Por fin, el otro día me decidí. No me iba a quedar ahí quieto en casa dejando pasar la oportunidad de ver la última película de Ken Loach, por el simple hecho de que había recibido la Palma de Oro en el festival de Cannes 2006. Lo de premiar una obra – aunque sea en […]
Por fin, el otro día me decidí. No me iba a quedar ahí quieto en casa dejando pasar la oportunidad de ver la última película de Ken Loach, por el simple hecho de que había recibido la Palma de Oro en el festival de Cannes 2006. Lo de premiar una obra – aunque sea en Cannes, certamen que mantiene pese a todo cierto nivel de independencia artística -, a uno siempre le resulta un poco sospechoso. Sobre todo cuando se trata de un director habitualmente más bien marginalizado y extraño a los galardones.
Esa desconfianza – quieras que no – siempre está ahí, por simple espíritu de contradicción adolescente, envidia mal digerida o en el mejor de los casos, recelo hacia la función publicitaria que suele desempeñar últimamente este tipo de recompensas, en la política comercial del gran mercado espectacular.
En fin, que en el caso de Ken Loach, el temor a que la recompensa suprema otorgada al Viento que agita la cebada coincidiera con una cinta inofensiva y desprovista ya de cualquier fuerza subversiva, me invadió hasta quitarme las ganas en un principio de ver proyectada en pantalla, los restos de la mortaja con que se sepultaba bajo los laureles del olimpo de Cannes, a uno de los cineastas europeos de las últimas décadas más constantes y coherentes en sus compromisos estéticos como políticos.
A ello, tampoco ayudaban los comentarios desolados de la prensa especializada que puso el grito en el cielo cuando el jurado del festival 2006 anunció los resultados de la competición. La película no pasaba según ella, de ser una nueva versión sin sorpresas del ya tradicional y simpático panfleto convencional y académico con el que nos suele entretener cada año el abuelete izquierdista, Ken Loach, con su sarta de buenos sentimientos, sus utopías trasnochadas, y su sentido tan peculiar de la objetividad y de la verdad histórica. Según aquellos primeros comentarios a pie de sala oscura, la falta de renovación del artista británico se plasmaba en la coartada de la reconstitución histórica (los hechos se desarrollan en Irlanda en los años 20), lastrada por su pesadez decorativa e indumentaria.
Por otro lado sin embargo, la elección del jurado de Cannes presidido por el chino hong-kongués Wong Kar Wai, director pasado a la posteridad con el éxito planetario de In the mood for love, picaba mi curiosidad. Me llamaba la atención que este artista lírico tan exigente y apasionado por las formas, recompensara a un cineasta en las antípodas de su estética cinematográfica, donde hasta el momento el referente político ha brillado por su ausencia.
Total que cuando me senté en la butaca de la sala de proyección, no sabía muy bien a qué atenerme, envuelto por un lado en la sensación de cumplir de modo estúpido, un deber casi ético de solidaridad respecto a Loach – convencido que estaba de no ver nada del otro mundo – pero por otro lado, albergando todavía la esperanza de ser sorprendido por la frescura y la fuerza de una cinematografía que, además de contar con títulos tan destacados como Agenda Oculta, Riff-Raff, Lloviendo piedras y el desgarrador Ladybird, Ladybird, aún daba hasta tan solo dos años, con la película Sixteen, claras muestras de su vitalidad y de no haber renunciado a nada.
