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Radiografía política de la cuestión agraria y territorial

Fuentes: Rebelión

1. Antecedentes históricos  Las revoluciones agrarias, lo mismo que las revoluciones sociales, han tenido y se les ha otorgado un fuerte contenido económico y clasista muy excluyente, asociado exclusivamente a la lucha por el control y apropiación de la tierra que disputan sectores y clases sociales en conflicto. Siempre ha destacado el énfasis materialista, posesivo […]

1. Antecedentes históricos 

Las revoluciones agrarias, lo mismo que las revoluciones sociales, han tenido y se les ha otorgado un fuerte contenido económico y clasista muy excluyente, asociado exclusivamente a la lucha por el control y apropiación de la tierra que disputan sectores y clases sociales en conflicto. Siempre ha destacado el énfasis materialista, posesivo y clasista. Es decir, en la generalidad de los casos, se ha ignorado y despreciado las connotaciones culturales, étnicas y territoriales, bajo el argumento que, casi por definición, las revoluciones agrarias tenían que dejar de lado y superar viejos, inútiles e inservibles resabios históricos que impedían el avance, el progreso y la modernidad social, económica e histórica.

Lo indio, sus culturas y la forma de relacionamiento territorial y con la naturaleza, siempre fueron vistos con desdeño y hasta con una fuerte carga racial, excluyente y discriminadora; como una rémora y una carga inútil para el progreso de tipo occidental y capitalista. La antigua carga colonial y colonialista, se reproducía bajo nuevas formas de dominación y sometimiento.

En el caso de Bolivia, el análisis histórico tradicional da cuenta que en el país se ha producido una reforma agraria que coincide con la revolución nacional de 1952. Es más, que en consonancia con la significación transformadora de la revolución social, la reforma agraria también implicó profundos cambios en la tenencia de la tierra y un gran avance histórico y social.

Nadie ha logrado percibir que se trató de una revolución agraria con los ojos puestos en el retrovisor y el pasado, y por tanto conservadora y reaccionaria. Si bien supuso la liberación de la condición servidumbral del pongueaje que los terratenientes y las haciendas de corte feudal imponían sobre los indios; en cambio, obstruía las puertas para imaginar y realizar una vía alternativa comunitaria, territorial y social, a la fase pro burguesa y capitalista que se instauraba.

Al proceder al fraccionamiento y parcelación de la tierra para que ésta sea entregada en pequeños pegujales particulares (que convertían al indígena en campesino, y a la antigua comunidad colectiva y territorial en propiedades individuales privadas), en realidad lo que se estaba provocando no solo era una nueva embestida histórica contra la lógica andina del ayllu (que conservaba un manejo y relación territorial con la tierra), sino que contribuía a provocar la destrucción de las relaciones comunitarias y culturales (que resguardaban la capacidad de combatir el régimen de la propiedad capitalista individual que se les imponía). Es decir, se anulaba la posibilidad de generar una alternativa al sistema capitalista que, en ese momento, los estaba conduciendo e iniciaba una nueva fase de penurias y empobrecimiento sistemático debido a la minifundización, el fraccionamiento de sus territorios y a la marginación de los ayllus y las comunidades indígenas respecto del Estado y la economía.

Este fenómeno excluyente se remota hasta la época de la colonia, y lamentablemente se ha repetido bajo diferentes disfraces salvo en aquel caso del S. XVI, cuando ante la reformas del virrey Toledo se produjo un acuerdo tácito sancionado por la repetición y la costumbre, y que Tristan Platt dio en llamar un «pacto de reciprocidad» [1] /. Un pacto por el cual se logra resguardar y proteger nada menos que sus autoridades, sus territorios y su autogobierno. Es decir, un pacto entre iguales donde el Estado reconoce a las autoridades tradicionales de los ayllus, el autogobierno de sus jurisdicciones, y el manejo autónomo del régimen de tenencia de la tierra, a cambio de una tasa monetaria, prestaciones laborales y otros servicios a las autoridades civiles y religiosas.

