El traslado de un monumento del “conquistador del desierto” ha desatado una controversia que debería conducir a una amplia reconsideración del pasado nacional y de las bases de sustentación del Estado argentino.
Las autoridades de San Carlos de Bariloche han decidido desplazar al monumento a Julio Argentino Roca del Centro Cívico de la ciudad hacia otro lugar menos conspicuo. La argumentación de la decisión por parte del intendente ha sido muy prudente. Hasta se la podría tildar de tímida o evasiva. Considera que su presencia en un sitio tan céntrico se torna “conflictiva” y recuerda que es “vandalizada” con frecuencia. El traslado tendría entre sus finalidades principales la preservación.
Aducen también que es necesario liberar la superficie del Centro Cívico, de acuerdo al diseño original del proyecto. La estatua no irá a un depósito ni a un lugar muy alejado, sino a un espacio que compartirá con, entre otras, la imagen de Juan Manuel de Rosas.
No hay una condena del personaje, al menos no está explicitada, aparecen más bien referencias a que “…los pueblos originarios se sienten afectados por la presencia de Roca. Para evitarlo, es bueno buscar un lugar que no sea tan central para la mirada de quien va al Centro Cívico, que es utilizado por todos” (Declaraciones del Intendente Gustavo Gennuso del 24/07/2023.
Esos zigzagueos discursivos tuvieron una recepción por lo menos escéptica de parte de las comunidades originarias. Orlando Carriqueo, huerquén del Parlamento Mapuche Tehuelche de Río Negro sostuvo “…los fundamentos para el traslado de la estatua de Roca en Bariloche son paisajísticos, no por reconocimiento de genocidio.” “Si hay que sacar la estatua de Roca es por lo que significa para nosotros, los pueblos originarios. (…) Ahora lo que intentan es resguardarlo del, entre comillas, vandalismo.”
¿Defensa de la soberanía o genocidio?
Como era de prever, la estudiada moderación de la autoridad municipal, avalada por la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos no inspiró ninguna clemencia por parte de la oposición de derechas.
Fueron varios lxs dirigentes de ese sector que salieron al ataque contra el traslado, y en defensa de uno de sus “próceres” favoritos. Varios de ellos lo hicieron en un tono destemplado, con el rionegrino Miguel Ángel Pichetto a la cabeza. No vale la pena reproducir esas expresiones, ya expuestas y analizadas en otra ocasión.
Las razones para la defensa del dos veces presidente suelen ir encabezadas con la justificación de “la conquista del desierto” como factor de consumación de la integridad territorial del país y de preservación de la soberanía nacional sobre la Patagonia, disputada con Chile.
A la hora de disculpar la masacre de pueblos indígenas se acude a que no hay que aplicar categorías acuñadas en épocas posteriores, como la de “genocidio”. Como si el asesinato masivo de indígenas no fuera un crimen cometido en perjuicio de una población a la que se deseaba eliminar o desplazar, más allá de la denominación que se le aplicara en la época.
Nada dicen los panegiristas del general tucumano acerca del destino con trazas de esclavitud de las y los originarios sobrevivientes; alejados de sus lugares de procedencia, recluidos en un campo de concentración en la isla Martín García, sometidos a trabajos forzados en los ingenios tucumanos, repartidos entre familias porteñas como sirvientes.
Se escinde el hecho de la “conquista” de su propósito económico y social fundamental: La integración de vastísimos espacios a la explotación capitalista de la tierra, previo reparto de esas extensiones a un núcleo de terratenientes que en muchos casos vio ampliados los dominios que ya tenían en otras partes del país. Mediante ese escamoteo, es más cómodo presentarla como una “gesta” desinteresada y patriótica.
La “epopeya” del Sur no fue una realización de toda la nación sino una empresa de la clase dominante, orientada al afianzamiento del proyecto agroexportador que vertebraba al capitalismo argentino.
Cabe señalar aquí una inconsecuencia. Los fervorosos defensores de la integridad territorial, que endiosan a Roca por haber puesto a la Patagonia bajo soberanía nacional efectiva, no formulan la menor objeción a que porciones del territorio nacional sean hoy apropiados por empresarios extranjeros para su explotación económica o disfrute exclusivo.
