Se acerca un nuevo 26 de junio. Los compas de Darío y Maxi acampan frente a los tribunales donde el poder pretende legitimar la impunidad de los responsables políticos de la Masacre de Avellaneda. En otros tribunales, en la Capital Federal, han rechazado el pedido de excarcelación de los presos y presas de la Legislatura, […]
Se acerca un nuevo 26 de junio. Los compas de Darío y Maxi acampan frente a los tribunales donde el poder pretende legitimar la impunidad de los responsables políticos de la Masacre de Avellaneda.
En otros tribunales, en la Capital Federal, han rechazado el pedido de excarcelación de los presos y presas de la Legislatura, que ya cumplen diez meses de prisión.
Unos días antes, se negó la excarcelación de Gabriel Roser, preso político perteneciente a un movimiento piquetero.
También en estos días, los tribunales de Jujuy condenaron a catorce años de prisión a Romina Tejerina. Violada, la joven intentó abortar, pero al no existir condiciones para hacerlo legalmente, el intento fracasó. La joven sufrió una emoción violenta al creer identificar en el rostro del recién nacido, al violador, que hasta hoy sigue en libertad.
En libertad está también Omar Chabán, y lo están los responsables de la Masacre de Cromagnon.
Parece una obviedad entonces, decir que la justicia es parte del sistema de dominación de los poderosos, que es clasista y sexista.
Romina presa, su violador en libertad.
Carmen presa. Chabán en libertad.
Cara y ceca de una misma moneda: la justicia de mercado, la bolsa de valores en la que se cotiza alto la hipocresía y nada valen la vida y la dignidad.
Los pobres, las pobres, los que no tenemos lugar, vamos cayendo en pozos que nos vuelven invisibles, frente a un sistema que excluye, y a una sociedad que niega y teme a aquellos que van quedando a la intemperie.
En la intemperie hace frío, no hay abrigo. Aunque la intemperie sea entre los muros de una cárcel, de un hospicio, o en los límites que nos impone la falta de trabajo, de estudio, de vivienda, de recreación.
¿Razones para la lucha?
Claro que las hay. Hay razones políticas, sociales, éticas.
Pero también luchamos desde las sinrazones. Desde nuestros lugares más irracionales. Desde sentidos que se rebelan con estupor frente a un sistema que devora de mil maneras, cada una más espantosa, a los hombres y a las mujeres, especialmente jóvenes.
Luchamos porque sentimos en nuestros cuerpos el fogonzado que acabó con la vida material de Darío y Maxi, haciéndolos vivir una vida nueva, multiplicada en miles de muchachos que aprendieron de su última imagen, el significado y el valor de la solidaridad.
Darío arrodillado junto a Maxi. Una razón más que suficiente para luchar. Un ejemplo a multiplicar. Darío poniendo lo único que tenía frente al poder asesino que mata de hambre y mata de balas: su cuerpo piquetero. Darío, tan parecido en la imagen que se va dibujando en el imaginario colectivo, al Pocho Lepratti, que aquel 19 de diciembre del 2001, en Ludueña, puso también su cuerpo frente a las balas asesinas y alcanzó a gritarle a los milicos: «Bajen las armas, que aquí solo hay pibes»…. Ahí está el Pocho hormiga también multiplicado, ejemplo y estrella recién nacida en el cielo de nuestras utopías. Muy cerca de Darío, de Maxi, de Aníbal Verón, de los motoqueros, de nuestros héroes y mártires, ya tantas veces 30.000.
Luchamos por razones legítimas, claro está. Trabajo, alimento, vivienda, tierras, derecho sobre nuestros cuerpos, justicia, libertad, dignidad. Luchamos porque nos da rabia el cuerpo encarcelado de nuestros compañeros y compañeras. Luchamos por tantos chicos asesinados, en todo el país. «Ellos formaron un ejército ahí arriba», nos dijo una vez Rosa Bru, la mamá de Miguel, «desde ahí nos empujan». Rosa, como tantas rosas, como tantas azucenas, como tantas madres que zurcen una y otra vez la herida que ya saben que no cierra, intentando sin embargo evitar que se desangre el cuerpo social de la Argentina. Madres que zurcen como Rosa, madres como Silvia, la mamá de Julián, que sigue cantando para intentar que no se silencie la canción, que junto a nuestros cuerpos nos venía acompañando como hermana de resistencias.