Por extraño que pudiera parecer, y a pesar de algunas mutaciones y cambios que se produjeron a lo largo de los años en la forma y destino de los valores (pero que no cambian en esencia el concepto), se trata de un pacto que muy a pesar de las reformas liberales y la ley de exvinculación de 1874, e inclusive de la propia reforma agraria de 1953, sorprendentemente se extendió hasta años recientes en algunos lugares altiplánicos, tal como dan cuenta los hallazgos del propio Tristan Platt o de Silvia Rivera C., según se puede establecer de estudios etnográficos e históricos efectuados y que son mencionados en la misma obra.

Estos antecedentes históricos previos a la reforma agraria de 1953, son precisamente las reformas liberales y la ley de exvinculación comunitaria de 1874. Ellas, al margen de efectuar una reforma tributaria (bajo el argumento de ser más igualitaria), retirar la llamada moneda feble (que destruyó una próspera economía regional y el exitoso mercantilismo agrario cacical que comercializaba los excedentes de maíz, trigo y harinas inclusive en mercados vecinos del Perú), y efectuar una modificación al régimen de tenencia de la tierra; también declaró abolidas las comunidades y los ayllus, así como desconoció a las autoridades originarias para imponer la individualización ciudadana. Es decir, dichas reformas liberales dan lugar al establecimiento hacendal y terrateniente (muchas veces fraudulento, confiscatorio y coactivo como en el caso de la península de Taraqu por ejemplo, al borde del lago Titicaca, donde el Presidente Ismael Montes hizo secuestrar autoridades para obligarles a poner huellas digitales en documentos de transacción en favor de nuevos hacendados), cuyo dominio y duración se extendió hasta mediados del S. XX.

Por ello se puede señalar que las medidas liberales de la época estuvieron indisolublemente relacionadas y claramente dirigidas a hacer desaparecer la propiedad colectiva y territorial de la tierra (mismas que eran detentadas por comunidades, ayllus y markas), con tal de atender la necesidad de abrir el mercado a la libre circulación de la tierra, pero sobre todo para dar lugar a la constitución del latifundio y la propiedad individual de la tierra.

Ahora bien, como los hechos no se producen en forma unidireccional, aquellas reformas liberales provocaron a su turno la reacción y resistencia indígena. Primero con el surgimiento de «apoderados» reconocidos por el Estado para gestionar demandas que, aunque dieron lugar también a la aparición de falsos representantes que fraguaron contratos y contribuyeron a la fragmentación de los ayllus y la pérdida de extensos territorios, también originó importantes movimientos de reconocimiento y reconstitución territorial que persisten hasta hoy. Un ejemplo emblemático es la Marka Quila Quila de la nación Qhara Qhara, que actualmente está interpelando al estado plurinacional de Bolivia, precisamente para que se cumplan y apliquen sus derechos territoriales, políticos y de autonomía. Luego, posteriormente, también se expresó en la guerra federal y la rebelión indígena de 1899. En ella se enfrentaron la oligarquía industrial del norte contra la clase latifundista enclavada en el sur, y Pablo Zárate el Willca [2] /, líder y cacique histórico de la región andina altiplánica del país, se alía con el general Pando, apoyando a las tropas federales del norte que finalmente terminan triunfando y desplazando a los conservadores; pero con el añadido de que también traicionan la alianza con los indígenas, cuyos líderes inclusive son asesinados para dar lugar a un largo proceso de recomposición y acumulación de fuerza.

Para ello tiene que pasar una década hasta la rebelión de 1921, cuando junto a las luchas que los enfrentaron contra los hacendados, el ejército, las autoridades administrativas y judiciales de las provincias, y hasta los vecinos mestizos de los pueblos; surge nuevamente una red de caciques apoderados que aun cuando no logró revertir la usurpación de tierras y la formación de grandes latifundios, en cambio sí pudo detener su avance y preservar de la voracidad oligárquica a varios ayllus y markas que posteriormente buscaron su reconstitución y el reconocimiento del Estado.

