Cuanto más pienso en Wikileaks, menos sé qué decir al respecto. Hasta ahora, se intentó dar con algunas certidumbres cuando, en realidad, sólo hay ambivalencias. No está realmente claro si las revelaciones de Wikileaks podrían dañar nuestros intereses nacionales. Durante algunos años trabajé para el Departamento de Estado -en Jerusalén y en Berlín-, por lo […]
Cuanto más pienso en Wikileaks, menos sé qué decir al respecto. Hasta ahora, se intentó dar con algunas certidumbres cuando, en realidad, sólo hay ambivalencias.
No está realmente claro si las revelaciones de Wikileaks podrían dañar nuestros intereses nacionales. Durante algunos años trabajé para el Departamento de Estado -en Jerusalén y en Berlín-, por lo tanto, produje y leí un buen número de cables clasificados. Por mi experiencia, me consta que los diplomáticos pueden obtener más y más información (y más sensible) cuando sus contactos, y el contenido de lo que ellos dicen, se mantienen en secreto. En razón de ello, hemos escuchado infinitas defensas de la confidencialidad en las que, incluso, se apela al «sentido común».
Pero el sentido común también nos dice que las personas son más propensas a mentir, exagerar y distorsionar la información cuando saben que no tendrán que rendir cuentas por sus palabras. Además, se sabe: a la gente le gusta decir lo que sus interlocutores quieren oír. En los anales de la comunicación diplomática -en realidad, de todas las comunicaciones- se evidencia esta idea, casi banal, pero que muchas personas parecen haber olvidado en su afán de defender el secretismo del gobierno. Por ejemplo, observé un cable, de 2006, de la Embajada de París (disponible en traducción al francés en el sitio web de Le Monde), en el que el por entonces candidato presidencial Nicolas Sarkozy se habría pronunciado a favor -a un año de ser elegido- de enviar una «fuerza internacional a Irak» con participación francesa. Sarkozy nunca habría hecho esta insinuación si no hubiera creído que la embajada mantendría en secreto aquel diálogo. Podemos citar varios ejemplos, pero de ninguno de ellos se desprendería que el secreto favorece la verdad. O, podría decirse que a veces sí y a veces no. En cualquier caso, no es probable que se produzca un enfriamiento en las relaciones exteriores como consecuencia de las fugas de información. Estados Unidos tiene la mayor economía y ejército del mundo, y posee la tercera población más grande del planeta. Ciertamente, no puede quedar al margen de la política internacional.
Sí, existe el peligro de que disidentes u otros activistas no estén dispuestos a hablar de ahora en más con los funcionarios estadounidenses por temor a recibir represalias. Este peligro es real, pero también fácil de exagerar: mucha información sobre violaciones a los derechos humanos es recabada de manera eficaz por diversas ONG, que logran hacer su trabajo y proteger a las fuentes sin un aparato secreto como el de Norteamérica. Y el gobierno, en gran medida, actúa sobre la base de esos informes.
La confidencialidad es uno de los instrumentos del que disponen los Estados, por lo que tampoco es descabellado pensar que en la medida en que Wikileaks crezca, también podría reducirse la capacidad de maniobra de los gobiernos. Pero, al mismo tiempo, se puede conjeturar que la disminución de nuestra capacidad para mantener secretos podría reducir la probabilidad de una intervención contraproducente o agresiva en territorio extranjero. Porque de lo que se trata, en definitiva, es de la capacidad de interferir en los asuntos internos de otros países y el grado en que la herramienta de la confidencialidad nos hace más o menos capaces de hacerlo.
El debate pone en discusión las diferentes definiciones del interés nacional. ¿Nuestro interés nacional será mejor defendido mediante los tipos de interferencia en el extranjero que habilitan la información confidencial? O, en cambio ¿será mejor una apertura a las informaciones que podrían llegar a restringir nuestra capacidad de intervenir?
Claramente, no es un interrogante que el gobierno de Barack Obama esté interesado en dilucidar. La secretaria de Estado, Hillary Clinton, dijo que la liberación de los documentos clasificados «pone la vida de las personas en peligro». Lamentablemente, fue un tipo de respuesta carente de toda imaginación.
