«Refundar», amén de parca, es una palabra frágil. Y es que además de insinuar orientaciones distintas, a veces contradictorias, alberga en su seno imaginarios diversos y horizontes varios de futuro. Refundar, por ello, en esencia, es una faena en construcción. Más aún si el objeto de tal acción colectiva es una nación diversa. O mejor: […]
«Refundar», amén de parca, es una palabra frágil. Y es que además de insinuar orientaciones distintas, a veces contradictorias, alberga en su seno imaginarios diversos y horizontes varios de futuro. Refundar, por ello, en esencia, es una faena en construcción. Más aún si el objeto de tal acción colectiva es una nación diversa. O mejor: una pluri-nación.
Enhorabuena entonces por el proceso (post) constituyente y su pretensión refundadora. Del Estado, de la sociedad, de sus relaciones. La pregunta nodal, si acaso, aparte de cómo hacerlo, es si en verdad estamos dispuestos a recorrer ese camino. A dar el salto, más bien, sin ignorar que existen poderosos intereses en disputa.
Así pues, ya puestos, como estamos, ante la obligación de mirarnos libres de máscaras y de espejos, resulta útil retomar aquella provocativa interrogante planteada por el sociólogo francés Alain Touraine: «¿podremos vivir juntos?».
Mejor aún. Si asumimos, sin manías, miedos ni nostalgias que, pese a murallas reales y encubiertas, ya vivimos juntos, el empeño adquiere mayor complejidad: ¿cómo aprendemos a convivir sin sentirnos «avasallados», los unos; discriminados, los otros; ni enguerrillados, todos? En otras palabras: ¿queremos vivir juntos?
Lo de querer o no querer, coincidiremos en ello, es cosa subjetiva y muy discutible. En mucho dependerá de cómo valoremos la diferencia. Si acaso la percibimos como fuente de conflictos, enfrentamiento y, peor aún, de potencial disgregación, sólo hay tres caminos:
a) nos fusionamos como unidad sin diferencias bajo el paraguas único de principios universales;
b) nos separamos (en dos, tres, muchas naciones), sin puntos comunes, encerrados en particularismos; o,
c) nos escupimos y/o disparamos unos contra otros hasta que alguno elimine a los demás o, al menos, logre someterlos.
Sospecho que lo primero es imposible; lo segundo, indeseable; lo tercero, insensato.
¿Pero qué pasa si en vez de entender la diversidad -y sus identidades múltiples- en clave de perversión/defecto, la asumimos más bien como terreno de oportunidades e intercambios? ¿Si en lugar de descalificar la diferencia la revalorizamos como esencia de nuestro ser plurinacional?
Quiero creer que encontraríamos más pisos comunes y mejores salidas, lo cual, claro, exige un mayor esfuerzo para deliberar e imaginar/construir el horizonte de cambio. Y es que sobre los cimientos de irresueltas brechas socioeconómicas, rivalidades regionales, discriminaciones étnico-culturales, dominación política, estamos ante la necesidad de reconocernos y respetarnos en toda nuestra diversidad. No es poca cosa.
Pero hay un riesgo latente: que condicionados por el siempre abultado catálogo de hostilidades, la mirada del Otro se convierta en prejuicio colectivo: «compartido por todo un grupo social y que concierne a otro grupo social» (Bobbio). Tal el núcleo de la contraposición entre «iguales» (nosotros, pletóricos de virtudes) y «diferentes» (ellos, portadores de vicios).
Así, con qué facilidad las desigualdades sociales, regionales y culturales, históricamente construidas, asumen el rostro de diferencias «naturales» y, por tanto, inmutables. Terreno fecundo para la discriminación. Y de ahí a segregar, se sabe, hay pocos pasos; como escasos son los peldaños que conducen a la agresión violenta.
¿Podremos/queremos vivir juntos? ¿Cómo trazamos, en mirada de pluri-nación intercultural un proyecto colectivo de futuro para Vivir Bien? No existen moldes. Ni legados o recetas. Hay experimentalismo transformador.
Como sea, me gustaría suscribir, no exento de escepticismo, esa hermosa declaración de principios del buen José Saramago: «creo en el derecho a la solidaridad y en el deber de ser solidario: creo que no hay ninguna incompatibilidad entre la firmeza de los valores propios y el respeto por los valores ajenos».
Refundemos, pues, con igualdad y en democracia, tan radicalmente como podamos.
http://www.la-epoca.com.bo/index.php?opt=front&mod=detalle&id=201