La reforma agraria de 1953 por tanto, y vistas de esa manera las cosas, no es precisamente un hito revolucionario. Todo lo contrario, representa un golpe más a la larga intención liberal, republicana y capitalista (de carácter colonial), de terminar de destruir y hacer desaparecer los últimos resquicios territoriales y colectivos que se habían resistido y todavía persistían en comunidades y ayllus indígenas. Se trata de un nuevo intento para dar paso a la tan ansiada apertura del mercado de tierras, la propiedad privada, la homogenización y la monoculturización de la sociedad a través del mestizaje y la ciudadanización (vía campesinización de los pueblos y comunidades indígenas). En el caso de las tierras bajas y sus pueblos indígenas (cuya relación con el Estado y la sociedad dominante no habían alcanzado un grado de relacionamiento y resistencia tan marcados como en la región andina), la reconstitución latifundista y la neocolonización territorial que se extendió a partir de la reforma agraria del 53, dio lugar dramáticamente a la agudización de las condiciones de servidumbre y semiesclavitud por deudas que se imponían en las barracas y los grandes latifundios, a presiones territoriales que buscaron el exterminio físico y cultural, y al sistemático arrinconamiento de las comunidades indígenas hacia los lugares más alejados de la geografía nacional.

Así como en la fase del liberalismo, la república decidió sacrificar el mercado interno y el pujante mercantilismo cacical con tal de sobrevivir como casta hacendal y oligárquica dominante; así también con la reforma agraria nacionalista de 1953, se vuelve a asestar otro golpe (vía campesinización, homogenización cultural y marginalización excluyente), destinados a hacer desaparecer lo que se consideraban los últimos resquicios indígenas que aun persistían en el territorio nacional, para sustituirlos y someterse a un agente externo representado por los intereses privados internacionales.

2. La cuestión agraria y territorial en la actual coyuntura  

Ahora bien, todo este proceso de exclusión, destrucción y marginalización histórica que buscó la desaparición (cultural y física) de los pueblos y comunidades indígenas en el país, se supone que se trataba de un asunto que había sido superado con el establecimiento del Estado Plurinacional y la vigencia de la nueva Constitución Política emergente de la Asamblea Constituyente; la misma que había sido convocada precisamente para resolver estos problemas de íntima raíz colonial y colonizante.

Penosamente y muy a despecho de lo que se esperaba, pero sobre todo de lo que efectivamente constituye un mandato popular y constitucional establecidos y aprobados nada menos que en una Asamblea Constituyente; la problemática agraria y territorial no solo forma parte de las continuidades y aquella mirada de larga duración que pervive en la memoria histórica de los pueblos indígenas del país, sino que está sufriendo un gravísimo proceso regresivo y reaccionario, que a más de 13 años de gobierno es inocultable.

Al efecto, la marcha de la Nación Qhara Qhara de la región andina del país y de los 11 pueblos indígenas de las tierras bajas [3] / que se encuentran gravemente afectados por avasallamientos ilegales y la amenaza de instalar y construir grandes megaobras en sus territorios, es una muy fuerte interpelación al Estado Plurinacional, pero también representa la recuperación de su memoria histórica y de las luchas de resistencia que han tenido que enfrentar desde el periodo colonial. Para quien quiera realmente entender, esta Marcha que habiendo partido de Sucre, la capital nacional, con rumbo a la sede de gobierno hace más de 30 días, está poniendo en jaque las bases mismas de este régimen que ofreció cumplir el mandato popular y Constitucional, y está haciendo todo lo contrario.

