No estuvo muy feliz en sus declaraciones Miguel Pichetto, el jefe de la bancada oficialista en el Senado de la Argentina. En el debate en torno a la prórroga de la Emergencia Económica -un engendro que le otorga al Poder Ejecutivo poderes prácticamente omnímodos para centralizar los recursos tributarios en el Poder Ejecutivo y ejecutar […]
No estuvo muy feliz en sus declaraciones Miguel Pichetto, el jefe de la bancada oficialista en el Senado de la Argentina. En el debate en torno a la prórroga de la Emergencia Económica -un engendro que le otorga al Poder Ejecutivo poderes prácticamente omnímodos para centralizar los recursos tributarios en el Poder Ejecutivo y ejecutar el presupuesto nacional de manera discrecional- declaró que los argentinos «tenemos que pagar la deuda externa, no podemos caer en el default como Correa en Ecuador. No somos un país bananero, tenemos que pagar.»
Con su exabrupto, Pichetto pasó a engrosar la larga fila de simpatizantes y partidarios del kirchnerismo que con sus dichos y sus acciones parecen diabólicamente empeñados en entorpecer la gestión de la Presidenta Cristina Fernández en vez de facilitarla. Su torpe declaración demuestra también que la sabiduría y el tacto político no son precisamente las virtudes que caracterizan a la primera espada del oficialismo en el Senado. En primer lugar, el sólo hecho de hablar de «país bananero» es de por sí repudiable y merece una enérgica condena: su uso significa no otra cosa que la asimilación del lenguaje racista y colonialista que inventó la derecha norteamericana desde finales del siglo diecinueve para justificar sus tropelías en el Caribe y Centroamérica. Lo que subyace a esa caracterización es la idea de que hay pueblos inferiores y pueblos de señores, y que las repúblicas que pretenden instaurar los primeros están fatalmente condenadas a degenerar en «bananeras» debido a la irremediable inferioridad racial de sus poblaciones. Se trata, por lo tanto, de un error mayúsculo en labios de un representante de un gobierno que se esmera por aparecer como «progresista» y, peor aún, cuando además lo refiere a un país cuyo gobernante, Rafael Correa, mantiene excelentes relaciones con la Casa Rosada que es de desear no se resientan por este lamentable comentario.
Pero hay otra consideración, tal vez más grave que la precedente: ¿cómo es posible que se descalifique tan groseramente a un gobierno como el ecuatoriano, que ha tenido la sensatez y la valentía de ordenar la realización de una rigurosa auditoría internacional de su deuda externa? Si Ecuador es una «república bananera», ¿cómo calificar a la Argentina, que la ha venido pagando a lo largo de veinticinco años sin que sus sucesivos gobernantes prestaran la menor atención a las numerosas voces que plantearon la insanable ilegitimidad de una deuda contraída en su gran mayoría por la más atroz dictadura de nuestra historia, y en la cual se conculcaron todas las libertades y garantías constitucionales? Tal como lo comenta un estudioso del tema, el ex diputado justicialista Mario Cafiero, ningún gobierno se atrevió a investigar la génesis de la deuda externa. El de Néstor Kirchner no fue excepción a esta regla porque la renegoció -es cierto que obteniendo una importante quita- pero aceptando tácitamente la legitimidad de la deuda generada por la última dictadura militar mediante toda clase de negociados y fraudulentas operaciones financieras.
Siendo riguroso con los términos podría redefinirse el concepto diciendo que una «república bananera» es la que obedece sin chistar al amo imperial y a sus acreedores, por más que éstos sean simples delincuentes de cuello blanco como los que controlan el sistema financiero internacional. Sin caracterizarse por un clima precisamente tropical gobiernos como los de la República Checa o Polonia son exponentes insuperables de esa forma de régimen político. En otras palabras, no es necesario producir bananas para ser una «república bananera». Lo esencial es la obsecuencia ante el emperador y la voluntad de ser su sirviente y su lamebotas. Otro ejemplo notable: la Argentina en los años de Menem, cuando se proclamó la insólita doctrina de que ese país debería tener no sólo buenas relaciones con la Casa Blanca. Tal cosa era insuficiente: para insertarse seriamente en la globalización neoliberal ¡debía tener «relaciones carnales» con Estados Unidos! Resumiendo: una «república bananera» es la que actúa solícitamente ante los reclamos del imperio para aprobar en menos de lo que canta un gallo el emplazamiento de cohetes con ojivas nucleares apuntando a Rusia; o una legislación antiterrorista que en los hechos criminaliza toda forma de protesta social; o la que canceló de un plumazo la deuda con el FMI cuando este requería urgentemente de fondos frescos, operación ésta realizada al unísono por los gobiernos de Brasil y Argentina y presentada ante la opinión pública como un audaz «desendeudamiento» que, supuestamente, colocaría a estos países más allá del alcance del FMI y del dogma neoliberal.
Una república digna de ese nombre, en cambio, actúa como lo ha hecho el Ecuador, que sin aspavientos ni estridencias exige y convoca a una auditoría internacional de su deuda externa y declara que sólo pagará lo que legítimamente se adeuda y ni un centavo de más; o que expulsa del país a una firma transnacional brasileña, Oderbrecht, porque construyó una planta hidroeléctrica con daños estructurales. Habría que recordarle al desatinado senador que una verdadera república no reforma la Constitución Nacional como lo hizo la Argentina en 1994: producto de un pacto sellado a puertas cerradas entre los dos principales líderes políticos del país y aprobando como ley suprema de la Nación lo que decidieron los convencionales sin someter el nuevo texto al veredicto final del pueblo, como sí lo hizo Correa con la nueva constitución ecuatoriana, abrumadoramente ratificada por la voluntad popular. Por eso la de Ecuador no sólo es una de las más avanzadas del mundo sino también una de las más legítimas. Avanzada, no sólo porque entraña un largamente postergado reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios y sus instituciones, lenguas y culturas sino también porque establece, entre muchas otras notables innovaciones, que la naturaleza es sujeto de derecho y no una mercancía que se puede utilizar y abusar sin ninguna clase de restricciones como se hace en la Argentina, que permite que los grandes oligopolios transnacionales devasten el bosque nativo, las cuencas acuíferas, los valles y los glaciares cordilleranos. Si como dice Pichetti Ecuador es una república bananera, ¿nosotros qué diablos somos?
Atilio A. Boron, director del Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales (PLED), Buenos Aires, Argentina.