• Aguas y Transportes, Energía y Peajes, Correo y Telecomunicaciones, Puertos y Aeropuertos, Carreteras y Elevadores: ¿Se puede superar la dicotomía de medios productivos privados versus medios productivos estatales? • ¿Tiene algo de pública una empresa mixta? Es decir, una forma de propiedad compuesta por empresas privadas y empresas estatales. • A la propiedad privada: […]
• Aguas y Transportes, Energía y Peajes, Correo y Telecomunicaciones, Puertos y Aeropuertos, Carreteras y Elevadores: ¿Se puede superar la dicotomía de medios productivos privados versus medios productivos estatales?
• ¿Tiene algo de pública una empresa mixta? Es decir, una forma de propiedad compuesta por empresas privadas y empresas estatales.
• A la propiedad privada: ¿Qué se le opone? ¿La propiedad estatal o la propiedad comunitaria?
• ¿Podemos crear un tipo de propiedad comunal donde no participe el Estado?
• ¿La tutela estatal sofoca la organización de lo público?
• ¿Es lo mismo propiedad autogestiva que propiedad estatal?
• ¿Puede existir un servicio público donde su uso sea gratuito?
Izquierda, Estado, la ilusión estatal y otras fantasías sociológicas:
Un fantasma recorre la Argentina: el fantasma de Lord Keynes. Pero no vive en las viejas mansiones del pensamiento populista o en los ideólogos neocepalinos sino que asienta sus reales en la misma izquierda.
Existe una neoizquierda diríamos «lasalleana» posmoderna. Se ubica tanto en organizaciones vetustas como en intelectuales «progres» con prensa. Es producto de varios factores. Una de las constantes de los últimos movimientos sociales (y no sólo: basta ver los sindicatos fordistas o el neokeynesianismo de último minuto de Kirchner) ha sido volverse hacia el Estado como solución a los problemas planteados o como palanca de Arquímedes.
Pareciera que nada podemos pensar sin tener al Estado como horizonte último. Más allá de los límites que expresan las reivindicaciones que se dirigen a un Estado que está, por otra parte, en el corazón del dispositivo denunciado (explotación, privatizaciones, flexibilidad, desreglamentación, violencia monetaria, precarización, «Capital-Parlamentarismo»), lo que más nos interesa aquí es la postura de la izquierda radical.
Dejemos por un momento al reformismo de centro-izquierda (los restos del naufragio del FREPASO). Esa izquierda no se contenta ya con apoyar un Estado capitalista moribundo, sino que procede a una verdadera rehabilitación de su papel (en nuestro caso con la participación fervorosa en candidaturas presidenciales). Ya se trate de fuerzas sindicales (CTA) o de sus teóricos y periodistas (Naomi Klein et altri), asistimos a la emergencia y normalización de una teoría del Estado que intenta buscarle un nuevo espacio en el seno del capitalismo agónico argentino.
Se trata de defender una visión del Estado contra la anarquía de las masas, una civilización contra la barbarie. En suma, volver a un buen Estado social-populista (la ilusión de una primavera a lo Cámpora de 1973, de un nuevo Bandung «tercermundista» y latino con Lula, Chávez, Kirchner y el abuelo Fidel en el fondo) frente al Estado liberal «mínimo» y elitista. La civilización del trabajo asalariado digno contra la del paro y la exclusión.
La relación de fuerza permanente no tendría que ejercerse contra el capital con el fin de abolir el Estado y el trabajo asalariado. Se trata más bien de situarse en el interior de la relación capital/trabajo con el fin de modificarla en favor del poder estatal (que tendría un componente técnico neutro, hegeliano).
La confianza ciega en ese poder, que niega toda autonomía y toda subjetividad propia al movimiento colectivo de los explotados (trabajadores flexibilizados, asalariados intermitentes y precarios de todos los géneros, con o sin papeles, mujeres, jubilados y pensionados), es uno de los fundamentos: no se trata de atacar al enemigo en el corazón (y destruirlo), sino de mejorar la situación presente mediante la intervención de un dispositivo mediador, universal y teóricamente neutro (¿qué es si no un mediador?) el Estado.
No hay que acabar con esa civilización del trabajo (asalariado, por supuesto), ni con ese Estado protector de derechos «universales» del hombre (mortalmente criticado por Marx), horizonte insuperable de las luchas contemporáneas, sino más bien controlarlos y defenderlos.
