El escritor y periodista uruguayo Raúl Zibechi participó en Enero Autónomo, volvió a Montevideo, pero lo que había visto y oido le quedó flotando en el pensamiento. «Pasé todo el día con el tema en la cabeza y una forma de liberarme es escribir». ¿Cuáles son los límites de la solidaridad, y sus potencialidades? ¿Es […]
El escritor y periodista uruguayo Raúl Zibechi participó en Enero Autónomo, volvió a Montevideo, pero lo que había visto y oido le quedó flotando en el pensamiento. «Pasé todo el día con el tema en la cabeza y una forma de liberarme es escribir». ¿Cuáles son los límites de la solidaridad, y sus potencialidades? ¿Es válido considerarla como un «deber»? ¿O una degradación? ¿Con qué lógica pensar la solidaridad? El texto completo.
Ser solidario se ha convertido en una de las señas de identidad de los militantes y de las organizaciones populares y de izquierda. La solidaridad con los que sufren opresión, explotación e injusticias de todo tipo, pero también con quienes luchan, resisten y son reprimidos por el Estado, es desde hace mucho tiempo una demanda justa que identifica valores y actitudes humanas y humanitarias. En muchos encuentros -como en el reciente Enero Autónomo en La Matanza- la demanda solidaria parte tanto desde las víctimas como desde quienes, desde las diversas formas de militancia, reclaman acciones y compromisos con los «otros», sufrientes o combatientes.
La solidaridad, qué duda cabe, tiene un costado noble, necesario, que muchas veces parte de la conmoción que producen las situaciones extremas de opresión y represión. En otras ocasiones, y no es bueno olvidarlo, la demanda solidaria es apenas un componente más del instrumental político de la izquierda: una especie de excusa-argumento para hacer política, lo que supone la utilización de la solidaridad, y en particular de quienes se benefician de ella, como un simple instrumento en manos de los «solidarios».
La solidaridad como vínculo estatista
Aún en los casos más nobles, tanto la solidaridad de activistas del primer mundo en su relación con los pueblos del tercer mundo, como quienes dentro de un mismo país se solidarizan con otros sectores sociales, la cuestión tiene variables que conviene tener en cuenta. Quiero decir que la solidaridad tiene sus lados problemáticos.
Habitualmente, aparece como urgencia, como necesidad de respuesta inmediata ante lo que los estados no hacen, o hacen mal, ya sea abandono o represión. La misma inmediatez, que se vive como una demanda externa a la que hay que responder con urgencia, suele ser un factor desorganizador del colectivo al que se le demanda solidaridad. Y esto mucho más allá de la voluntad de los activistas. Lo cierto, y esto sucede sobre todo con situaciones de honda desmovilización, es que suele ser muy difícil acertar con los caminos a recorrer, ya que existe la tentación de abandonar las tareas del día a día para encarar los compromisos solidarios. Así las cosas, la demanda de solidaridad tiende a ser sentida como externa -y lejana- a la cotidianeidad de los movimientos. En la peor de las variables, puede convertirse en un discurso ideológico relacionado con «deberes», lo que degrada la solidaridad a una suerte de obligación -moral o política- que la emparenta con las culpas y la buena conciencia.
Existe, sin embargo, otro costado más problemático aún. La solidaridad es la actitud estatista cuando no existe lazo social. Dicho de otro modo, la solidaridad -como la representación- encarna la ruptura de los vínculos. Y su sutitución por una relación por arriba, de carácter estatista aún sin recurrir al Estado. Veamos.
La «solidaridad con» es, y reproduce, la relación sujeto-objeto. Esta es una relación desigual, en la que el polo «sujeto» decide qué hacer con el «objeto», cómo y de qué manera canalizar el apoyo solidario. La relación sujeto-objeto, instalada en América Latina por el colonialismo europeo (que convirtió a los pueblos indios y a la naturaleza en objeto para la acumulación de riquezas), está tan interiorizada en nuestras vidas, que a menudo es difícil reconocerla. Estamos habituados a utilizar los bienes naturales como instrumentos sin vida, pero también en las relaciones humanas el «otro» termina siendo apenas un objeto, aún cuando la relación esté guiada por las mejores intenciones.
