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Redistribución y reconocimiento

Fuentes: Página 7

Redistribución y reconocimiento. En esos dos ejes podrían resumirse las demandas que llevaron a la presidencia a Evo Morales en un camino abierto por rebeliones sociales contra un poder constituido marcado por el colonialismo interno. Y estos dos ejes pueden condensar el balance de los primeros cinco años de gestión gubernamental. ¿Cuáles son los cambios, […]

Redistribución y reconocimiento. En esos dos ejes podrían resumirse las demandas que llevaron a la presidencia a Evo Morales en un camino abierto por rebeliones sociales contra un poder constituido marcado por el colonialismo interno. Y estos dos ejes pueden condensar el balance de los primeros cinco años de gestión gubernamental. ¿Cuáles son los cambios, las inercias y los desafíos?

Es en el reconocimiento donde, sin duda, radica la principal legitimidad (especialmente en el sector rural) de la gestión Morales y le da sus credenciales de revolución democrática; sin duda, el recambio de elites ha transformado el paisaje institucional y ha contribuido a reconciliar a Bolivia consigo misma. Me atrevo a decir que la descolonización de facto (ocupación de espacios tradicionalmente excluyentes) es mucho más efectiva que los debates -mediados por multiplicidad de ONG y asesores, con financiamiento externo- sobre el plurinacionalismo (de hecho, el nacionalismo popular sigue estando muchos más arraigado que la idea plurinacional). Siguiendo los análisis de Charles Tilly sobre las redes de confianza, podemos decir que la fortaleza de Evo Morales se sostiene en enorme medida en la confianza étnica («es uno de los nuestros»).

El problema está en que las nuevas élites no son virginales, vienen de años, décadas y siglos de interactuar con un Estado patrimonialista, neocolonial y rentista, por lo que el peguismo* y el neopatrimonialismo popular es parte de la nueva realidad, con la que choca el propio Evo -que no deja de considerar a los masistas como peguistas-. Y el problema del rentismo conduce al de la (re)distribución. En realidad, los países cuya economía se basa en la exportación de un recurso natural abundante tienden a pensar más que en la redistribución de la riqueza, en la distribución de la renta disponible, lo que suele -como señala Alberto Acosta- ir acompañado de instituciones débiles, discrecionalidad en el manejo de los recursos públicos, políticas cortoplacistas y poco planificadas de los gobiernos, e ilusión de riqueza fácil derivada de la explotación y exportación masiva de recursos naturales, incorporada como un ADN en amplios segmentos de la sociedad y los gobiernos.

El modelo boliviano no escapa a estas constataciones generales y puede resumirse como extractivismo con políticas sociales más amplias. La inclusión social ha sido limitada y asociada al pago de bonos -en medio de una confusión conceptual sobre si los mismos son un punto de partida o una meta de llegada- más que al acceso al trabajo de calidad. La pobreza se ha reducido módicamente, la salud sigue siendo una deuda pendiente y el poco entusiasmo general con la ley Avelino Siñani echa dudas sobre mejoras significativas en la educación (un poderoso mecanismo de igualación). Es decir, los salarios indirectos siguen siendo bajos; al tiempo que la economía informal atenta contra una redistribución de ingresos vía salarios. Dicho bruscamente: si la salud y la educación no se transforman la «revolución» habrá fracasado.

El desafío es pasar del asistencialismo (sin duda necesario en esta etapa) a mayores niveles de igualdad. En este plano se puede observar la viabilidad de las políticas que no requieren mayor densidad institucional -como los bonos- y el empantanamiento de las que sí la requieren, como los planes de vivienda. De ahí que inclusión social y Estado «denso» sea inseparable.

Como ha señalado la socióloga económica Fernanda Wanderley, preocupa la forma fragmentaria de enfrentar los problemas y el hecho de que, en muchos casos, el acceso a la distribución dependa de la capacidad de presión sectorial. Así, las trabajadoras domésticas -el grupo emblemático de los legados del colonialismo y de la discriminación de género, étnica y de clase- sigue esperando la reglamentación de su ley específica desde 2003, mientras que sectores como las cooperativas mineras o los militares han logrado tratamientos específicos.

Más allá del debate abierto sobre si hay o no «enfermedad holandesa», queda claro que las políticas macroeconómicas «prudentes», vinculadas en gran medida a la acumulación de reservas y control de la inflación, fueron eficaces para mantener un crecimiento moderado pero no para producir una Revolución productiva que de consistencia real a la inclusión: los «megaproyectos» son más intensivos en capital que en trabajo y posiblemente habría que combinar los «proyectos estratégicos» con una industrialización menos ampulosa pero efectiva en término de bienestar colectivo (en la Unión Soviética, quienes proponían producir zapatos quedaban marginados por quienes discutían la revolución espacial; en nuestro país podemos quedarnos sin zapatos ni satélites…). Todo esto incluye un modelo agrario más sostenible -especialmente en el occidente, territorio expulsor de población- y ahí los elogios al «modelo paraguayo» -basado en la concentración de la tierra y la exportación de soya y carne- no hacen más que confundir las cosas. Lo mismo, es necesario discutir cuál es la estructura impositiva (progresiva) consistente con la búsqueda de la redistribución y mayores niveles de igualdad social. La «democracia corporativa» tiene la ventaja de incluir redes de confianza arraigadas en los sectores populares bolivianos (y en ese sentido contribuye a cierta democratización), pero también muestra sus límites.

*búsqueda de empleo público.

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