Una innecesaria movilización de la COB a propósito del sistema de jubilación, impulsada por grupos pequeños que sueñan con la insurrección o el partido de los trabajadores, terminó en una derrota inevitable. La izquierda infantil derrotó a la COB, pero el gobierno derrotó a los activistas. La huelga general indefinida de la COB con objetivos […]
Una innecesaria movilización de la COB a propósito del sistema de jubilación, impulsada por grupos pequeños que sueñan con la insurrección o el partido de los trabajadores, terminó en una derrota inevitable. La izquierda infantil derrotó a la COB, pero el gobierno derrotó a los activistas.
La huelga general indefinida de la COB con objetivos claramente políticos ha sido derrotada. La legítima preocupación de los trabajadores por contar con un adecuado sistema de pensiones ha sido utilizada por grupos radicaloides como palanca política golpista o electoral, sin haber logrado más que un desgaste innecesario de la máxima organización sindical de los trabajadores.
La errónea valoración de la relación de fuerzas reales de parte de un grupo de dirigentes fue dibujando la derrota desde un principio: se puso como condición del diálogo la presencia del Presidente y Vicepresidente del Estado Plurinacional, lo que no solo nunca sucedió sino que se terminó hablando con algunos Ministros; se exigió como escenario la Vicepresidencia o la sede de la COB y las negociaciones se desarrollaron en el Ministerio de Trabajo y se demandó el 100% de la jubilación y se finalizó pidiendo el 70%. Pero además, día que pasaba se convocaba a los policías a incorporarse a la protesta y se amenazaba con provocar la caída del gobierno, pero al final se desplegó inútilmente todos los esfuerzos para evitar el desbande y repliegue de los sectores.
¿Pero quién o quiénes derrotaron a la COB?, ¿qué es lo que derrotó a los trabajadores?
Las preguntas tienen una doble respuesta. De una parte, los que derrotaron a la COB y a los trabajadores son los grupos minoritarios que en momentos como estos no pierden la oportunidad de plantar «ilusiones ideológicas» en sectores sociales sobre la «posibilidad real» de arrebatarle más conquistas al «Estado hambreador» o «conquistar el poder para los trabajadores».
Por otra parte, es el gobierno de los movimientos sociales y el fuerte liderazgo del presidente Evo Morales lo que derrotó a ese grupo de la izquierda infantil que no es lo mismo. De ahí la reiterada insistencia del jefe del Estado Plurinacional de diferenciar a los trabajadores de cierta dirigencia sindical. Entonces, todo indica que la satisfacción gubernamental por su victoria no es a costa de los trabajadores o de la COB como institución, sino por haber derrotado a una postura que al desarrollarse ante un gobierno de izquierda y revolucionario llega a ser contrarrevolucionaria.
Todavía es demasiado pronto como para medir el grado de derrota de la COB. Lo que si es evidente que el fracaso de la táctica y la estrategia cobista, liderada por un reducido grupo de activistas de la izquierda infantil, será sentida y medida en el transcurso del tiempo. El desplazamiento de lo reivindicativo por una agenda plenamente política lejos de fortalecer la protesta que más gente convocó en los últimos siete años, lo que hizo, en medio de una hábil estrategia gubernamental de resistir, es sentar las bases de un fracaso previsible.
Sin embargo, quizá a manera de balance es importante anotar los siguientes elementos:
Un primer elemento es que la COB es prisionera de una táctica y estrategia erráticas que no diferencian momentos políticos, actores en disputa y proyecciones históricas. Independientemente de quienes estén a la cabeza de este sindicato de sindicatos, salvo pocas veces en la historia, las lógicas predominantes han sido la de una tendencia discursiva radicalizada (el poder para los obreros) y una práctica inmediatista y salarialista.