La imposición del modelo desarrollista y salvajemente extractivista que impulsa, da cuenta de un proceso sistemático de exterminio y destrucción de los pueblos indígenas, del campesinado y de la propia naturaleza. Hay que tomar que cuenta que fuera de las extensas regiones y áreas tradicionales de exploración y explotación minera e hidrocarburífera que ya existen a lo largo y ancho del país, se ha decidido ampliar y abrir también las áreas protegidas y los territorios indígenas a la voracidad extractivista. Se las justifica como nuevas zonas donde se pretende seguir explotando y enajenando los recursos naturales del país, así como áreas para instalar y construir megaobras y gigantescos proyectos de infraestructura de cuestionable rentabilidad, que al margen de dar lugar a un millonario endeudamiento nacional por décadas, implicará graves consecuencias de destrucción de la naturaleza, la expulsión y reasentamiento obligado de muchas comunidades indígenas, así como graves efectos de contaminación, pérdida de biodiversidad y riesgos de desastre, como ya se han reportado en obras similares de otros países vecinos y con las mismas empresas (chinas) contratadas.

Los casos no son pocos y tampoco aislados. Se trata de la carretera por medio del TIPNIS que ha desnudado la impostura indigenista del régimen; las represas hidroeléctricas de El Bala y Chepete en el norte del departamento de La Paz; la represa de Rositas en Santa Cruz; el proyecto Ivirizu en el parque nacional Carrasco que ya ha reportado una grave y extensa deforestación de la zona; el proyecto hidrocarburífero en la Reserva de Tariquía en el departamento de Tarija; el proyecto agro industrial azucarero de San Buenaventura que habiendo provocado ya una extensa deforestación de tierras y bosques que no son aptas para la introducción de caña, tiene previsto ampliar semejante desastre a varias decenas de miles de hectáreas más; el proyecto de producción de etanol que supone una nueva ampliación de la frontera agrícola y la quema y chaqueo de extensas áreas, con el único propósito de beneficiar a los sectores agroindustriales y terratenientes, nada menos que para «alimentar» motorizados y vehículos, en vez de que semejante esfuerzo y recursos puedan dirigirse a la cada vez más crítica inseguridad y falta de soberanía alimentarias que sufre y reclama el pueblo.

A todo ello se suman las actividades mineras de gran envergadura, pero también de carácter informal y hasta ilegal que se encubren como actividades cooperativistas, que están provocando enormes estragos de contaminación y destrucción de la naturaleza en los ríos amazónicos y yungueños para extraer oro. También se trata de actividades que ya incursionaron inclusive en los glaciares como el nevado Illimani de La Paz, o lejanas comunidades en el departamento de Potosí. Es el caso de la mina San Cristobal, perteneciente a transnacional corporativa Sumitomo, que extrayendo ganancias calculadas en mil millones de dólares anuales, no solo ha tenido que trasladar de lugar a toda una comunidad rural (incluida su iglesia), sino que utiliza ingentes cantidades de agua [4] / que terminan provocando (en ambos casos mencionados) serios y graves problemas de pérdida y contaminación de aguas superficiales y subterráneas, que son tan críticas para la vida y supervivencia de todos los seres.

Como si ello no fuera suficientemente grave, en el plano agrario y forestal también se ha desatado una sistemática campaña de avasallamiento e instalación fraudulenta de asentamientos ilegales y tráfico de tierras que tienden a generalizarse en los territorios indígenas, las áreas protegidas, las reservas forestales y las áreas de protección con elevado valor ecológico y biogenético.

El problema es que se trata de un proceso paulatinamente legitimado por instancias y autoridades del Estado llamadas a proteger y cumplir lo que determina la normativa agraria e inclusive Constitucional. Sin embargo, a título de sanear y proceder a la titulación de tierras, se han dado a la tarea de repartir discrecionalmente y otorgar derechos individuales, pero a costa de convalidar avasallamientos y asentamientos ilegales, así como de afectar los derechos colectivos sobre la tierra y el territorio. Lo hacen nada menos que legitimando ocupaciones ilegales y fraudulentas en las llamadas tierras fiscales disponibles que fueron identificadas como resultado de un largo proceso de saneamiento que, de acuerdo a la última extensión de plazo aprobada en la ley 429 de 2013, tendría que haber concluido en octubre de 2017. Es decir, además están actuando ilegalmente al margen del plazo establecido en norma.

