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Ser de izquierda en la era Evo… y no morir en el intento

Fuentes: Le Monde Diplomatique (Bolivia)

En una imagen que nadie esperaba, Bolivia conmemoró los tres años del cambio -y la cuarta victoria electoral del oficialismo- con una postal sorprendente: el panóptico de San Pedro alberga hoy al ex prefecto de Pando, Leopoldo Fernández, acusado de la masacre de El Porvenir, y al ex «hombre fuerte» del MAS Santos Ramírez, inmerso […]

En una imagen que nadie esperaba, Bolivia conmemoró los tres años del cambio -y la cuarta victoria electoral del oficialismo- con una postal sorprendente: el panóptico de San Pedro alberga hoy al ex prefecto de Pando, Leopoldo Fernández, acusado de la masacre de El Porvenir, y al ex «hombre fuerte» del MAS Santos Ramírez, inmerso en un caso de corrupción que dejó estupefactos a propios y extraños por las dimensiones de los negocios, la impunidad con la que se movió al frente de YPFB y el daño causado a la empresa insignia del proceso nacionalizador. Es posible y necesario, no obstante, evitar caer en la trillada idea de que «al final, son todos iguales», que la oposición busca instalar en favor de su propia absolución por los años -décadas en verdad- que ellos gobernaron con escaso apego a la ética pública, por decir lo menos. Pero la mencionada postal no es inocente y el gobierno lo sabe, por eso dejó caer todo el «peso de la ley», como pocas veces vieron los bolivianos, sobre un poderoso hombre del Estado. La legitimidad del evismo depende en una enorme medida de la conservación de la frontera entre «lo nuevo» y «lo viejo»; no por casualidad, el propio Evo Morales, que sabe como nadie olfatear las aspiraciones populares, comenzó su gobierno bajándose el sueldo (que es el límite de los salarios estatales) y proponiendo una nueva ética en la función pública: «servir y no servirse del Estado».

En este caso, la situación se agrava por un elemento adicional. Si Santos Ramírez hubiera sido un invitado de clase media, la respuesta hubiera sido fácil y conocida, pero se trató de un «peso pesado», con madre de pollera y quechua hablante, norpotosino y hasta posible «sucesor» de Evo; es decir, con todas las credenciales de un masista de verdad. Sin embargo, limitarse a linchar a Santos Ramírez puede servir para mostrar buena voluntad oficial para no proteger a los correligionarios -lo que no es poco a la luz de la historia reciente- pero también puede opacar el debate de fondo: cómo evitar que estos casos se repitan, combinando la reinstitucionalización del país, sobre los escombros del proceso destituyente del neoliberalismo, con control social e institucional. Es decir, discutir lo que hoy no se discute detrás del predominio de la retórica, a menudo hueca, de la descolonización: qué tipo de Estado se hará cargo de los recursos estratégicos del país, tal como lo establece la nueva Constitución, evitando recaer en la tentación fácil del capitalismo de Estado que emerge en Bolivia después de cada fracaso liberal y siempre goza de amplio apoyo social. Temáticas claves como modelos de desarrollo, política financiera, reforma previsional, derechos laborales, políticas de seguridad pública… son prácticamente ignoradas por una izquierda que pendula entre el nacionalismo y el culturalismo.

El peligro de udepización (de UDP) no proviene hoy de la amenaza hiperinflacionaria sino del riesgo de una gestión patrimonialista del Estado, cultura política a la que no escapan, por cierto, las organizaciones sociales, atravesadas por la influencia poco clara de las ONGs, habitus corporativos fuertemente arraigados y relaciones clientelares entre dirigentes más o menos burocratizados y las bases; como quedó demostrado en la caída del prefecto Rafael Puente en Cochabamba, por tomar un ejemplo, y se puede verificar en cualquier congreso sindical.

Izquierda ausente

El subtítulo puede parecer una provocación infundada, pero los problemas mencionados en este editorial llevan a un debate algo más general pero pertinente: quitando a los partidos-sectas que en el mejor de los casos son testimoniales en la política boliviana y en el peor meros recuerdos de un pasado más honroso (PCB, POR, PC-ML), la izquierda se diluyó de tal forma -y acríticamente- en el difuso pero eficiente discurso «etnonacionalista» (1) que hoy se da la paradoja de que, por un lado la izquierda está en el poder y por el otro, la cultura de izquierda -incluyendo los debates de ideas, sus manifestaciones culturales propiamente dichas, una visión cosmopolita de las luchas emancipatorias- se encuentra al borde de la extinción. Y no se trata acá de nostalgia ni de repetir la vida sectaria de las corrientes mencionadas, ni la formación política en base a los manuales soviéticos, ni las utopías que derivaron en monstruosos regímenes totalitarios sino de reivindicar y recuperar críticamente la función civilizatoria del anticapitalismo y lo que la izquierda aportó en términos de pensamiento crítico y cultura política democrática y libertaria. Ideas que, pese a las objeciones poscoloniales, están lejos de ser patrimonio tout court del pensamiento eurocentrado o de las clases media ilustradas.