Los primeros minutos de proyección no tardaron en disipar las nubes de escepticismo que se cernían sobre el último trabajo del director británico, imponiendo en pocos planos y de forma casi milagrosa, la transparencia de un sistema estético donde el mundo representado se ofrece al espectador como una evidencia. En efecto, en el dispositivo de Loach, los límites del encuadre no parecen coincidir con los de la ficción sino con los de una especie de ventana abierta al mundo, donde tanto la distancia temporal e incluso ficcional que nos separan de la época y de la historia narrada, quedan como anuladas en beneficio de un efecto de realismo imparable. Un sistema donde la fotografía cuidada de Barry Ackroyd y las tomas planas de los actores, centradas a altura de hombre, sin valorización de sus figuras, impone también de entrada ese cuño de autenticidad que constituye la marca de fábrica de Loach. De hecho, la representación, en la escena inaugural, del reñido partido de hockey sobre hierba que disputan los personajes en medio de la naturaleza lluviosa y grisácea del campo irlandés – cuya evocación referencial, nunca se pierde en la trampa del canto lírico y empalagoso al país -, marca gracias a un montaje anti-efectista, las pautas de una puesta en escena sobria y a ras del suelo, que nos sumerge de inmediato con realismo en la Irlanda de los años 20 donde el IRA ha declarado la guerra al Imperio Británico.
Estas primeras imágenes de libertad lúdica y desenfado deportivo que recrean, a modo de frontispicio, los fundamentos estéticos de la gramática visual de Loach, son también cruciales para el resto de la película.
Para empezar toman un relieve político evidente en el contexto colonial británico de la época, al ser el hurling, una modalidad más salvaje y típicamente irlandesa de hockey sobre hierba, cuya peculiaridad radica en que se desarrolla en un espacio de juego mucho más abierto que el de la cancha acotada habitualmente reservada para el hockey. Estamos aquí ante un espacio de juego sin límites, en el que el campo irlandés por completo constituye en sí un área de juego potencial, pudiendo seguir los jugadores en su lucha por la pelota hasta donde ésta les lleve. La libertad de movimiento y la relación fusional al espacio irlandés, desprovistas de coacciones, contrasta inevitablemente con las limitaciones drásticas impuestas por la presencia británica que prohíbe las reuniones de más de tres personas, y por tanto ese tipo de juego. En este sentido, la escena inaugural funciona, además de manifiesto estético, como la metáfora deportiva de una utopía independentista presentada como algo tan natural y legítimo como un juego o un partido entre los diversos miembros de una comunidad. La transparencia y aparente naturalidad del sistema estético de Loach no hace más que remarcar la evidencia del mensaje.
Por otro lado, la entrega – o mejor dicho el compromiso físico – que demuestran en el juego esos hombres-jugadores perdidos en la niebla del vahído de sus alientos, que no dudan en pelearse con fiereza por la pelota recurriendo a la amplia gama de golpes, zancadillas o empujones a disposición de su instinto de juego, pero luego unidos en la amistad de las risas y las burlas de los comentarios post-partido, marcan también un claro antes en la película: una especie de Edén utópico primordial de las relaciones humanas, donde la violencia del compromiso deportivo y el respeto del otro se ven codificados por las reglas del juego. Un mundo que los planos siguientes y el resto de la cinta no tardan en desbaratar, con la irrupción violenta de la guerra, donde la desaparición de las reglas de juego y los falsos códigos de honor inherentes a la lucha de guerrilla anuncian también las futuras disensiones internas que, a medida que avanza el conflicto, aparecen dentro del equipo independentista.
Porque más que una película específica sobre la historia del conflicto irlandés – la lucha que permite la firma del tratado de 1923 que decreta la partición de Irlanda en dos zonas, una de mayoría católica que accede a la independencia y otra protestante, que se mantiene bajo dominio inglés – El viento que agita la cebada aparece sobre todo como una reflexión en torno al compromiso político en su versión más absoluta quizás – la de la lucha armada – y como un estudio de los mecanismos que rigen una organización militarizada y jerarquizada como puede ser el IRA.