La trama para que suceda esto ha tomado años. Y es que urgidos por la presión campesina y especialmente colonizadora (mal llamada intercultural) para acceder a la tierra, pero también comprometidos con la alianza político-económica establecida con los sectores terratenientes y agroindustriales del oriente; el gobierno y estos actores corporativistas aliados encontraron y rompieron finalmente el eslabón más débil para resolver y paliar tan enormes intereses encontrados. En vez de proceder a la reversión de tierras de los grandes latifundios improductivos de terratenientes y empresarios agroindustriales que especulaban con la tierra [5] /, identificaron a los territorios indígenas, las áreas protegidas, las reservas forestales y otras áreas de disponibilidad fiscal resultantes del proceso de saneamiento, como los lugares donde se podía dotar y entregar derechos privados sobre la tierra, solo que a costa de afectar gravemente y desconocer los derechos colectivos, preferenciales y preconstituidos de los pueblos indígenas, así como los derechos ambientales y ecológicos de la poblaciones circundantes.

Es por esta razón que se entiende plenamente el verdadero sentido práctico que se ha dado a la Ley contra el avasallamiento y el tráfico de tierras (477 de 2013), porque es la clara muestra de un instrumento normativo que siendo que debería servir para evitar y proteger de dichos actos ilegales y abusivos (principalmente de zonas y áreas estratégicas de servicio ambiental, ecológico y de biodiversidad, así como de derechos colectivos y territoriales de los pueblos indígenas); en realidad termina sirviendo exclusivamente para proteger y resguardar los intereses económicos particulares de los terratenientes, los grandes empresarios agroindustriales, e inclusive extranjeros que se apropiaron y apoderaron de grandes extensiones de tierras.

En una perspectiva de la larga memoria histórica que es característica de los pueblos indígenas, se puede sostener que dicha trama corresponde a una especie de restablecimiento espúreo y bastardeado de aquel «pacto de reciprocidad» colonial post toledano, pero que en este caso implica nada más que un intercambio de favores, con el propósito de aniquilar y terminar de destruir a los pueblos indígenas, a los propios campesinos, y a la naturaleza.

Más precisamente, es la conformación de un consorcio corrupto (muy similar al que se ha identificado en la justicia entre policías, jueces y fiscales), siendo que en este caso lo componen funcionarios y entidades gubernamentales encargadas del proceso de saneamiento por una parte, y por otra dirigentes cooptados y organizaciones campesinas y colonizadoras que se han dado a la tarea de convertir el saneamiento de tierras, en una forma de delinquir, avasallar ilegalmente, contribuir a la destrucción y exterminio de los pueblos indígenas y la naturaleza, y encontrar una manera de acceder fraudulentamente a la tierra para especular. A cambio, dada la importancia numérica y electoral de estos sectores, el gobierno se asegura de recibir el respaldo social que requieren para reproducirse en el poder indefinidamente.

Aquello que en la colonia tuvo el mérito de proteger y conservar la autonomía jurisdiccional de los pueblos indígenas y sus ayllus, así como de sus propios sistemas de gobierno y la tenencia de la tierra; ahora tienen exactamente el avieso propósito contrario. Se ha impuesto un corporativismo individualista de carácter sindical y clientelar, como modo principal de distribución y acceso a la tierra.

