Los problemas de Repsol-YPF con la justicia boliviana llevan camino de convertirse en el cuento de nunca acabar. Pero es que difícilmente podría ser de otra forma. Acostumbrada a la más absoluta impunidad en sus actuaciones, la empresa transnacional se ha encontrado, desde la llegada al poder de Evo Morales, con un cambio de escenario […]
Los problemas de Repsol-YPF con la justicia boliviana llevan camino de convertirse en el cuento de nunca acabar. Pero es que difícilmente podría ser de otra forma.
Acostumbrada a la más absoluta impunidad en sus actuaciones, la empresa transnacional se ha encontrado, desde la llegada al poder de Evo Morales, con un cambio de escenario radical si se tiene en cuenta aquél en el que estaba habituada a operar. Ese cambio, pernicioso para la compañía pero lógico en un contexto de normalidad democrática, no es más que el derivado de la demanda de aplicación de la ley hasta sus últimas consecuencias por parte del actual gobierno boliviano ante las actuaciones de cualquier empresa que desarrolle su actividad en el país, siempre que existan sospechas fundadas de que ésta hubiera cometido algún delito y, tanto más, cuanto que el mismo pudiera afectar al interés general.
Y es que, hasta ahora, las tropelías de las empresas transnacionales habían escapado a la persecución de la ley como consecuencia de la sangrante dejación de funciones y la manifiesta corrupción en la que incurrían algunos de los anteriores gobernantes de Bolivia.
Para no hablar en el vacío, valga recordar, por ejemplo, que tanto gobernantes bolivianos del más alto nivel como empresas transnacionales del sector de hidrocarburos presentes en el país actuaban en connivencia para beneficio mutuo y en perjuicio del país.
Me estoy refiriendo, claro está, al ex-presidente Gonzalo Sánchez de Losada -obligado a renunciar por una revuelta popular en octubre de 2003 y reclamado actualmente por la justicia de su país- y su intento de que el gobierno boliviano firmara un contrato con la Pacific LNG, un consorcio de tres grandes transnacionales de los hidrocarburos (la British Gas, la Panamerican Energy y, ¡cómo no!, Repsol-YPF) para la exportación del gas boliviano hacia los Estados Unidos a través de Chile y México.
De ese proyecto, las referidas transnacionales esperaban ganancias multimillonarias, mientras que el Estado boliviano percibiría meras migajas.
Así, Edward Miller, presidente de British Gas, llegaba a afirmar que los ingresos previstos para las compañías serían cercanos a los 1400 millones de dólares anuales, mientras que las arcas públicas bolivianas sólo ingresarían entre 40 y 80 millones de dólares anuales. Por su parte, Repsol-YPF catalogaba esa inversión como la más ambiciosa que la compañía emprendería durante los próximos años en toda Latinoamérica.
De hecho, según las estimaciones empresariales, por cada dólar pagado al Estado boliviano por concepto de impuestos y regalías, el consorcio obtendría unos 24 dólares. Además, el negocio era redondo si se tiene en cuenta que el gas pretendía venderse a Estados Unidos a 70 centavos de dólar (lo que significaba una regalía para Bolivia de tan sólo 12 centavos), en tanto que el precio del gas en boca de pozo en Estados Unidos ascendía, en esos momentos, a cinco dólares.
¿Puede alguien en su sano juicio plantear que la firma de un contrato de esa naturaleza era beneficiosa para el Estado boliviano? Y, si no lo era, ¿cómo podía su máximo mandatario firmar un contrato así si no se introduce en escena la sospecha de comportamientos manifiestamente corruptos? Y, si el presidente de un Estado firma un contrato que atenta contra los intereses del mismo y tras su actuación existe la sospecha de corrupción, ¿no hay también alguien que se encarga de corromperlo?
Porque, sorprendentemente, la atención suele fijarse en el corrupto, en quien recibe dinero y/o prebendas a cambio de contratos, licitaciones y oportunidades de lucro en menoscabo del bienestar colectivo pero, sin embargo, se suele olvidar al corruptor, al que paga el precio que fija el corrupto -o incluso se lo impone- y recoge posteriormente, y ya «limpios» tras su paso por los mecanismos del mercado, los beneficios de su actuación ilegal. ¿O es que éste carece de responsabilidades y sólo merece la reprobación moral?