En ese sentido, el compromiso o la entrega física de los jugadores durante el partido no tarda en chocar con las realidades mucho más complejas del compromiso ideológico. La trayectoria del personaje principal, Damián O’Donovan (Cillian Murphy) es a este respecto bastante explícita. Primero reacio a tomar las armas junto a sus camaradas de juego por pensar que la lucha del IRA contra Inglaterra es demasiado desigual y que sólo se puede saldar por la derrota, el joven médico recién diplomado al que le espera una plaza en Londres decide enrolarse en la filas del IRA, después de verse confrontado no sólo a la violencia que desatan los ingleses sobre sus compatriotas sino también al ejemplo del compromiso político de otros combatientes anónimos. Llegan los días de formación en los que los jugadores de la escena inaugural se entrenan duramente en las montañas irlandesas con sus palos de hockey a modo de fusil. En esa fase de preparación al combate, integran el sentido de la disciplina y de la jerarquía del IRA que según les dicen y repiten, es imprescindible en la lucha por cuestiones evidentes de supervivencia. Las órdenes, así como las consignas tácticas, suelen llegar de lejos, desde más arriba, un arriba borroso e invisible que comunica por trocitos de papel endebles con sus bases, sin que éstas puedan intervenir sobre el rumbo global de la lucha.
Llega la prueba del fuego, las primeras acciones, los primeros muertos. Poco a poco, aunque el personaje quede convencido de la necesidad de alcanzar el objetivo final de la independencia, el idealismo del compromiso inicial deja lugar a un pragmatismo desencantado respecto a los métodos utilizados en esta guerra. La violencia de un bando aunque parezca justificada responde a la del otro. Desde ese punto de vista, las acusaciones de maniqueísmo dirigidas contra la representación de unos ingleses muy malos y deshumanizados, frente a la de unos combatientes irlandeses buenos y justificados en su violencia, no aguanta el visionado de la película.
Si Ken Loach no vacila en escenificar duramente la crudeza de la represión británica mediante una puesta en escena sencilla que recalca su brutalidad, tampoco oculta la de los resistentes patriotas irlandeses. En un apartado íntimo con su novia, el personaje principal confiesa que le parece haber perdido toda sensibilidad y haberse transformado en una simple máquina de matar. Es que las reglas de la lucha son bastante implacables para el que se muestra débil o hace peligrar el equilibrio del equipo. Y los que están encargados de aplicar el castigo sufren porque son humanos. Así es como Cillian se ve obligado a matar a uno de sus amigos de infancia que tras su detención por los ingleses denuncia a su grupo. La ejecución del potentado responsable del arresto de todo el grupo, víctima política del conflicto – quizás más «justificable» por su colaboración con el ocupante – tampoco es representada como muy gloriosa.
En otra escena, la duda se extiende a todo el grupo después de una celada tendida en el monte a una columna de soldados ingleses que no deja a ninguno de éstos en vida y donde las bajas en el grupo del IRA son más importantes que previsto: muchos de sus miembros rompen a llorar, se llevan las manos a la cara. El jefe del comando, viendo el peligro, les hace cuadrarse gritándoles consignas, recordándoles que forman un ejército, de liberación sí, pero un ejército al fin y al cabo, discurso que concluye con esta frase: «Si los Ingleses quieren introducir la barbarie en Irlanda, nosotros les responderemos con la misma barbarie.»
Loach, al contrario de lo que se le acusa en esta película, huye de todo idealismo de postal, recalcando de modo implacable la transformación ineludible que viven los combatientes involucrados en la lucha, sin tampoco proponer por ello una mirada ingenua que condena el recurso a la violencia. La guerra y la lucha aunque necesaria y justificada por la aspiración a la independencia sirve aquí de pretexto al director para ahondar en su investigación de los límites del ser humano confrontado a esa experiencia límite de la lucha armada y del autoritarismo que supone. Por ello, las escenas de hastío y de escepticismo son interesantes y realistas: los personajes de Loach dudan, se cansan y aspiran a llevar una vida normal, lejos del furor de la guerra a cuya obligación no pueden sustraerse. Se muestran también fríos, cobardes y calculadores, como cuando, escondidos en el sotobosque, asisten sin reaccionar a la intervención de un grupo de soldados ingleses que arrasa y quema una granja, violentando y torturando a las mujeres que viven ahí. La lógica colectiva (la supervivencia del grupo del IRA con su capacidad operacional) aplasta la lógica individual de estas mujeres sometidas a la tortura. Poco a poco, se hacen cada vez mayores e ineludibles los compromisos que los combatientes se ven obligados a negociar tanto con su conciencia como con sus ideales de partida. Lo que en la perspectiva de Loach conduce a la derrota final, ya que el tipo de organización y de relaciones internas a la formación guerrillera condicionan las capitulaciones futuras decididas desde arriba. Es el díme cómo luchas o díme cómo te organizas, y te diré adonde llegarás: la práctica política en su modalidad más concreta define aquí la ideología y los objetivos últimos del grupo independentista.