Corroborando lo sostenido, hay que recordar que dichas organizaciones campesinas e indígenas, junto a sus dirigentes cooptados, deciden el nombramiento de autoridades útiles y «comprometidas» a sus intereses (ABT, INRA, Viceministerio de tierras). Han exigido y reclamado la anulación de parques nacionales y Tierras Comunitarias de Origen (TCOs), como es el caso del Madidi o la TCO Leco. También han promovido y efectuado avasallamientos y asentamientos ilegales como el caso del Territorio Indígena Multiétnico (TIM) en el Beni, o la reserva natural de Tucabaca en la Chiquitanía del departamento de Santa Cruz. No han limitado esfuerzos y gestiones que abogaron por la legalización de avasalladores ilegales y la extranjerización de grandes extensiones de tierra, como en el caso de los menonitas en la región forestal de Rio Negro en el Beni; e inclusive ahora no dudan en reclamar por la introducción de transgénicos y el uso indiscriminado y extensivo de agroquímicos, que entrañan tan graves problemas de dominación colonial y destrucción de la naturaleza.

Lo que no parecen percibir, es que este consorcio corrupto, constituye también una punta de lanza de la propia destrucción del campesinado y los colonizadores tal como los conocemos. Al asociarse y buscar asemejarse al tipo de producción empresarial de monocultivo extensivo, dejan de producir en forma diversificada, y se convierten en eslabones dependientes de la cadena del valor que responde a un proceso de terciarización de la producción agrícola. De esa forma, se convierten cada vez más en dependientes de la demanda de los supermercados y los grandes intereses comerciales. Por atender el espejismo de la acumulación y la riqueza, así como de la esperanza de mejorar las ganancias que provienen de la imagen exitista de empresarios y grandes intereses comerciales, pierden la lógica de producción y el trabajo comunitario, pierden el control y manejo diversificado de las semillas, y pierden el control del mercado y la comercialización de los productos. Se quedan esperando recibir mejores ingresos, cuando en realidad solo contribuyen a la acumulación de riqueza de unos pocos de los que dependen y cubren su demanda.

Resultado de ello, en el mejor de los casos, tenderán a convertirse exclusivamente en productores mercantiles abastecedores de los supermercados y (quizás) de las grandes cadenas comerciales. Sin embargo, es claro que la mayoría terminarán como asalariados servidumbrales o semiesclavos de las empresas agroindustriales y los terratenientes, tal como en gran medida sucede con zafreros, recolectores de castaña, o pequeños campesinos reducidos a la propiedad individual de minúsculos lotes de tierra. Su condición habrá pasado de ex campesinos y colonizadores comunitarios, a productores agrícolas individuales, pero dependientes y sometidos a la producción mercantil. Sin campesinos no hay seguridad ni soberanía alimentaria; pero si esos campesinos se convierten en productores comerciales a los que solo les interesa los ingresos y la ganancia, entonces habrán perdido su cualidad esencial que consiste en resguardar y controlar la diversidad genética de las semillas, garantizar la diversidad productiva y ecológica, así como reproducir el trabajo y la producción comunitaria.

En resumen, se puede afirmar que busca imponerse una visión desarrollista y extractivista de la tierra, que fortalece la iniciativa individual y la concentración de oportunidades en pocas manos, en desmedro de las iniciativas colaborativas, comunitarias y asociativas que caracterizaban tradicionalmente a las comunidades campesinas e indígenas.

Se ha retrocedido tanto que los pueblos indígenas se conformarían con el cumplimiento del derecho a la consulta y participación consagrada constitucionalmente, cuando en realidad deberían estar trabajando y teniendo todos los medios disponibles facilitados por el Estado, para ejercitar y cumplir su derecho a las autonomías, sus territorios, la autodeterminación, y a implementar su propia visión de desarrollo.

