El pueblo mexicano sabe muy bien que su principal enemigo, su enemigo de siempre, su enemigo histórico es Estados Unidos. Fue este país el que le arrebató a México, a mediados del siglo XIX, más de la mitad de su territorio. De modo que no hay gran necesidad de crear y fomentar en México una ideología antiestadounidense.
Pero seguramente sin proponérselo, Estados Unidos se encarga de fomentarla y reforzarla cada día todos los días. Y en este segundo mandato de Donald Trump, Washington hace todo lo posible por incrementar aún más el sentimiento anti estadounidense entre los mexicanos de a pie.
Hoy mismo, las injurias, calumnias y amenazas contra México contribuyen a formar una argamasa que solidifica el viejo anti imperialismo mexicano, siempre presente y siempre a flor de piel entre la raza de bronce.
Hasta ahora, ciertamente, la cosa se ha mantenido en la esfera del discurso. Y no será fácil que pase de las palabras a los hechos, como, digamos, la expulsión de diez o doce millones de trabajadores mexicanos indocumentados.
O como la imposición generalizada de aranceles. Y menos fácil todavía que la fiebre discursiva de guerra se convierta en realidad. Ni siquiera en acciones bélicas pequeñas, limitadas, acotadas, como esas con las que nos amenaza el nuevo embajador yanqui.
Se trata de fuegos fatuos, de palabrería hueca, de simples acosos verbales. Y, finalmente, de presiones políticas inútiles. ¿Van los yanquis a reeditar la tristemente célebre (para ellos) expedición punitiva del John Pershing contra Pancho Villa? ¿Van de nuevo a invadir Veracruz? ¿Van a revivir la infamia de 1847?
¿Querrá Washington tener un nuevo Vietnam, un nuevo Afganistán, un nuevo Irak en una de sus kilométricas fronteras? Es obvio que el nuevo embajador yanqui es hombre de mucha lengua y poco seso, como el demente que lo designó.
Para invadir militarmente a México tendrían que realizar una atrocidad semejante a la de las Torres Gemelas, ataque con bandera falsa que sirvió de pretexto para invadir Irak.
A palabras de borracho, aconseja el refranero mexicano, oídos de cantinero. Y es obvio que el nuevo embajador gringo, Ronald Johnson, anda muy pasado de copas.
Quizá la Presidenta Sheinbaum y el canciller De la Fuente deberían ponerlo en pausa y mandarlo a dormir la mona hasta que se le pase la intoxicación y recobre la sensatez extraviada.
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