La cuestión social acaba completando esa visión desencantada del compromiso político, al firmarse el tratado de independencia que acepta la rama mayoritaria y disciplinada del IRA. Al ser una lucha subvencionada desde el principio, por los grandes propietarios y potentados irlandeses, la cuestión social no se toma en cuenta en el tratado de independencia que acaba aceptando el régimen monárquico como marco institucional del nuevo estado, sin alterar en nada la organización social que motivaba el combate del IRA. La disciplina y la jerarquía de la organización que ha firmado el tratado mediante su rama política – el Sinn Fein – se impone entonces con todo su rigor a los que no la aceptan y siguen la lucha. Los compañeros de lucha de ayer se transforman en enemigos y el conflicto colonial desemboca en guerra civil. De nuevo, como en Tierra y Libertad (1994), Loach mete el dedo en la llaga ahí donde más duele, haciendo la crónica desencantada del naufragio de un proyecto político desvirtuado en su última fase, por el peso de las formaciones cuya organización disciplinada y jerarquizada, si bien nacen de las condiciones de la lucha, hipotecan irremediablemente las capacidades de reacción de las bases que la constituyen. De ahí que, como es habitual en Loach, el director deje mucho espacio a las asambleas de combatientes (de trabajadores en otras películas), donde la palabra circula libremente, lejos de todo autoritarismo, mediante una puesta en escena a ras del suelo donde todos los personajes y las palabras que pronuncian, se mantienen sobre un pie de igualdad. El parentesco con Tierra y Libertad se hace evidente a nivel temático en esa lógica que sacrifica el proyecto político utópico en beneficio de una postura más autoritaria. En ese sentido, los combatientes y miembros del IRA que acaban aceptando el tratado lucen los mismos uniformes que los miembros del ejército republicano estalinista que acaba con las milicias poumistas de Tierra y Libertad.
Sin embargo, la puesta en escena de El Viento que agita la cebada está mucho más lograda en la búsqueda de la autenticidad, que nunca se sacrifica en esta cinta en beneficio de efectos melodramáticos ramplones que le quitaban fuerza a muchas escenas de Tierra y Libertad por el recurso en particular del ralentí. Como los buenos vinos, Loach sigue mejorando sus propuestas con el tiempo, eliminando las escorias lacrimosas de algunos de sus trabajos anteriores. Con lo cual, no os dejéis embaucar por la caricatura del cine de Loach y corred a ver este viento regenerador que agita su último trabajo.
Dirección: Ken Loach. Guión: Paul Laverty. Fotografía: Barry Ackroyd. Montaje: Jonathan Morris.
Dirección artística: Fergus Clegg. Producción: Rebecca O’Brien.
Música: George Fenton. Vestuario: Eimer Ní Mhaolddomhnaigh.
Países: Irlanda, Reino Unido, Alemania, Italia y España.
Año: 2006.
Duración: 124 min.
Interpretación: Cillian Murphy (Damien), Pádraic Delaney (Teddy), Liam Cunningham (Dan), Orla Fitzgerald (Sinead), Mary O’Riordan (Peggy), Mary Murphy (Bernadette), Roger Allam (Sir John Hamilton), Laurence Barry (Micheail), Damien Kearney (Finbar), Frank Bourke (Leo), Myles Horgan (Rory), Martin Lucey (Congo).
Estreno en Reino Unido: 23 Junio 2006.
Estreno en España: 15 Septiembre 2006.