Un buen ejemplo es la solidaridad internacional con el zapatismo. El EZLN creó las Juntas de Buen Gobierno, entre otras cosas, para resolver los problemas creados por la solidaridad mundial. Como es lógico, los militantes solidarios llegan sobre todo a los municipios más cercanos a las carreteras y a las grandes ciudades. De modo que la solidaridad no llegaba de forma pareja a todas comunidades y municipios, sino mucho más a unos que a otros, reproduciendo así desigualdades que se vinculan estrechamente con las desigualdades preexistentes (campo-ciudad, por ejemplo). Pero, además, en ocasiones llegaban apoyos que no eran los que las comunidades necesitaban. El subcomandante insurgente Marcos, con profunda ironía, pone el ejemplo de la llegada «solidaria» de un paquete que contenía un zapato rosado de tacón (un solo zapato) a la selva Lacandona. Se pregunta si la solidaridad se hace con lo que le sobra a la sociedad de la opulencia. Pero, sobre todo, se pregunta desde dónde se hace solidaridad: si desde las necesidades del emisor o del receptor.
El otro, el camarada
Ejemplos como el del zapatismo son frecuentes en casi todos los casos en que la solidaridad se convierte en una suerte de acción mecánica y burocrática. El caso del tsunami en Asia habla por sí solo: millones de dólares -muchos de ellos donados con la mejor voluntad- que nunca llegarán a los damnificados; o que llegan con retraso, o lo que llega no tiene la menor relación con las necesidades.
La idea es apuntar a superar la relación sujeto-objeto, y la única forma de hacerlo es instalar en su lugar la «pluralidad de sujetos», de la que habla Carlos Lenkersdorf al explicar la visión del mundo de los tojolabales . En este caso estamos ante sujetos que se vinculan entre sí en igualdad de condiciones, sin que las necesidades de ninguno de ellos se imponga a las de los demás. Para nosotros, implica un aprendizaje que supone salirnos de nuestros roles tradicionales. Cuando Hebe de Bonafini dice «el otro soy yo», va en esa dirección: el hermanamiento, la fraternidad, la construcción de lazos comunitarios.
Una interesante reflexión sobre estos temas puede encontrarse en un trabajo de Immanuel Wallerstein sobre la revolución francesa . Señala que el legado de la revolución, bajo el lema de «libertad, igualdad, fraternidad», tuvo desigual acogida en la izquierda y los movimientos: «La fraternidad siempre ha sido un agregado piadoso que, hasta 1968, nadie en todo el escenario cultural posterior a 1789 había tomado en serio». La fraternidad, o camaradería, añade, «es una construcción cuyas piezas se arman con gran dificultad; no obstante esta frágil posibilidad es en realidad el fundamento para lograr la libertad e igualdad» (negritas mías).
Creo que esta es una de las claves que nos puede ayudar a dar un paso más. Por fraternidad debemos entender la construcción de vínculos afectivos fuertes, vínculos comunitarios. Construir un «nosotros», en palabras de los pueblos indios, quienes no conocen la palabra solidaridad; en su lugar, hablan de reciprocidad, que supone lazos comunitarios. Ese nosotros como sujeto es insustituible. Si ese sujeto existe, podrá vincularse con otros sujetos en pie de igualdad, de modo que los vínculos que se establezcan serán acordados entre ambas partes. Ya no estaríamos ni ante la solidaridad individual que canalizan intermediarios (Estados, ONGs o cualquier institución, incluyendo a los propios movimientos). Ni siquiera ante la acción solidaria de carácter paternalista que establecen sujetos fuertes con otros más débiles, o relativamente dispersos, que siempre es desigual y asimétrica.
