bueno, hay veces que ya ni de eso hay chance.
Sin embargo, ¿alguna vez hemos notado lo parecidos que son estos pueblos entre sí e incluso con otros pueblos lejanos del centro del país? Pareciera que todos han salido del mismo molde, aunque sus historias, actividades e incluso el clima sean enormemente distintos.
En el centro del pueblo: la plazuela, el kiosko rodeado por bancas y unas cuantas jardineras, la iglesia, el palacio municipal, el mercado; claro, eso debe ubicarse en el centro, pero… ¿todos deben lucir iguales? El mismo arreglo en las calles centrales, adoquines o empedrado, algunas que han dejado de ser viales para ser andadores comerciales donde ubican una gran oferta de mercancías destinadas para el turismo, tiendas de ropa típica pero colgadas en lujosos aparadores tipo boutique, bares y cafeterías que parecieran réplicas de las que se miran en la colonia Condesa o la Roma Sur, hoteles resort con fachadas coloniales pero con precios que oscilan por encima de los $1,000 la noche o ya ni siquiera están en pesos mexicanos. Las fachadas son coloridas, planas y sólo los marcos de puertas y ventanas son de ladrillo o color blanco; tejas, macetas floreadas en los balcones, lamparitas que atraviesan las calles para que al atardecer uno se sienta en una verdadero «pueblo mágico».
Pero, ¿alguna vez nuestra curiosidad nos ha llevado más allá del primer cuadro de dichos pueblos? Si lo hacemos, nos daremos cuenta que la atmósfera «mágica» dura muy poco, pues recordamos que es una localidad como cualquier otra, donde se vive la pobreza y el desempleo. O bien, nos enteramos que era un pueblo dedicado a alguna actividad en específico (la minería, por ejemplo) pero que al terminarse el recurso (generalmente a manos de una minera transnacional) queda sumido en el abandono y, literalmente, vive de la venta del recuerdo. La principal fuente de empleos se ha agotado, les ha dejado un paisaje llano y sin recursos que aprovechar, muchas veces sin agua y con la tierra contaminada. La población comienza a migrar y aquello se vuelve lo que hemos escuchado nombrar «pueblo fantasma». Pero no porque la Llorona o el Charro Negro hagan aparición, sino porque el gobierno los ha dejado en el olvido. Después del saqueo y sobreexplotación de sus recursos la población no tuvo más que beneficios inmediatos, como empleos sumamente desgastantes y mal pagados, sin acceso a mejoras reales como clínicas, escuelas, calles pavimentadas, luz, drenaje o agua potable.
Siguiendo los dictámenes del capitalismo en su etapa neoliberal, tanto el Estado como la iniciativa privada tratan de sacar ventaja hasta de los pueblos fantasmas, copiando una estrategia internacional en la que se ofrecen al mercado como lugares que paisajísticamente tienen lo bello de la naturaleza, tienen tradición y cultura, un ambiente rústico y con mercado pero, sobre todo, atractivo para el capital inmobiliario.
En México, para que los pueblos fantasmas lleguen a ser denominados «pueblos mágicos», y adquieran un nuevo aire de economía y abundancia casi de la noche a la mañana, sólo deben seguir ciertos pasos. Primero, resaltar el encanto del pueblito, una mina, un lago o ruinas prehispánicas, casi todo lo que parezca «antiguo» sirve. Después, darle su «manita de gato» para que sea un verdadero «túnel del tiempo». De ser posible, inventarse alguna ruta de senderismo o bicicleta como «la ruta del chocolate», «la ruta del mezcal», etcétera. Por último, abrir el pueblo a todo tipo de turismo, nacional o internacional, de preferencia a aquellos que quieran invertir en la localidad con algún negocio, comprando propiedades, abriendo hoteles u ofreciendo servicios. No se lee tan mal, ¿cierto?
Si bien existen más criterios que el que sólo se trate de un pueblito encantador, lo fundamental es empezar a hacer circular el capital en esos lugares. ¿Cómo lo hacen? A través de la especulación y la compra-venta de terrenos y propiedades. Por ejemplo, ¿cómo podemos explicarnos que donde no hay más de tres mil habitantes existan hasta cuatro empresas de bienes raíces o arrendatarias distintas comprando a diestra y siniestra?
En los terrenos comprados, casi siempre baldíos, se puede construir de todo, desde una «modesta» mansión de 10 habitaciones (de estilo colonial, con alberca y chimenea para que algún norteamericano pueda disfrutar su jubilación plácidamente), un hotel resort, con spa y campo de golf, hasta una lujosa boutique de trajes típicos y pieles importadas. Se construye lo que sea, excepto beneficios para la población. No hay grandes hospitales o clínicas con medicamentos surtidos; la telesecundaria puede ser obsoleta y sin maestros ni equipos; ¿guarderías?, ni hablar, la mayoría parecen gallineros; y las vías de comunicación y el acceso a éstas se reduce a la carretera que pase por en medio, dejando ver los locales de ricos y dejando al resto del pueblo sin siquiera un camino aplanado ni luz, mucho menos internet o el dichoso Wi-Fi que ofrecen los resorts.
¿Dónde quedan entonces las mieles del turismo «alternativo»? Pues en los negocios de los mismos ricos, pues la población originaria pasó de campesina a ser asalariada en los hoteles y cafés, siguen siendo sobreexplotados por un patrón… pero ahora deben lucir encantadores.
NOTA: Este artículo fue publicado como parte de la sección DESPOJO del No. 15 de FRAGUA, órgano de prensa de la Organización de Lucha por la Emancipación Popular (OLEP), en circulación desde el 12 de marzo de 2016.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.