En fin, todo este proceso desarticulador, no solamente está poniendo en juego la desaparición y destrucción material de los territorios, de los propios pueblos indígenas y las comunidades campesinas, y la misma naturaleza, tal como hemos tratado de desmenuzar y explicar a lo largo del ensayo. En el fondo, la imposición del modelo salvajemente extractivista y desarrollista de claro ancestro colonial, lo que está poniendo en riesgo es también la desaparición de un modo de vivir y relacionarse armoniosamente con la naturaleza, que a su turno constituye el más viable paradigma alternativo al sistema. Al procederse con este impulso destructivo de la comunidad como forma de vida y como lógica de relacionamiento armonioso con la naturaleza, lo que sucede es que no solo se tiende a provocar un etnocidio y ecocidio, sino que se socavan las bases mismas de protección y resguardo de la vida y las bases materiales mismas del modelo/sistema de modernidad que se pretende imponer. Es más, el histórico y recurrente intento por romper la lógica indígena de control territorial y manejo comunitario del espacio y los recursos, también implica el intento de ruptura de su proyecto histórico, para ser sustituido violentamente por una nueva lógica de claro contenido colonial. Además, al imponerse a la fuerza (tal como se ha descrito a lo largo del texto), se rompe una forma propia de ocupación, transformación y manejo del espacio, ante el asalto avasallador propiciado y legitimado por el Estado (que en este caso ya no es el antiguo liberal o republicano, sino que se trata del Estado Plurinacional constituido a través de la aprobación de la nueva Constitución Política del Estado el año 2009).

Tal es el grave problema que atraviesan hoy los pueblos indígenas y las comunidades campesinas, que la ofensiva de asedio y amenaza que entrañan su eventual desaparición, es comparable a lo sucedido con aquella Marcha por la Vida encabezada por el proletariado minero, que dirigían las emblemáticas organizaciones nacionales de los trabajadores de todo el país, como fueron la COB y la FSTMB. Aquel dramático acontecimiento histórico que supuso nada menos que la derrota material e ideológica del proletariado nacional, así como su dispersión, relocalización y pérdida de sus fuentes de trabajo, fue ordenado nada menos que por el mismo Victor Paz Estenssoro, quien también había firmado la reforma agraria de 1953. En 1986, cuando se produjo el cerco militar y las amenazas de bombardeo que fueron efectuadas con aviones de caza de la Fuerza Aérea Boliviana, encabezaba un régimen neoliberal cuyos gobiernos se extenderían hasta inicios del siglo XXI, sobre la base de un programa desideologizador que pretendió hacer desaparecer todo vestigio marxista y de izquierda en el mundo. Al dar por concluida la guerra fría y producida la caída de los regímenes del «socialismo real» en varios países de Europa del este y la república soviética, la idea fue declarar «el fin de la historia» y el surgimiento de un único régimen imperial dominante, representado por el neoliberalismo global que en el caso de Bolivia tuvo como consecuencia la completa destrucción ideológica del proletariado y sus organizaciones matrices como la COB y la FSTMB que, como efecto de tal proceso, hoy se encuentran en un estado tan deplorable de sumisión, falta de independencia y sometimiento frente al poder de turno, que es imposible imaginarse mayor traición de sus propias causas y luchas.

En el caso de los pueblos indígenas y las comunidades campesinas, la coyuntura actual presenta el mismo riesgo de desaparición y destrucción, siendo que paradójicamente se trata de aquel nuevo actor protagónico y referente territorial y cultural que había surgido precisamente en los mismos años cuando aquella vanguardia política del país era derrotada y dispersada por la embestida neoliberal de la época. No hay que olvidar que la primera Marcha Indígena por el Territorio y la Dignidad de inicios de los años 90, posicionaba en el espectro nacional un nuevo concepto y un nuevo protagonista social, de tipo territorial y no clasista (como había sido la característica esencial de los actores protagónicos de las luchas pasadas), que contribuyó a reinventar la resistencia y las causas históricas populares del país a partir de entonces.

3. ¿Qué hacer?

Plantear una propuesta alternativa al sistema dominante que impera, siempre ha sido entendido como un acto subversivo, extremista y utópico (sobre todo porque se lo ha asociado y se ha tenido miedo a que invariablemente suponga actos violentos de enfrentamiento, pero también porque se tiene internalizada socialmente una especie de chip de rechazo y antipatía a todo lo que se entiende como subversivo, izquierdista y, peor, marxista).

