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Reforma electoral y regresión democrática: un diagnóstico inmediato

Fuentes: Rebelión

Ya ha sido anunciada la comisión de la Presidencia para la reforma electoral del sexenio que, seguramente, será procesada en el Congreso el próximo septiembre. Encabezada por Pablo Gómez Álvarez, ex dirigente comunista, socialista y perredista que desde 1979 ha pasado repetidamente por la Cámara de Diputados, el Senado y la entonces Asamblea Legislativa del Distrito Federal, y más recientemente jefe de la Unidad de Inteligencia Financiera de la SHCP, ese nuevo órgano presidencial incorpora a destacados personajes del partido Morena cercanos a Andrés Manuel López Obrador y a la mandataria Claudia Sheinbaum.

La periodista hoy secretaria de Gobernación y anteriormente de Seguridad Pública Rosa Icela Rodríguez; el exministro presidente de la Corte Arturo Zaldívar Lelo de Larrea, asesor jurídico de la presidenta y operador de la reciente reforma al Poder Judicial; Ernestina Godoy, exdiputada plurinominal y ex fiscal de Ciudad de México, actualmente consejera jurídica de la Presidencia de la República; Lázaro Cárdenas Batel, exgobernador de Michoacán que fue también coordinador de asesores de López Obrador y hoy jefe de la Oficina de la Presidencia; Jesús Ramírez Cuevas coordinador de Comunicación Social con AMLO, actualmente coordinador de Asesores de Sheinbaum; y José Peña Merino, jefe de la Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones, son quienes conforman también esa comisión estratégica para diseñar en el futuro próximo la conformación y distribución de posiciones del Poder Legislativo. Sólo el propio Gómez Álvarez y Godoy han sido legisladores, ambos por vía plurinominal; el resto, sin experiencia legislativa y ninguno especialista en derecho electoral o sociología política. Por su composición cien por ciento morenista, este cuerpo presidencial ha generado de inmediato la desconfianza de los partidos de oposición, ex consejeros del IFE/INE y estudiosos del tema electoral.

En efecto, los designados por la presidenta Sheinbaum tendrán que demostrar apertura real a las voces no oficialistas y fuerzas electorales opositoras, dando paso a una reforma que avance en mejores procedimientos de elección y una más perfecta representación en los órganos legislativos y de gobierno. No es algo fácil, dados los antecedentes recientes de los gobiernos del Morena.

Porque una buena reforma electoral, realmente democrática, debe partir de un buen diagnóstico; y el estado de nuestra democracia no es precisamente boyante en la actualidad. Va mi cuarto a espadas.

Varios rasgos caracterizaron los procesos que terminaron por ser conocidos como transición a la democracia. Expresión paradójica, pues si bien México vivió con el PRI décadas bajo gobiernos autoritarios, presidencialistas y corporativos, siempre se presumió que estábamos en un régimen democrático, con elecciones populares, renovación en los poderes y partidos de oposición. Pero, dejando eso de lado por ahora, entre esos rasgos estaban el dar certeza y respeto al voto libre e informado de los ciudadanos; la construcción de órganos electorales independientes y confiables; el pluralismo como distribución proporcional del poder entre la fuerza mayoritaria y las minoritarias y el respeto a estas últimas; el respeto y promoción a los derechos humanos; la instauración y fortalecimiento de instrumentos de control y rendición de cuentas. Una estructura, en fin, que no es sólo electoral, en la cual hemos visto apreciables avances y también retrocesos.

El antecedente principal y lo que podríamos llamar la madre de todas las reformas es la de 1977-78, en el gobierno de José López Portillo, que dio cabida a la representación proporcional en la Cámara de Diputados, pluralizó la representación política y dio registro a partidos y asociaciones políticas que no lo tenían. No con ello desapareció de inmediato la mayoría absoluta del partido dominante o de Estado, sino hasta 1997, cuando el PRI la perdió y tuvo que aceptar la negociación con las bancadas de los partidos minoritarios. Desde entonces, hasta 2024, el juego de fuerzas estuvo presente como mecanismo de compartición y distribución del poder, aunque la mayoría hubiera cambiado. Fue en esta última fecha que esa tendencia se revirtió y los organismos electorales INE y TEPJF —en votaciones divididas— construyeron para el Morena y sus aliados PVEM y PT una mayoría calificada artificiosa que en nada se corresponde con la votación obtenida por la coalición Juntos Seguimos Haciendo Historia. Y luego, esa mayoría espuria se selló con la cooptación de legisladores electos en el bando opositor que brincaron convenientemente y sin rubor al oficialismo.

