Llama la atención la ligereza con la que ciertos analistas políticos, ubicados, según dicen, en el campo revolucionario, alientan una guerra civil en Bolivia, o su disgregación en 36 naciones y 9 regiones, a condición de que ello no suceda en sus propios países. Este es el caso de Guillermo Almeyra, quien, luego de señalar, […]
Llama la atención la ligereza con la que ciertos analistas políticos, ubicados, según dicen, en el campo revolucionario, alientan una guerra civil en Bolivia, o su disgregación en 36 naciones y 9 regiones, a condición de que ello no suceda en sus propios países. Este es el caso de Guillermo Almeyra, quien, luego de señalar, con dosis de acierto, que Evo Morales enfrenta a un «bloque golpista de las clases dominantes, protegido por el imperialismo» («La Jornada», de México, 11-05-08), brinda al presidente Evo Morales los siguientes consejos: «… hay que dar a los campesinos armas modernas y organización militar para defender la democracia y no depender sólo de un puñado simbólico de Ponchos Rojos mal armados, sino de enteros batallones de obreros y campesinos con poder de fuego, porque la Constitución es sólo un pedazo de papel que está en la boca de un cañón». Añade que ha llegado el momento de «… romper los poderes locales y oligárquicos y desarmar sus fuerzas de choque apelando para eso a las leyes y la Constitución y a los organismos legales destinados a la represión de los delitos, reforzados si es necesario por la ciudadanía en armas, por una Guardia Nacional que podría acompañar a unidades militares en esa tarea».
Al finalizar, considera que «es la hora de conseguir para las clases populares bolivianas el monopolio de la violencia legítima y legal contra sus explotadores, casi siempre extranjeros, pero con séquito en sectores de clase media local, (es la hora) del aplastamiento… de la inmunda bestia cívico militar golpista incubada por la embajada yanqui».
No se entiende cómo se puede defender la democracia con organizaciones militares civiles (es decir con paramilitares) y formar batallones de obreros y campesinos «apelando a las leyes y la Constitución». Si Evo lo hace, perdería la legitimidad que ganó por mayoría absoluta en los comicios de diciembre de 2005, así como el respaldo que ha conseguido de Naciones Unidas, la OEA e importantes países sudamericanos. ¿Quien garantiza que oligarcas y terratenientes, «amparados por el poderío yanqui», no estructuren sus propios batallones de sicarios y mercenarios? ¿Acaso ese germen no existe con la «Unión Juvenil Cruceñista»? ¿Garantiza el analista la inacción de las tropas de EEUU asentadas en la base «Mariscal Estigarribia» del Paraguay? ¿Brasil permanecerá indiferente ante el riesgo de destrucción de los mega campos de Tarija? ¿Es deseable que Venezuela envíe tropas a Bolivia y convierta a Sudamérica en un infierno?
En forma limitada y contradictoria, Evo ha dado pasos positivos, como la nacionalización parcial de los hidrocarburos, de Transredes, de la fundición de estaño de Vinto y los yacimientos de Huanuni, de las telecomunicaciones, la recompra de las refinerías de Petrobrás, la revisión de los contratos mineros con Sánchez de Lozada, el control del 50 % más uno de empresas petroleras que liquidaron YPFB, el abandono del CIADI y la lucha contra la oprobiosa exclusión social. Infelizmente, estos avances se diluyen al plantearse la división del país en 36 naciones originarias, con autodeterminación y territorios soberanos.
La inexistencia de una estrategia de desarrollo acompaña una débil gestión de gobierno, al extremo de usar los excedentes mineros y petroleros en beneficencia y préstamos baratos a transnacionales, sin abandonar la política limosnera de los neoliberales frente a españoles y venezolanos.
Evo salvará a Bolivia enarbolando la bandera de la unidad nacional, con autonomías y reconocimiento a pueblos originarios y no «armando batallones» de aventureros para solaz de traficantes de armas y de quienes se beneficiarán con los despojos de un país ensangrentado por la guerra civil.