El propio Presidente ha señalado que Bolivia cambiará si todos cambiamos. Pero esa verdad indiscutible, a menos que se lea como conversión religiosa, requiere de nuevas prácticas sociales, construcción de imaginarios compartidos e innovaciones institucionales tendientes a la ansiada reforma moral (algo bastante más modesto pero más saludable que la búsqueda de un utópico hombre nuevo). No obstante, parece difícil avanzar por esta vía con un Parlamento incapaz de debatir con altura los grandes problemas nacionales, «movimientos sociales» más preocupados por las pegas que por cualquier discusión ideológica o programática y un aparato estatal movido por la inercia burocrática en el mejor de los casos y por la corrupción en el peor (y dejamos de lado acá el lastimoso papel de la oposición, ya que esto no es responsabilidad del oficialismo). En síntesis, se trata de avanzar en la construcción de una República de iguales.

Nueva Carta Magna

¿Se logrará esto con la nueva Constitución? La inclusión de nuevos y variados derechos es intachable y ni la derecha se atreve a cuestionarla. Pero, lamentablemente, la interculturalidad que requiere la refundación del país fue poco y mal discutida, y, como puede verse en el actual debate por los escaños indígenas, las demandas plurinacionales contrabandean a menudo intereses corporativos, además de plantear una multiplicidad de desafíos prácticos que pondrán a prueba la creatividad de los parlamentarios y las propias organizaciones. En la tensión entre interculturalidad y multiculturalismo, primó el segundo, con el riesgo de reproducir esquemas de autonomía (y discriminación positiva) relativamente útiles para los pueblos demográficamente pequeños del oriente pero carentes de sentido para las mayorías indígenas aymaras y quechuas -incluyendo a las urbanas- globalizadas territorialmente por las migraciones e hibridizadas en el terreno religioso y cultural. La lógica del gueto (incluso revestida de autogobierno) no parece una buena respuesta para las poblaciones segregadas y excluidas. La República de indios y la República de criollos ya existieron en el país… durante la Colonia.

Una efectiva interculturalidad conlleva algo que no se hizo ¿ni se hará?, salvo parcialmente en el caso de las lenguas: partir de la base de la cosmovisión andina realmente existente, y no de lo que los «poscoloniales» o «pachamámicos» imaginan, para luego discutir cuáles de esos elementos son superiores al «liberalismo» y universalizables -si cabe la expresión y sin que ella genere un malentendido filosófico- en beneficio de todos los bolivianos. El debate sobre la justicia comunitaria podría ser un buen ejercicio inicial.

No es casual que una revolución que se autodefine como cultural haya mostrado una particular dificultad para poner en marcha una real reforma en la educación y que las políticas culturales se hayan guiado por una concepción folklorizada, lo que es cuestionado por colectivos -como el teatro alteño El Trono, por citar un solo un ejemplo- que, sin renunciar a la cosmovisión andina, buscan potenciarla incorporando visiones más cosmopolitas y amplias de la cultura (2).

Es claro que el actual es un gobierno de transición, cuya potencialidad es abrir camino a un proyecto posneoliberal, aún en construcción. En esa dirección se han dado pasos importantes y conocidos para reponer el rol estratégico del Estado en la economía, instaurar políticas sociales más universales y lograr un reposicionamiento más soberano del país en el terreno internacional. Tampoco es ninguna novedad que el proceso en marcha es un gran laboratorio de autoestima indígena y popular y eso explica, en parte, el encono de las elites contra un gobierno «reformista». Pero la refundación nacional es un camino largo, plagado de buenas intenciones, que no es la primera vez que se transita en un país conocido por la cantidad y radicalidad de sus revueltas y revoluciones. En ese marco el aporte de una izquierda crítica, no dogmática, con visión nacional y creativa puede marcar la diferencia entre una nueva frustración o un final (un poco) más feliz. Hoy, esa izquierda está por re-inventarse.

notas
1 Rafael Archondo, «Las ambivalencias del etnonacionalismo», Le Monde diplomatique, edición boliviana, La Paz, agosto de 2008.
2 La obra «Hoy se sirve…», que cuenta la historia boliviana con una estética que mezcla el teatro argentino Catalina con los catalanes de La Fura del Baus, con música de Goran Brégovic, Edith Piaf y Manu Chao es parte de los intentos -escasamente apoyados por el Estado- de salir del corsé de unas expresiones culturales a menudo pseudo originarias y mezclar productivamente lo local con la cultura universal.

Los autores son, respectivamente, Director y subdirector de Le Monde Diplomatique, Bolivia.

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