Tal como dijo Daniel Ellsberg -quien filtró, durante la guerra de Vietnam, los «Papeles del Pentágono»- a la BBC: «Ese es un argumento que se impone cada vez que hay una filtración, de cualquier tipo… Por cierto, las mismas acusaciones se hicieron sobre los «Papeles del Pentágono», pero resultaron ser inválidas con el paso del tiempo».
Una persona que, finalmente, estuvo de acuerdo con Ellsberg, fue Erwin Griswold. Así, durante el escándalo de los «Papeles del Pentágono», Griswold, ex procurador general de las administraciones de Lyndon B. Johnson y Richard Nixon, defendió ante el Tribunal Supremo con los mismos argumentos que hoy actualiza la Casa Blanca acerca de la necesidad del mantener el secreto como protección de la «seguridad nacional».
Pero, tiempo después, en 1989, el mismo Griswold escribió: «Nunca he visto ningún indicio de amenaza para la seguridad nacional por la filtración de información referida a la guerra de Vietnam… Asimismo, resulta difícil pensar un peligro real para la seguridad nacional como consecuencia de la publicación de datos relativos a hechos del pasado, incluso, del pasado reciente. Esta es la lección que dejó la experiencia de los Papeles del Pentágono». La lección es importante, pero todo dice que estamos decididos a no aprenderla. Preferimos permanecer esclavos de la infundada creencia de que la diplomacia, de alguna manera, debe ser secreta.
Con todo, no hay una razón específica que refiera a la seguridad nacional que obligue a mantener en secreto -como regla general y por un período prolongado- las interacciones entre los representantes del gobierno de Estados Unidos y los representantes de los gobiernos extranjeros.
Así, la jefa de la diplomacia estadounidense parece premiar el diálogo entre los poderosos con la certeza de que no tendrán que rendir cuentas por ello ni a los ciudadanos ni a las legislaturas.
Por supuesto, que es entendible el deseo de las figuras públicas, extranjeras o norteamericanas, de controlar, tanto como les sea posible, el flujo de información relativa a sus actividades. Aunque, siguen siendo confusas las razones por las cuales los norteamericanos hacemos habitual esta práctica, como también las razones por las cuales perseguimos a quienes intentan conseguir información.
Por el contrario, Estados Unidos debería usar su peso en el mundo para promover una diplomacia abierta.
Obviamente, podríamos proteger las fuentes de información sobre derechos humanos con unas normas más rígidas. El sistema de clasificación de información actual no contempla la protección especial de activistas, por ejemplo, pero podría hacerlo en el futuro. De hecho, sí existe una protección especial para las fuentes que proveen información científica sobre armas de destrucción masiva.
Vale decir, que una diplomacia más abierta no significaría que las transcripciones de todas las reuniones deberían ser publicadas, o que las negociaciones a puerta cerrada no podrían llevarse a cabo. Puede haber un término medio, en algún lugar entre la dominante cultura del secreto y el tipo de difusión indiscriminada a la que parece apuntar Julian Assange y Wikileaks.
Por ejemplo, el «diálogo honesto y privado» ocurre todo el tiempo entre los líderes políticos locales, los lobbystas, los expertos, los abogados y otros ciudadanos en el Capitolio, y, como se sabe, todas esas interacciones están cubiertas por una suerte de confidencialidad suave. Pero, también, esa información, llegado el momento, puede ser expuesta legalmente. La opción por defecto, sería entonces, que el gobierno implemente para sus actividades en el extranjero un modelo similar: es decir, que utilice la confidencialidad sólo en casos muy precisos, en áreas bien definidas donde fuere absolutamente necesario para la seguridad o la privacidad de los individuos.
La liberación por parte de Wikileaks de un cuarto de millón de cables diplomáticos parece responder más a una especie de anarquismo sin fundamentos que a un espíritu cívico de denuncia. De todos modos, el asalto frontal de la organización en el sistema de clasificación nos obliga a preguntarnos si la diplomacia realmente requiere del secreto, o si, simplemente, se mantiene hasta hoy por inercia. Si Wikileaks nos obliga a tener ese debate, sus acciones, paradójicamente, podrían terminar haciéndonos más fuertes.
* Profesor de la Escuela de Graduados de Asuntos Públicos e Internacionales de la universidad de Ottawa. Copyright The Nation y Debate.
Fuente: http://www.revistadebate.com.ar/2010/12/10/3430.php