No todo lo que parece, en verdad lo es. Por ejemplo, últimos datos de la producción agropecuaria del país, dan cuenta que Santa Cruz se ha convertido en el principal productor de alimentos que concentra el 70% de la producción nacional. Por la cantidad, el volumen y la extensión de tierras utilizadas para la producción, […]
No todo lo que parece, en verdad lo es. Por ejemplo, últimos datos de la producción agropecuaria del país, dan cuenta que Santa Cruz se ha convertido en el principal productor de alimentos que concentra el 70% de la producción nacional. Por la cantidad, el volumen y la extensión de tierras utilizadas para la producción, podría asumirse la sensación y el criterio de que se habría resuelto prácticamente el problema de la seguridad alimentaria del país. Sin embargo, lo que esas cifras ocultan, es que de ese gran total de alimentos producidos, la mayor cantidad constituyen productos de exportación como la soya, el azúcar, el aceite y la carne que se producen en grandes extensiones de tierra y con tecnología transgénica, cuyo destino principal es el mercado internacional. Por tanto, una cosa es la cantidad total de productos alimenticios que produce Bolivia, y otra cosa muy diferente es la cantidad, diversidad y los requerimientos que cubren el consumo y la canasta familiar de los bolivianos. En este último aspecto, Bolivia ha incrementado su dependencia de la importación de los alimentos que requiere para cubrir sus necesidades de alimentación. Es decir, tenemos cada vez menos seguridad alimentaria.
Tomando en cuenta esas diferencias que suelen ser inducidas por el manejo de la información, este artículo busca advertir del riesgo inminente de aprobar una medida antinacional, que bajo el loable argumento de mejorar la producción nacional de alimentos, el crecimiento económico y la seguridad alimentaria, sea precisamente todo lo contrario, hasta el punto de constituir una especie de traición a la patria.
En primera instancia, con la idea de que la Cumbre de referencia debe tener un carácter exclusivamente técnico y económico (supuestamente descontaminado de intereses políticos), el empresariado agroindustrial cruceño sostiene que la única manera de lograr el incremento de los rendimientos y la productividad agropecuaria, para contribuir al crecimiento económico nacional y mejorar la seguridad alimentaria del país, pasa indispensablemente por incorporar la tecnología de los transgénicos. Ello oculta deliberadamente el hecho de que si fuese cierto, entonces ya hace varios años se debía haber logrado mejores rendimientos y resultados en la producción de soya (que respecto de los demás productos alimenticios que se cultivan, constituye el principal producto de exportación y siembra en grandes extensiones de terreno), porque se trata de un cultivo extensivo que en su generalidad es sembrado con semilla transgénica y sin embargo no ha logrado alcanzar los estándares de rendimiento y productividad de otros países que tienen esa tecnología.
En realidad, lo que ha sucedido es que la agroindustria ha logrado insertarse en los flujos financieros internacionales de comercialización de commodities, y lo que pretende ahora es que esta inserción que le ha permitido disfrutar de grandes ingresos extraordinarios mientras el precio de los productos se mantuvo alto, ahora (tras la decisión largamente acariciada y presionada frente al gobierno), se logre generalizar para utilizar transgénicos en otros productos y cultivos extensivos que son demandados por el mercado internacional. La seguridad alimentaria y el mejoramiento de los rendimientos y la productividad, son solamente un señuelo artificioso para convencer; la clave es imponer, garantizar y ampliar la visión empresarial de los agronegocios, inclusive como modelo de desarrollo y producción agropecuaria.
Desde el gobierno, empecinados por incrementar el crecimiento económico de los últimos años y preocupados por sustituir la baja de los precios internacionales de los hidrocarburos que mermarán los ingresos recibidos por su exportación; están equivocadamente convencidos que la única manera de lograr este propósito es sobre la base del impulso e incentivo a la gran agroindustria terrateniente de una muy reducida cantidad de empresarios, pero que concentran grandes extensiones de tierra. Bajo el criterio equivocado de que únicamente los que cuentan con grandes emprendimientos agroindustriales serían capaces de encarar satisfactoriamente el despropósito de ampliar la frontera agrícola en un millón de hectáreas anuales que ha sido planteado como desafío por el vicepresidente Alvaro García Linera; lo que se ha venido haciendo hace varios años, es otorgar las más increíbles y hasta ilegales concesiones e incentivos (como la de legalizar la quema y desmonte de grandes extensiones de bosques y biodiversidad), a título de generar condiciones favorables para la producción, el crecimiento económico y el potenciamiento nacional.