Con ello se vio, también, que la ciudadanización del Instituto Federal Electoral ganada en la reforma de 1996 y vigente en el INE, y la independencia del Poder Judicial en su órgano electoral no fueron suficientes para garantizar la debida proporcionalidad en la distribución de los asientos camerales ni el respeto a las minorías. Si la pretensión con la anunciada reforma electoral es que los consejeros del INE, al igual que los magistrados del tribunal electoral, sean electos por votación popular, se habrá completado la captura por el nuevo partido de Estado de los órganos decisivos en los procesos de elección, ahora, de los tres poderes.

Gran parte de los esfuerzos democratizadores se enfocaron, después de 1988, a asegurar el respeto al voto como condición de legitimidad en la integración de los poderes públicos. Ello implica, además, la garantía de un sufragio libre e informado. “El voto libre —escribía Diego Valadés en una ponencia en 2018— está condicionado por múltiples elementos de manipulación que proceden, entre otras cosas, de las deformidades del Estado. Cuando el Estado utiliza instrumentos, recursos, tanto políticos como económicos, para coaccionar al elector, como ocurre en la realidad, significa que todavía no tenemos un voto libre”. Es decir, no basta con que los sufragios sean bien contados, sino que hayan sido depositados en la urna conforme a la confianza y convicción de cada ciudadano con conciencia moldeada por información suficiente. Es indispensable, entonces, eliminar la compra de votos o el condicionamiento de prestaciones o derechos a cambio de ellos. También el voto corporativo y la inducción manipuladora.

En las décadas recientes, si bien ese tipo de factores de adulteración nunca fueron erradicados, se vieron reducidos conforme se debilitaban el partido dominante y los sindicatos y organismos corporativos, y se mejoraban las condiciones de la compencia electoral. En la reciente elección judicial, empero, su impronta reapareció con fuerza cuando un organismo como el sindicato magisterial, SNTE, en el pasado marzo ofreció a los dirigentes del Morena, a través de su secretario general Alfonso Cepeda cinco millones y medio de afiliados a las filas de este partido entre los maestros y sus familias. Lo mismo ocurre con otras agrupaciones laborales y sociales, como las regenteadas por el monrealista Pedro Haces. Ambos dirigentes corporativos ocupan sendas senadurías por el partido guinda.

Pero también la hipótesis del voto libre y consciente quedó sumamente cuestionada en la elección judicial por el masivo reparto de “acordeones” en los que, si bien nadie aparece como responsable, figuraron los nombres de los candidatos a juzgadores proclives al partido oficial o a sus dirigentes. El uso de este no tan novedoso instrumento de inducción del sufragio seguirá presente; y no olvidemos que en 2027 habrá nuevamente elecciones al Poder Judicial Federal y los de varios Estados, concurrentes con el proceso electoral de diputados federales y la renovación de gobiernos en 17 Estados. La separación entre la formalmente apartidista elección de juzgadores y la de autoridades legislativas y gobiernos locales será imposible con los partidos y sus candidatos movilizados en campaña.

En fin, el respeto a los derechos de las minorías sociales y políticas, que inició con la reforma electoral de 1978, quedó seriamente lesionada tras la elección de 2024 con la subrepresentación de los partidos no integrados a la coalición gobernante —que significaron un 46 por ciento de los electores— para darle una cómoda mayoría calificada al partido presidencial y sus aliados. Valga recordar que en la LXIII legislatura de la Cámara de Diputados (2015-2018), el 60 por ciento de los diputados que obtuvo Morena en las elecciones, eran plurinominales: 21 de 35. Del sistema de representación proporcional se han servido el partido oficial y sus aliados no sólo para colocar a sus dirigentes en el Poder Legislativo, sino para dotarse de esa abultada mayoría ilegítima. Pero ahora, la amenaza es que la inminente reforma electoral buscará eliminar o reducir la representación proporcional y por tanto la de las minorías para volver al viejo régimen del partido dominante de Estado con control absoluto sobre el Congreso.

Ello no eliminará la partidocracia sino consagrará a una sola, la de Morena. Como lo he planteado en anteriores colaboraciones, no existe problema en la representación proporcional, sino en el poder que tienen las dirigencias partidarias para elaborar las listas de quienes llegarán a los congresos sin hacer campaña. Es la historia, entre otros muchos, de Pablo Gómez Álvarez, que ahora buscará, con el resto de sus compañeros comisionados, anular la presencia de las fuerzas minoritarias en los órganos legislativos.

Así, la reforma electoral planteada desde la presidencia, con su equipo ejecutor, vendrá a remachar los retrocesos que ya hemos visto durante el último año en la división de poderes, los medios de control constitucional, el acceso a la información y otros elementos de la democracia formal, para consolidar el régimen autoritario presidencial al que aspira el milenarismo morenista.

Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.