Los mismos que tiemblan de indignación ante cualquier ocupación de tierras por comunidades mapuche se codean con Joe Lewis, el “dueño” de Lago Escondido. Y contribuyen en la medida de sus posibilidades a ofrecerle nuevos y redituables negocios, tal como puede leerse aquí
Como sus antecesores del siglo XIX y principios del XX, los valedores del capitalismo argentino de hoy utilizan una lente que deforma a la hora de apreciar la soberanía. Fervorosos defensores de la identidad nacional a la hora de enfilar hacia trabajadores, pobres y desposeídos, la vara se tuerce o cambia si se trata de celebrar los avances de los “inversores externos”.
¿Fundador del Estado argentino?
Junto con las especiosas aseveraciones a favor de la “conquista”, los valedores de quien dirigiera el Partido Autonomista Nacional, lo destacan como autor fundamental de la consolidación del Estado y eminente modernizador de esta sociedad. Allí, entendemos, no cabe la refutación airada, porque esas afirmaciones contienen muchos elementos de verdad, claro que percibidos con una lente de clase.
Roca fue un auténtico fundador del Estado argentino. Con su gestión coincide la ocupación efectiva del territorio, el arreglo de los principales conflictos de límites, la federalización de Buenos Aires, la configuración del Ejército nacional (incluyendo el servicio militar obligatorio y su carácter de única fuerza armada en el país), el establecimiento de la unidad monetaria, la realización de obras de infraestructura fundamentales para integrar el mercado nacional, las medidas que dieron forma a una parcial separación entre Iglesia y Estado, la regulación básica de la educación pública, etc. Y se implanta un régimen político elitista y fraudulento, pero estable, en un país donde hasta entonces, los comicios solían terminar en guerras civiles. La “paz” que se pretendía imponer se asentaba también en la potestad estatal para expulsar extranjeros “revoltosos”, fijada en la Ley 4.144, conocida como “de residencia”, una piedra angular para el combate contra el movimiento obrero.
Si la mirada que se adopta sobre la historia y el presente argentinos es la de los “dueños del país”, la de la deferencia hacia una clase capitalista que, como muchas otras en el mundo, avanzó chorreando sangre y fango, se entiende que la valoración hacia el “prócer” sea de agradecimiento e incluso de veneración. Esta sociedad desigual e injusta pero proveedora de grandes beneficios para los propietarios de los medios de producción, nativos y extranjeros, le debe mucho al hombre que llegó con las armas al Río Negro. Quienes lucran en ella no pecan de incoherentes al exaltarlo y clamar en defensa de sus estatuas.
“Los de abajo”.
Si en cambio, en la ineludible toma de partido, se lo adopta por las clases subalternas, los explotados y marginados del pasado y el presente, las víctimas del genocidio indígena, la conclusión será opuesta.
En las últimas décadas se vienen multiplicando las manifestaciones públicas de una conciencia crítica sobre los aspectos más deletéreos de la trayectoria de Roca. El reclamo por la vida y por la tierra ancestral de los pueblos originarios ha alcanzado una presencia creciente, que comprende la demanda de reconocimiento del genocidio.
Una parte no desdeñable de la sociedad argentina parece no estar ya dispuesta a convalidar con su silencio o indiferencia los monumentos erigidos en su homenaje y los discursos laudatorios.
Con todo, la eventual supresión del culto a Roca implica una contradicción ideológica y política fuerte para el Estado nacional argentino tal como lo conocemos. Como hemos visto, descansa hasta hoy en bases provistas durante la actuación pública del general tucumano.
Llevar a fondo el cuestionamiento a lo que significó el “roquismo”, se vincula a definirse por una sociedad argentina fundada sobre nuevos principios. Lo que conduce a cuestionar las vías de desarrollo del capitalismo argentino y su pervivencia actual. Y en el plano político a colocar en tela de juicio la idea misma de nación que ha tenido prolongado consenso en nuestro país.
La respuesta necesaria es una noción de Argentina que se cuestione la concentración del capital y la tierra. Que deje de identificarse con la presunta “blanquitud” europea de nuestra sociedad. Y rechace el ninguneo de los que no vinieron “de los barcos”.
Lo que requiere una batalla política y cultural de vasto alcance que tiene entre sus muchos puntos a cumplir, el de la “desmonumentación” del “conquistador del desierto”.
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