Por eso se explica que una buena parte de la gente y el propio sistema internacional hayan optado por patear la pelota hacia adelante, para librarse de la responsabilidad de asumir y poner en marcha las medidas que corresponden frente a semejante peligro. Sin embargo, el mundo está tan caliente (literal y figurativamente), que ya es imposible de soportar, salvo a riesgo de asumir la completa desaparición de la vida tal como la conocemos de manera integral.

Entonces, sin aspaviento alguno, solo queda abordar el asunto con sinceridad y honestidad intelectual. Y en el caso de Bolivia, resulta claro que dadas todas las circunstancias históricas y coyunturales que se han analizado, no sería suficiente con emprender iniciativas destinadas a evitar la desaparición material de los territorios, las áreas protegidas, los pueblos indígenas, las comunidades campesinas y la propia naturaleza. Es absolutamente indispensable defender, proteger y preservar el modo de vida, la lógica y las prácticas comunitarias de relacionamiento con el territorio, así como la cosmovisión y el modo de relacionarse armoniosamente con la naturaleza que todavía es posible encontrar en las comunidades y pueblos indígenas. Allí se encuentran tanto las respuestas para resolver los graves problemas de nuestra sociedad, la oportunidad para saldar todas las deudas históricas y sociales acumuladas, así como una alternativa viable y factible frente al sistema imperante y el propio modelo salvajemente destructivo y extractivista que pretende extenderse hasta acabar con el país.

En ese sentido, un respaldo decidido a la causa, la lucha y las movilizaciones de resistencia que están representados en la marcha de la nación Qhara Qhara y los 11 pueblos indígenas afectados por actividades extractivistas, de avasallamiento ilegal y construcción de megaobras, constituye una obligación indispendable, si efectivamente se busca defender y proteger la vida, la naturaleza y los derechos de los pueblos indígenas.

No hacerlo equivaldría a repetir el mismo libreto internacional que continúa eludiendo su responsabilidad y haciéndole el quite a la obligación de resolver los gravísimos problemas de cambio climático y destrucción de la naturaleza que entrañan las políticas y modelos de carácter extremadamente consumista y extractivista que el sistema capitalista predominante impone.

Notas:

[1] / Platt, Tristan., Estado boliviano y ayllu andino. Tierra y tributo en el Norte de Potosí. 2ª edición. Biblioteca del Bicentenario de Bolivia. La Paz, Bolivia 2016.

[2] / Ver: Condarco Morales, Ramiro., Zárate el «temible» Willca. Historia de la rebelión indígena de 1899. 4ª edición. Ed. El País. Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. 2011.

[3] / Para un acercamiento al significado de la Marcha del pueblo indígena Qhara Qhara, Ver: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=252893&titular=la-marcha-de-la-naci%F3n-qhara-qhara-y-de-los-11-pueblos-ind%EDgenas-

[4] / Se calcula que en 20 años de contrato se utilizarán 292 millones de metros cúbicos de agua(¡!), y que el consumo de agua de esa sola mina, que alcanza a unos 35.000 metros cúbicos por día, supera varias veces y con creces, todo el consumo de toda la ciudad de Potosí.

[5] / Un caso emblemático al respecto es el referido al latifundio denominado como Bolibras de 100.000 has. de superficie. Por su localización y extensión cumplía un rol estratégico en la región de la reserva forestal de Guarayos en el departamento de Santa Cruz a mediados de los años 90 cuando se destapó. La propiedad resultante de una otorgación ilegal y de abuso de poder en favor de un ex ministro del gobierno de Banzer, terminó siendo revertida al dominio del Estado como resultado del escándalo provocado. Sin embargo, actualmente se sabe que la tierra ha sido distribuida, pero se desconocen los destinatarios finales de la propiedad, y tampoco se ha transparentado el proceso seguido para su correspondiente adjudicación, siendo que se trata de un ejemplo que debería servir como precedente de un grave hecho inadmisible e ilegal.

Arturo D. Villanueva Imaña. Sociólogo boliviano, Cochabamba.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.