Al margen de que este tipo de razonamiento no solamente desalienta y castiga a los sistemas de producción ecológica, familiar y comunitaria campesina que concentran a la mayor cantidad de población productiva, sino que también promueve el desmonte, la quema y pérdida de grandes extensiones de bosques y biodiversidad; en realidad no solo decreta en la práctica la desaparición de este tipo de sistemas de producción agropecuaria que efectivamente contribuyen al abastecimiento de la canasta familiar, la seguridad y la soberanía alimentarias del país; sino que realmente suponen el exterminio del campesinado (una especie etnocidio planificado y concertado), puesto que imposibilitados de convertirse masivamente en mano de obra de las grandes empresas agroindustriales a las que apoya incondicionalmente el gobierno (porque la nueva tecnología agroindustrial requiere cada vez menos mano de obra), terminarán engrosando los cinturones peri y semiurbanos de las ciudades, sometidos e incrementando las condiciones de miseria y pobreza que han sufrido por siglos. No es un dato menor que una de las principales artífices de la búsqueda de concertación y acuerdos con los empresarios agroindustriales para alcanzar semejantes «logros», es nada menos que la ministra de Desarrollo Rural y Tierras, antigua dirigente nacional de las mujeres campesinas de la Confederación Bartolina Sisa.
Pero lo peor de esta estrategia no es ni siquiera aquello, sino más bien su carácter antinacional y neocolonial. Todos sabemos que quien controla las semillas, controla la alimentación. Este atributo (incluido el conocimiento, las prácticas, el almacenamiento y la diversidad de cultivos, plantas y semillas), ha sido conservado ancestralmente por el campesinado en los diversos lugares y comunidades del mundo, como un bien colectivo de la humanidad. Sin embargo, con el avance de la tecnología transgénica, se ha ido produciendo un fenómeno singular por el cual se pretende concentrar y privatizar el control de las semillas en manos privadas de grandes empresas transnacionales. Es decir, no solo se pretende usurpar aquel bien colectivo que pertenece a toda la humanidad, para enajenarlo en pocas manos privadas, sino que además se busca concentrar y monopolizar el control de las semillas, para convertirlo en un negocio particular de grandes intereses transnacionales. De esa forma, al concentrar y privatizar el control sobre las semillas, se tiende a adueñarse del derecho a la alimentación de las personas y la sociedad. Equivale a convertir el derecho a la alimentación en una propiedad privada, particular. De esa forma inclusive, en la medida en que la producción de alimentos transgénicos se generalice, ya no habrá necesidad siquiera de comprar y concentrar tierras, porque al haberse asegurado del control y la provisión de las semillas transgénicas en el mercado, también se habrá asegurado el control de la producción, en vista del desplazamiento de las otras semillas y la consolidación de la dependencia de las semillas transgénicas introducidas.
Desde esa perspectiva, no es posible imaginar mayor envilecimiento, incapacidad y sometimiento que embarga a aquella clase empresarial de la agroindustria (que supuestamente estaba llamada a emprender el compromiso patriótico para encarar el crecimiento y desarrollo productivo agropecuario del país), así como de algunas autoridades nacionales, que no tienen mejor idea que tratar de embargar y enajenar dicha responsabilidad, nada menos que cediendo la potestad de controlar y administrar soberanamente la producción de alimentos de la nación. Parecería que en el afán de concretar buenos agronegocios e incrementar mayores ingresos económicos, no repararan siquiera que este encaprichamiento por incorporar tecnología transgénica en la producción de alimentos, no solamente los convierte en dependientes y sometidos a la provisión de semillas, la arbitrariedad del mercado y los costos que impone la tecnología transgénica, sino que contribuyen a la pérdida de libertad, la soberanía y la capacidad autónoma del país para producir alimentos propios, diversos y descontaminados. Tal es la estrechez de sus intereses, que no se percatan siquiera que al enajenar su iniciativa para encarar la responsabilidad elemental de producir con sus propios medios, terminan embargando y sometiendo la soberanía nacional en un acto de la más evidente colonialidad mental y antipatriotismo, que nos convertiría en dependientes de la cadena de agronegocios de las transnacionales. No se comprende que al pretender implantar tecnología transgénica, se anula la capacidad y la libertad de sembrar y producir alimentos propios y adecuados, para adquirir y depender de la compra obligada de semillas ajenas, que han sido privatizadas por corporaciones transnacionales.
Literalmente es como si una voluntad superior se hubiese apoderado de sus seres, obligándolos a entregar su alma al diablo, o lo que viene a ser lo mismo, sostener una propuesta tan contraproducente como antinacional, como lo es la de utilizar transgénicos en la producción agropecuaria.
Menos mal que estamos a tiempo.
Arturo D. Villanueva Imaña es Sociólogo, boliviano.
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