La combinación de estas lógicas, bastante funcionales la una con la otra, han creado una contradicción inconducente y una suerte de «pánico histórico» que han impedido que la COB aproveche las condiciones favorables para avanzar en una perspectiva emancipadora. Esto ha sucedido en los 70 con Juan José Torres, el militar patriota que estuvo en la conducción del Estado en medio una coyuntura internacional de profunda disputa entre fascismo, al impulso de la doctrina estadounidense de la «seguridad nacional», y revolución, al influjo del triunfo de la revolución cubana y el surgimiento de movimientos de liberación nacional. Lo mismo sucedió en 1985, cuando una poderosa movilización de los trabajadores mineros sirvió de preludio, a pesar de «otros deseos» de la dirigencia, de la profunda derrota de un proceso reformista asediado desde el principio por el bloque político-militar-empresarial conservador. A Torres le sucedió la dictadura reaccionaria de Banzer y a Siles Suazo dos décadas de neoliberalismo.
Pero lo que hace más grave la contradictoria táctica y estrategia inconducente de la COB es que no es capaz de experimentar ninguna modificación, en un momento en que se registra en Bolivia el cambio de época más profundo de toda la historia y que forma parte, a diferencia de otros tiempos, de una insurgencia social y política, de distintos tipos y grados, en toda América Latina. Está claro como los grupos que han convertido a la COB en su prisionera no aprecian América Latina desde una perspectiva mundial y Bolivia desde una perspectiva latinoamericana.
Los grupos radicalizados dentro de la COB apostaron a reeditar la experiencia de los 70 y los 80. Los activistas le hablaban a las bases de esos episodios gloriosos en los que el pueblo tomó las calles, pero callaban los trágicos resultados: la victoria del «enemigo de clase».
Segundo, esta táctica y estrategia de la COB han conducido a una suerte de «aislamiento de fe» que, sin embargo, al mismo tiempo han logrado construir escenarios favorables para el surgimiento y desarrollo de grupos insurreccionales y golpistas bastante pequeños.
«El aislamiento de fe» se traduce en la reivindicación de «principios» como la «independencia sindical», que no es otra cosa que la «independencia de clase». Y entonces, surge la pregunta ¿es válido este principio frente un gobierno y un estado que no es de la burguesía y el imperialismo? Lo evidente es que esa «independencia» frente al gobierno de más de izquierda en nuestra historia y ante un Estado plurinacional que es la síntesis de un proyecto no capitalista en construcción, es no solo una posición equivocada sino profundamente contrarrevolucionaria.
Y es ahí donde los grupos de activistas vuelven a labrar la derrota de la COB. Convocar a la gente a tomar una posición ante el gobierno de Evo Morales similar a la adoptada frente a los administradores del modelo neoliberal, no solo que es un grueso error estratégico sino una ignorancia de la propia historia de la otrora máxima organización sindical, cuando en algún momento propuso formas de cogestión y cogobierno a manera de presionar por la profundización de los procesos democratizadores.
Pero junto a esa posición equivocada está otro «acto de fe», Es el referido al método. Se parte de la absolutización de la insurrección como el método para la toma del poder, lo cual explica no solo la ausencia de estrategia de la COB ante un gobierno como Evo Morales, sino que recuerda la posición vacilante del ente sindical ante la experiencia guerrillera de Ñancahuazú con el Che e incluso Teoponte.
La línea insurreccional en el movimiento obrero es impulsada por las diversas fracciones trotskistas que no solo se disputan la paternidad de esa posición, sino que al mismo tiempo se refugian en las demandas salarialistas y reivindicacionistas de los trabajadores.
Otro dato de esta línea insurreccional es la presión que ejerce para convertir cualquier movilización social en una huelga general indefinida, cuando está claro que no toda protesta, por muy masiva que fuese, deviene en lucha por el poder político.
Esta táctica y estrategia de la que la COB es su prisionera, se ha traducido, vaya paradoja, en una apuesta por el «golpismo», que no corresponde a los métodos de la clase obrera en ninguna parte del mundo. Una cosa es que los policías y militares se sumen al bando de las fuerzas revolucionarias cuando la victoria sobre las fuerzas de derecha es inevitable y otra es que se toquen las puertas de los cuarteles de los «destacamentos especiales de hombres armados» para encontrar la fuerza que no se tiene y para derrocar a un gobierno revolucionario como el que encabeza Evo Morales.
El «golpismo», disfrazado de llamado a la insurrección, es, entonces, una concepción pequeño burguesa en las filas de los sindicatos obreros.