Pues el Estado, no sólo es visto, como el mediador indispensable (nada de democracia directa o de antagonismo de clases en su interior) sino que también es presentado como el posible representante de los intereses de los ciudadanos genéricos, incluidos trabajadores y precarios.
O, en la visión más extrema, como un medio instrumental para propaganda y agitación de masas, un lugar que merece la pena disputar.
Todo esto significa olvidar demasiado deprisa el papel lógico-histórico del Estado tanto en el desarrollo del capitalismo (orientación de la producción) y de su reforzamiento, como en la represión de los movimientos sociales, como en la coronación del «Capital-Parlamentarismo».
Como cada vez más personas escapan al control directo del capital debido la restricción del trabajo asalariado (posfordismo), el Estado se encarga a la vez de calmar a esa masa de precarios por un sistema de subsidios limitados (en el Tercer Mundo los planes de Jefes de Familia; en el Primer Mundo el subsidio por desempleo) y de reprimirlos preventivamente: video-vigilancia, multiplicación de policías paralelas (agentes municipales, vigilantes, grandes hermanos, controladores, trabajadores sociales… a menudo antiguos desocupados, ingeniería social), fichaje sin contemplaciones (informatización del DNI, identificación de los sin-papeles, de los desempleados, interconexión de los registros de las fuerzas de seguridad y los impuestos, base de datos financieros).
Creer que el Estado es neutro y puede servir indirectamente o coyunturalmente a los dominados es uno de los mitos sostenido por la vieja izquierda y el progresismo intelectual.
Esta es la pregunta cuando hablamos «desde adentro». En esa lógica de un Estado árbitro hegeliano de conflictos y garante de los derechos sociales que lógicamente se origina antes de la guerra civil entre clases. Los animadores del movimiento social de las huelgas de noviembre-diciembre de 1995, y ahora con los precarios en huelga, en Francia se encontraron ante la siguiente alternativa parecida a la nuestra: constituirse en sujeto autónomo para reivindicar y construir por la fuerza del movimiento colectivo nuevos proyectos e instituciones de poder por fuera, o mendigar una vez más al Estado las migajas del pastel del capital, amenazando con no trabajar si los magros derechos ligados a ese trabajo (como la jubilación) iban a la baja.
El interés del análisis de ese movimiento reside en que siendo el Estado mismo el patrón (el capitalista colectivo ideal, Engels), las contradicciones aparecen más claramente. La mayor parte del tiempo, la justificación política de los huelguistas franceses fue: el «derecho a…». Acantonarse en reivindicaciones expresadas en términos de derechos (al trabajo digno, a la sanidad, a la educación, a la jubilación según la escala móvil), significa protegerse ilusamente bajo la capa del Estado «Capital-Parlamentario», que consiente en firmar hoy algo que no tendrá dudas en violar mañana con la arrogancia y el cinismo que le caracterizan.
Frente a esta lógica de los derechos mendigados y garantizados por el enemigo y su instrumento central, ¿no podría a la inversa oponerse la lógica constituyente de la apropiación directa y colectiva de las condiciones de vida (alimento, techo, transporte) y, sobre todo, de la producción y de la vida social comunitaria? ¿no es esto la autonomía, la liberación de los trabajadores por los trabajadores mismos?
Frente a esta tentativa inconsciente de embellecer o emparchar al Estado «Capital-Parlamentario» y de suplicarle que sea lo que no puede ser, ¿no hay lugar para otros horizontes?
Tomemos un caso paradigmático: la cuestión de las concesiones ferroviarias cuestionadas a fin del 2002 en Argentina. La reivindicación principal era la defensa del servicio público tal y como éste debía ser. Ahora bien, el problema es que limitarse de golpe a pensar el servicio público en el cepo estatal, significa de hecho autoprohibirse la posibilidad de pensar verdaderamente la noción de servicio público democrático desde la autonomía.
Porque, ¿qué significa un medio de transporte en el que la forma dinero selecciona a los individuos que pueden desplazarse y los separa en clases, donde el tiempo y la rápida ganancia se convierte en el criterio principal de organización de la red ferroviaria? La izquierda clásica repitió la fórmula: «Es preciso recordar que el transporte debe ser un servicio público, que no puede estar regido por las reglas del beneficio privado. Por eso, frente a la situación actual, creemos que se impone exigir que el Estado se haga cargo de toda empresa que despida, suspenda o afecte el servicio. Y actuar en consecuencia, en todos los órdenes, para que los colectivos circulen, los compañeros trabajen, no se rebajen los salarios y el boleto no aumente».