Y, cuando estas sospechas aparecen, ¿dónde se encuentran los gobiernos que ahora defienden a las compañías transnacionales haciendo de ello razón de estado? ¿Por qué entonces no hablan de las razones, ocultas o manifiestas, que llevan a un gobierno a firmar contratos contra los intereses de su pueblo y sí saltan rápidamente a la escena pública cuando se inician investigaciones para determinar si alguna de ellas incurrió en uno de esos delitos? ¿En qué lugar se ubican nuestros gobiernos en esos momentos? ¿En el de los pueblos víctimas del latrocinio, quizás? O, ¿en el mucho más cómodo de las transnacionales corruptoras frente a las que, como única reacción, alzan su vergonzoso silencio?
El País no muerde la mano que le da de comer
Pues bien, afortunadamente, el escenario boliviano ha cambiado en los últimos meses. El cambio no es más que, por fin, el gobierno de ese país ha decidido actuar en beneficio de su pueblo y anteponer los intereses de éste a los de las empresas transnacionales que venían campando por sus respetos en el país.
Esto, que ni siquiera puede considerarse un cambio revolucionario y que no es más que lo que en cualquier manual de ciencia política se considera como una virtud del funcionamiento de las democracias y se ejemplifica aludiendo a las occidentales, es algo que sigue sin admitirse. Y no lo admiten ni las empresas transnacionales que operan en el país ni los gobiernos que, confundiendo los intereses de aquéllas con los nacionales, niegan al gobierno boliviano la posibilidad de acometer lo que están obligados a hacer en su propio país.
Porque lo que el gobierno de Evo Morales ha hecho no es más que recurrir al Ministerio Fiscal, a través de una denuncia promovida desde el Ministerio de Hidrocarburos, para que investigue una presunta estafa por venta irregular de gas entre Andina, la filial de Repsol-YPF en Bolivia, y Petrobras en el año 2002 y que habría generado un daño económico para el Estado de unos 150 millones de euros tras ajustar el precio del gas exportado a Brasil.
En el curso de la investigación judicial, -semejante a la que se hubiera emprendido en cualquier país en el que el Ministerio Fiscal recibiera una denuncia y, tras estudiarla, comprobara que existen motivos fundados para investigarla-, se procedió al registro de las oficinas de Andina, se incautó la documentación relacionada con dicho contrato, se arrestó provisionalmente al auditor de la compañía y, horas más tarde, fue puesto en libertad bajo arresto domiciliario.
Evidentemente, el hecho del allanamiento ha sido denunciado por la propia compañía y por los medios de comunicación internacionales como una operación «irregular y desproporcionada». Como muestra, baste con leer la cobertura que le ha dado a la noticia el diario El País, fiel defensor de quien paga ingentes cantidades de dinero en insertar publicidad entre sus páginas, desde el pasado domingo 27 de agosto.
En efecto, el diario dedicaba dos portadas y, lo que es más significativo, un editorial («De nuevo, Repsol». El País, 28 de agosto) a la actuación de la justicia boliviana. En este último se alertaba sobre la persecución a la que era sometida la compañía en aquel país y se resaltaba el carácter conciliador del discurso del presidente Evo Morales aunque se contraponía a la referida persecución judicial, señalando la discrepancia entre el discurso de aquél y la actuación de la justicia boliviana.
En cualquier caso, lo más destacable de dicho editorial era el reconocimiento al gobierno boliviano de su derecho a tomar las decisiones económicas que considerara oportunas -¡faltaría más!- pero, al mismo tiempo, su advertencia de que esas decisiones deben respetar los contratos en vigor y, en su caso, que el Estado deberá satisfacer las indemnizaciones «dictadas eventualmente por los tribunales».
No me negarán que resulta curioso el hecho de que El País reconozca la capacidad y soberanía de los tribunales para dictar sentencias que establezcan indemnizaciones pero, al mismo tiempo, les niegue la potestad para investigar las denuncias contra la compañía.
Pero, igualmente, también resulta sorprendente el silencio de El País sobre el hecho de que el registro de la sede de Andina obedeció a que, como señalaron los fiscales que llevan el caso, la compañía se había negado a entregarles la documentación que se les había solicitado.
Y este silencio hay que calificarlo de sorprendente, cuando no de malintencionado, si se tiene en cuenta que ese «pequeño» detalle sí que había sido publicado en La Razón, periódico boliviano perteneciente, al igual que El País, al grupo PRISA («Fiscales allanan las oficinas de la petrolera Andina». La Razón, 26 de agosto). ¿Falla la comunicación entre empresas de un mismo grupo y dedicadas a una misma actividad: la información «veraz»? ¿O será que interesaba tergiversar la realidad para, así, respaldar la imagen mantenida por los responsables de la compañía de que la actuación de la justicia boliviana fue «desproporcionada»?