¿Razones para luchar? Hay más de una. Y lejos de levantar un muro de nostalgia, lo que sobre todo nos moviliza es la decisión, la convicción, la alegría, el deseo, la esperanza de cambiar el mundo.
«Ni muertos nos detendrán», dijo alguna vez Darío Santillán, que seguramente jamás imaginó ver su rostro en los pechos de tantos pibes, en tantas paredes, o escuchar su nombre gritado y cantado por tantas voces. Él no quería ser héroe, claro. Él quería ser un compañero más, empujando la historia y su marcha.
Ahora, con él marchamos, que es una manera de decir: con él luchamos. Marchamos, porque la inmovilidad nos provoca espanto, y porque tenemos certeza de que nuestro horizonte está aún más lejos que nuestras actuales utopías. Marchamos, caminamos, porque solo en movimiento podemos pensar en cambiar el mundo. Caminamos lento, paso a paso. Preguntamos a cada rato por el rumbo. Volvemos sobre nuestros pasos. Empezamos una y otra vez. Intentamos algún atajo. Cuando acampamos, no es para descansar, sino para dibujar en la cartografía popular, las señales de un nuevo territorio liberado, un espacio inventado para la vida verdadera.
Caminamos con la mirada en el horizonte, elegimos los senderos más que las grandes avenidas, avanzamos concientes que hay otros muchos caminantes por otros muchos caminos más grandes y más pequeños. Esperamos encontrarnos en la marcha. Esperamos sin desesperar, pero con esperanzas. Cuando los caminos se bifurcan nos despedimos con el saludo conocido: «nos encontraremos en la lucha».
Es «la lucha», precisamente, el territorio privilegiado de nuestros sueños, de nuestra memoria, de nuestros esfuerzos de creación y de resistencias, y el lugar en el que preparamos amorosamente el espacio para que germinen nuestras genuinas rebeldías.
¿Razones para la lucha? Son varias.
Nos niegan el trabajo, y lo estamos reinventando a nuestro modo. Trabajo sin patrones. Trabajo no enajenado. Trabajo en el que vamos generando relaciones no basadas en la opresión sino en la solidaridad.
Nos niegan la educación, y la estamos recreando a nuestro modo. Educación popular, en la que aprendemos y enseñamos, en la que construimos colectivamente nuevos conocimientos que nos ayuden a interpretar y a transformar el mundo.
Nos niegan la salud y la alimentación. Vamos redescubriendo nuestra alianza original con la naturaleza, y con los saberes ancestrales que reconocen en ella formas de vida menos contaminantes y alienantes, así como maneras de relacionarnos que nos permitan transitar por el mundo mejor vinculados entre nosotros, los oprimidos y oprimidas, identificando con mayor claridad quiénes y por qué nos oprimen (lo que en sí mismo ya es un signo de salud).
Nos niegan la esperanza, y la cultivamos cada día. En las semillas que desparramamos de una humanidad que no se rinde, que no se entrega, que no se cansa de luchar.
Se acerca un 26 de junio. Ya hablamos de algunas de las razones y de las sinrazones de nuestra lucha. Y sin embargo todavía no dijimos la fundamental, la que alguna vez nos enseñó un compa que puso el cuerpo, como Darío y Pocho, para sostener la esperanza: «déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor». Che tenía miedo al ridículo, pero recomendaba sin embargo, una y otra vez, endurecerse sin perder la ternura. Amor y ternura, serían las razones últimas y primeras, las razones que nos obligan, como los pibes desde allá arriba, a seguir fogoneando, a seguir andando, a seguir inventando la esperanza cotidiana que construye nuestra victoria, no la futura, sino la del presente siempre.
Junio de 2005