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Fuentes: La Jornada

  Estamos a un año de las elecciones federales más competidas en la historia contemporánea de México. A un año de que los mexicanos todavía queríamos creer en las instituciones y en la democracia. A un año de que, ingenuamente, pensábamos que si bien habían querido acabar con López Obrador (desde la táctica del desafuero […]

 

Estamos a un año de las elecciones federales más competidas en la historia contemporánea de México. A un año de que los mexicanos todavía queríamos creer en las instituciones y en la democracia. A un año de que, ingenuamente, pensábamos que si bien habían querido acabar con López Obrador (desde la táctica del desafuero hasta la guerra sucia de los medios en su contra), no lo habían logrado y que el 2 de julio en la noche estaríamos celebrando el principio del fin de las políticas neoliberales y entreguistas tanto de los panistas como de los priístas empanizados por obra y gracia de Salinas de Gortari, principalmente.

Las instituciones se traicionaron a sí mismas, y sus titulares, tanto en el IFE como en el tribunal electoral, demostraron lo que eran: peones del Poder Ejecutivo, es decir, del presidente en turno de la República. El fraude es lo que recibimos a cambio de muchas esperanzas e ilusiones. Un balde de agua fría del tamaño de las cataratas del Niágara nos cayó encima y Felipe Calderón, resguardado (todavía) por las fuerzas castrenses del país, se hizo del poder negándose a que se contaran los votos para despejar las dudas que no han desaparecido. Es fecha en que las boletas electorales no pueden ser contadas y cualquier día nos enteraremos de que ya fueron destruidas para ocultar el cuerpo del delito de esa lamentable elección que nunca debió haber sido como fue.

No nos desgarremos las vestiduras, simplemente recordemos lo que ocurrió, aunque sea para entender mejor por qué todos los días hay asesinatos gracias a la «guerra contra las drogas» declarada por Calderón, por qué la Ley del ISSSTE, por qué las reformas fiscales que nos quieren imponer, por qué Mario Marín y Ulises Ruiz siguen siendo gobernadores, por qué tantas cosas suceden al mismo tiempo que millones de mexicanos no ven cumplidas las promesas de campaña de quien se presenta como Presidente de México.

Mucho se ha escrito sobre el proceso electoral del año pasado y todavía aparecen nuevos libros, y seguirán otros probablemente. El tiempo transcurrido habrá servido, supongo, para reflexionar sobre lo sucedido y, para millones de mexicanos, persistirá la duda sobre los resultados, y la única respuesta que no se da, y que revelaría si hubo o no fraude, es la autopsia del cadáver, es decir, contar los votos emitidos hace un año, si es que ese cuerpo del delito no ha sido manipulado ya por médicos forenses sin escrúpulos.

A siete meses de la accidentada y caricaturesca toma de posesión de Calderón se entiende mejor por qué los panistas que llegaron al poder con Fox -y que no tienen nada que ver con quienes dirigieron su partido hasta mediados de los años 70 del siglo pasado- no querían soltar el poder. Si había alguna duda, ésta se ha despejado con toda claridad. Lejos de servir a los intereses nacionales han demostrado, comenzando con la «guerra contra el narcotráfico», su subordinación a los intereses estadunidenses para América Latina y México en particular, pero también a los intereses de quienes han querido convertir al país en enormes beneficios para unos cuantos sin importarles el resto, precisamente como actúa cualquier empresario en relación con sus trabajadores. Un añadido: los del sexenio pasado se sirvieron con la cuchara grande, y había que cubrirles las espaldas -como hacían antes los priístas-, y los actuales siguen haciendo de las suyas implicándose cotidianamente en negocios que nada tienen que ver con el libre mercado que supuestamente defienden.

El supuesto triunfo de Calderón ha significado, al margen de anécdotas reales e inventadas, la consolidación de un régimen político que iniciara con titubeos y pocos aciertos Miguel de la Madrid y que perfilara, «para los próximos 24 años», Salinas de Gortari. Me refiero a un régimen antiestatista, liberal sólo de nombre, tecnocrático en el peor sentido del término y, por supuesto, a favor exclusivamente del capital, tanto nacional como extranjero (más a favor de este último).

Los mexicanos ahora sabemos, por si hubiera habido alguna duda en el pasado, que todo se quiere privatizar salvo aquello que todavía no es negocio para los ávidos particulares que ya gozan de privilegios, que tales privatizaciones tienden a restar soberanía a la nación y apoyo social a los ya de por sí desprotegidos habitantes del país, a los que forman la mayoría.

El mexicano ordinario suele aceptar su situación de manera resignada o evadiéndose en la cotidianidad de la lucha individual por sobrevivir. Los que se organizan para luchar colectivamente por lo que les es común se enfrentan invariablemente al desdén cuando no a la represión ejercida por los poderosos, es decir, lo mismo de siempre; pero ahí están, como héroes sin estatua de un valor que no conocen los del poder: la dignidad.

Mucha gente -incluidas ciertas izquierdas que viven en el pasado o del cuento- no quiso entender que, pese a sus errores (que los hubo), López Obrador significaba terminar con el régimen político que la derecha (priísta y panista) estaba construyendo y que ahora se nos ha impuesto por la vía del fraude y el engaño.

Recordar lo ocurrido antes, durante y después de las elecciones no es flagelación por la «derrota» impuesta, sino un motivo más de reflexión y balance entre lo que tenemos y lo que hubiéramos tenido.