¿Qué pretendían esos directivos que hiciera la justicia boliviana? ¿Arrodillarse ante las puertas de la empresa y suplicar que les entregaran los documentos solicitados? ¿Actúa así la justicia española, por ejemplo, cuando reclama documentos a una empresa para iniciar una investigación? Y, si actúa al igual que la justicia boliviana, ¿por qué aquí se aceptan esas acciones como un episodio normal en el curso de una investigación en la que el investigado se niega a colaborar y, sin embargo, con respecto a aquélla se tacha su actuación de «desproporcionada»?
Es más, si no hay nada que ocultar y todo se ajusta a derecho, como afirma la compañía, ¿por qué Andina no colabora con la justicia? ¿Por qué los únicos casos de registro se han producido han tenido como protagonista a esta compañía cuando existen otras transnacionales que también operan en el país? ¿No será que, por alguna razón ignota, su grado de impunidad era proporcional a la magnitud de su importancia en el sector de hidrocarburos?
El comunicado de Repsol-YPF: entre amenazas y silencios interesados
Ante todas esas preguntas, la respuesta de la empresa transnacional ha sido la emisión de un comunicado que raya en lo esperpéntico habida cuenta del historial de denuncias que carga a sus espaldas en Bolivia.
De entrada, califica el registro del Ministerio Fiscal de injustificado y, convirtiéndose en juez y parte, no duda en afirmar «que lo sucedido constituye una medida impropia de un Estado de Derecho y del respeto al orden jurídico constitucional». Pero, casualmente, este juicio se sustenta sobre el ocultamiento de la misma circunstancia que silenció El País: que previamente la empresa se había negado a aportar la documentación y sólo lo hizo cuando el registro ya era efectivo. Singular coincidencia en los silencios, ¿no les parece?
Pero, además, ¿hubiera calificado la opinión pública de «injustificado» un registro tras conocer que la empresa se negó a entregar los documentos requeridos en tiempo y forma?
A continuación, y en un tono amenazador intolerable, advierte de su disposición a emprender acciones legales «si continúa la sistemática persecución de la Fiscalía de Bolivia contra la compañía». ¿Y por qué si considera que se han vulnerado sus derechos no las emprende ya? ¿Por qué no denuncia ante los tribunales bolivianos la persecución a la que, presuntamente, se ve sometida por el gobierno si considera que ésta existe y tiene pruebas para argumentarla? O, lo que es más curioso: si desconfía de la imparcialidad de la justicia boliviana, ¿por qué amenaza con «ejercitar acciones legales ante todos los foros de justicia independiente, nacionales e internacionales, en la defensa de sus derechos y los de sus empleados»?
Finalmente, no termina ahí el desbarre del comunicado, sino que Repsol-YPF también se permite afirmar que estas medidas, ejecutadas por el poder judicial boliviano en el absoluto ejercicio de su independencia respecto al resto de poderes del Estado, en nada coadyuvan a las negociaciones que desarrollan gobierno y empresas del sector en el marco del proceso de nacionalización.
En este caso, Repsol-YPF confunde los planos de la realidad y considera que, por el hecho de estar inmersos en ese proceso de negociación, goza de impunidad retroactiva y que, en consecuencia, las autoridades judiciales deberían cesar cualquier investigación sobre los delitos que la empresa hubiera cometido en el pasado. ¿Se puede plantear mayor desfachatez?
Evo Morales vuelve a dar lecciones de democracia
En definitiva, lo que está ocurriendo en Bolivia con Repsol-YPF no es más que la consecuencia lógica de la vergonzosa actuación que la compañía ha tenido durante los años que lleva operando en el país.
El clima de impunidad en el que se había desenvuelto hasta la llegada al poder de Evo Morales se ha quebrado definitivamente y está sacando a la luz los platos rotos que yacían bajo la alfombra y los atropellos que hasta ahora se resolvían con el silencio.
Al mismo tiempo, nuestros gobernantes -los que aún no han comprendido que una empresa transnacional carece, por definición, de nacionalidad-, se convierten en cómplices de las tropelías cuando acuden, cual serviles lacayos, a presionar al gobierno boliviano para que cesen con lo que ellos consideran como un comportamiento hostil y poco conciliador.
Y es ahí cuando se encuentran frente al hombre que, con palabras mesuradas, les ofrece la única respuesta que cualquier gobernante realmente demócrata puede ofrecer: la justicia boliviana es independiente y el gobierno no puede ni debe interferir en su actividad. ¡A ver si vamos aprendiendo!
Alberto Montero Soler ([email protected]) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y colaborador habitual de Rebelión.
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