Esto es del PO, no del FREPASO, pero vale para cualquiera de las orgas clásicas o los intelectuales herbívoros.
Una postura autónoma sería la de la gratuidad total, que pone en cuestión la mercantilización del transporte. A condición de que sea total -y no reservada simplemente a los pobres, jubilados o desempleados-, la gratuidad podría poner en cuestión esencialmente a las concesiones y, sobre todo superar, la cuestión del estatuto de los ferroviarios. Superando la supuesta neutralidad del Estado y hasta la valorización de un sector del capital. Sin embargo, mientras que no se cuestione el conjunto de la función patronal (estatal o privada) de la red ferroviaria, esa reivindicación no podrá turbar el orden capitalista en la materia (una ciudad plenamente capitalista francesa como Compiégne ha declarado gratuito el transporte de autobús para conseguir más asistencia de consumidores al centro de la ciudad).
El otro punto, que podría conducir a una ruptura, concierne a la organización misma de los transportes colectivos desde sus propios trabajadores. Nunca se les ocurre a los asalariados la posibilidad de apoderarse de la empresa en la que trabajan prohibiendo el acceso a los cuadros (Nueva Clase) y los pequeños jefes para ponerla en autogestión. Y experiencias de ese tipo ya ha habido; sin remontarse a los consejos obreros o a la España revolucionaria: en Francia en 1944 en la fábrica Renault, por ejemplo.
También en barrios del Gran Buenos Aires existieron experimentos autónomos de transporte popular (cooperativo). Esa falta de audacia se explica, por una parte, por el papel de los sindicatos fordistas, y, por otra, por decenios de derrotas que permiten considerar el mantenimiento de lo adquirido como una victoria en detrimento de la imaginación revolucionaria sobre otras formas de actuar (la acción directa, el sabotaje) y de funcionar en la empresa.
Y aquí sigue siendo clave la responsabilidad de la vieja izquierda. Rara vez se interroga la noción de servicio público desde lo autónomo y se deja espacio a la idea de que el servicio público puede ser una empresa autogestionada por los trabajadores y los usuarios mismos con el fin de ligar producción y uso de esa producción, apropiarse desde el valor de uso de la multitud.
Del mismo modo, la gratuidad, al tratarse teóricamente como un «derecho a» (derecho a desplazarse libremente), se pone menos en práctica… En la práctica, los trabajadores delegan en los sindicatos reconocidos y mimados desde el mando del capital (incluso si la asamblea general se impone como modo de organización de la huelga…) que negocian con una dirección escogida por el Estado, en el marco fijado por un Estado sometido él mismo a las leyes del mercado posfordista.
Ya se trate de la cuestión del poder en la empresa o de la cuestión del uso real de los bienes y los servicios producidos por la empresa, el desarrollo de un movimiento social que se acantona en el marco estatal sin superarlo, corre pues el riesgo de desembocar en el impasse del 2003: hacer abandonar al Estado algunos proyectos, pero sin cuestionar esencialmente su papel en el proceso de reproducción ampliada, ni su terreno por excelencia (que es el del capital).
Insertándose en una lógica de reivindicaciones y luego de negociaciones con el Estado, los trabajadores llegan a obtener entonces lo que planteaban al principio como objetivos máximos: el abandono de algunas medidas ciertamente nefastas, pero decididas en un contexto general sobre el cual se niegan a tener conciencia alguna.
Aquí ya no interesan las condiciones del trabajo asalariado, ni tampoco sus fines, ni el trabajo como mercancía, ni el valor de cambio, el productivismo posfordista (y su corolario natural, el consumo posmoderno), ni el dinero como mediador de las relaciones sociales, ni las condiciones de producción de la riqueza a escala internacional. Y todo esto a un precio muy alto: el refuerzo de la ilusión estatal sobre cada uno.
Esa es una manera muy hábil de rehabilitar al Estado confiriéndole un papel de redistribuidor de riqueza y de locus neutro, de mediador entre la sociedad civil y el interés general. Ausencia de cuestionamiento radical (hasta la raíz) de las bases del sistema capitalista (trabajo-mercancía, dinero, Estado), uso retórico de fraseología vagamente marxista, kautskismo gris en la concepción entre sujeto y organización: tal podría ser una definición de la izquierda argentina modelo 2003.
26 de septiembre de 2005.
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