Por otro lado, la lucha potente de un sujeto fuerte es capaz de conmover a los demás, más allá de los éxitos que consiga cosechar su lucha. Conmover, o sea mover desde los afectos, poner en movimiento, afectar los afectos, o, como señala el «maestro ignorante» (Jacotot), «conmoverse recíprocamente». Hace ya cuatro años, cuando fue asesinado Aníbal Verón en Mosconi, nadie pensó en la solidaridad: de forma natural, la gente se movilizó en todo el país en apoyo de Mosconi, a tal punto que una organización piquetera adoptó su nombre (la Coordinadora Aníbal Verón).
Ciertamente, era otra coyuntura, pero el caso ilustra claramente las diferencias con la situación actual de los movimientos argentinos: ser solidario era en aquel momento hacer lo mismo que hacían los compañeros de Mosconi, salir a la calle, pelear, «hacer como los de Mosconi». El problema es que, ahora, no es posible volver a actuar de la misma forma. Salvo cuando existen situaciones de represión, hay presos o muertos. Ahí sí, las respuestas suelen ser claras, contundentes.
Ser solidarios, desde el otro
Así y todo, la solidaridad es no sólo necesaria sino una de las mejores actitudes del ser humano. Puede ser un paso necesario para erigirse en sujeto activo, para establecer vínculos sólidos entre los que van conformando un movimiento. «La mejor solidaridad que pueden brindarnos a las Madres es luchar por los problemas de ustedes», dijo mil veces Hebe de Bonafini, palabras más o menos. Ningún otro grupo ha sido capaz de comprometerse tan a fondo y tan desinteresadamente con los otros, como las Madres de Plaza de Mayo. Y eran ellas las que más hubieran podido refugiarse en una actitud defensiva, atenazadas por el dolor, para que fueran los demás quienes sintieran el «deber» de apoyarlas. Por el contrario, siempre estuvieron donde brillaba una llama de resistencia, sin que nadie las llamara ni les ofreciera una tribuna, cerca o lejos de Buenos Aires, en Argentina o en cualquier rincón del mundo, en el acierto o en el error. Porque el principal error, es la indiferencia.
Madres jugó un papel insustituible, sobre todo en los 80 y comienzos de los 90, como puente entre generaciones y entre luchas diversas y atomizadas. Nunca pidieron nada para ellas; sólo exigieron que cada uno luchara por lo suyo hasta las últimas consecuencias. Ellas estaban ahí, como puente-arcoiris (como dice Marcos de los zapatistas), concientes de que el ejemplo hace escuela. Vale la pena preguntarse: ¿quién está jugando hoy ese papel en la Argentina?
Quienes desde la lucha consecuente reclaman solidaridad, también pueden reflexionar acerca de un problema que nos atraviesa a todos: la tentación de buscar atajos cuando la lucha encuentra límites, cuando no es posible avanzar y se cosechan sólo derrotas. Hay quienes buscan el atajo en el Estado o en los partidos, y eso es lo más habitual. Algunos buscan fuerza adicional en otros movimientos de los de abajo, y son así los más consecuentes. Pero nada externo a los sujetos puede ayudarnos a resolver problemas que, a veces, no tienen solución. Sobre todo cuando la relación de fuerzas es tan desfavorable como suele serlo fuera de las coyunturas en las que los pueblos se ponen de pie.
Finalmente, ser consecuentemente solidarios puede ser un primer paso hacia relaciones fraternas, hacia el hermanamiento en cada movimiento y, en consecuencia, con otros movimientos por más lejanos que estén, por más diferentes que sean sus demandas, sus culturas, sus modos de hacer. Entonces, encontrarnos como hermanos supondrá darnos todo, sin pedirnos nada. Hermanarnos (el otro soy yo) disuelve las distancias, y aún las diferencias, ya que supone relacionarnos por fuera de la lógica del mercado, del capital o de los partidos. E instala otra lógica, más cercana a la conocida frase del Che que decía que debemos ser capaces de sentir como propias las injusticias que sufren otros. Como nos enseñaron las Madres.