Un tercer elemento, quizá el más importante a la hora de hacer un balance de lo que dejó el último conflicto, es que «la clase» no existe. La afirmación, suficiente para ser calificado de hereje, parte de la recuperación de la tradición marxista de que la clase se constituye en la lucha y en el campo de lo político. La «clase obrera» no se constituye por el lugar específico que ocupa en el proceso de producción (una definición de Lenin que por desgracia condujo a una enfoque reduccionista), sino por la posición política que se tiene frente al capital y los capitalistas. Es decir, la «clase», para ser tal, se organiza como clase distinta, autónoma y diferente, en el campo de lo político y en la política, frente a la clase que combate.
Por tanto, la «clase» se constituye y se desestructura al calor de las victorias y las derrotas. No hay ninguna predestinación. Eso es lo que sucedió en 1985, cuando el modelo neoliberal llegó a golpear con dureza a la base material y política de la clase obrera. La derrota de marzo de 1985, por tanto, no solo tuvo consecuencias para el gobierno de la UDP, que tuvo que acortar su mandato un año, sino para la FSTMB y para la COB. El cierre de las minas lanzó a la calle a más de 30.000 trabajadores mineros a pesar de la «Marcha por la vida», y la libre contratación, como medida orientada a la flexibilización de la fuerza laboral, se expandió en poco tiempo hacia los trabajadores fabriles y al resto de la mano de obra para imponer una economía neoliberal que arrasó las lógicas productivas. Si hay algo que logró el neoliberalismo es domesticar a los trabajadores y desestructurar a la «clase» obrera.
Las asambleas mineras, verdaderas escuelas de formación política en otros momentos de la historia, se convirtieron en escenarios en los que las corrientes más revolucionarias empezaron progresivamente a ser desplazadas por otras de signo inverso. Quizá la expresión más clara de que las ideas caminaban por senderos distintos a la realidad, pero al mismo tiempo con el titánico esfuerzo de las expresiones revolucionarias de evitar lo inevitable fue el Congreso de la Chojlla, donde se aprobó la Tesis «De la resistencia a la oposición, de la oposición a la insurrección y de la insurrección a la victoria». Pero nada de eso sucedió.
Dos datos contundentes de que la «clase» ha dejado de ser tal es la posición de los trabajadores de Huanuni frente a su propia empresa y la demanda del 100% de jubilación. En el primer caso, los altos precios del estaño en el mercado internacional han sido aprovechados para establecer un pago bastante alto por el desgaste de la fuerza de trabajo, que sí existe, pero al mismo tiempo sin destinar un porcentaje superior a la renovación de la tecnología y al incremento de su capital que sí se necesita al momento de pensar en una actividad sostenible en el largo plazo. El Estado no puede, como en el pasado, descapitalizarse ni subvencionar actividades que en la actualidad tienen las condiciones objetivas favorables para aportar al conjunto del país. La eficiencia no está reñida con el compromiso revolucionario; es más, es su condición. El segundo caso es el rechazo al tercer modelo de jubilación presentado por el gobierno (entre el sistema de reparto y la capitalización individual) que a través de la creación del Fondo Solidario (sin dejar la cotización por compensación y el registro del aporte individual) pretende asegurar mejores rentas para los que en su vida aportaron menos por sus bajos salarios.
Entonces, la «clase» deja de existir. Cuando se pierde de vista los intereses generales, privilegiando los intereses particulares, el resultado no es más que la pérdida de liderazgo en la sociedad y la derrota es inevitable.
Entonces, ante ese panorama, lo que se coloca en el tapete de debate es la urgente necesidad de refundar la máxima organización de los trabajadores, pero también la necesidad histórica de repensar los términos de la relación entre el bloque indígena-campesino-popular con «la clase» obrera obligada a reconstituirse. No hay revolución sin una férrea unidad y articulación entre la «clase» obrera y los pueblos indígenas originarios, que es «la otra clase» en formaciones capitalistas coloniales como es Bolivia desde su fundación y la que empieza a cambiar al impulso de la revolución que hoy se lleva adelante.