Desde variados medios de comunicación, y del propio gobierno nacional, se comprueba en estos días, con un claro dejo de satisfacción, la disminución de la presencia pública de las manifestaciones y cortes de calle organizadas por los movimientos piqueteros. Incluso dirigentes de organizaciones de trabajadores desocupados reconocen el desgaste, la necesidad de un repliegue táctico, […]
Desde variados medios de comunicación, y del propio gobierno nacional, se comprueba en estos días, con un claro dejo de satisfacción, la disminución de la presencia pública de las manifestaciones y cortes de calle organizadas por los movimientos piqueteros. Incluso dirigentes de organizaciones de trabajadores desocupados reconocen el desgaste, la necesidad de un repliegue táctico, incluso alguno ha hablado de que el movimiento se encuentra en un ‘callejón sin salida’.
La contracara son los presos; varios de ellos procesados y en camino a pesadas condenas a prisión, atrapados en la lógica judicial que los acusa de ‘coacción agravada’ y otros figuras penales en la misma línea. Hay procesados por los hechos de julio en la Legislatura porteña, por la ocupación de Termap, Raúl Castells lo está a partir de los hechos del casino del Chaco, y otra multitud de causas menos conocidas. Se han difundido además denuncias sobre malos tratos y hasta de lisa y llana tortura contra algunos de los encarcelados.
El llamado ‘mal humor social’ frente a las organizaciones piqueteras influye para que esta situación se configure, y se pueda tomar incluso el camino de la represión sin, hasta ahora, mayores ‘costos políticos’. Es cierto que la dispersión del movimiento y consiguiente multiplicación de las acciones, la existencia de movilizaciones por causas demasiado heterogéneas, las declaraciones desacertadas de algunos dirigentes luego reproducidas al infinito por los conglomerados mediáticos; tuvieron un papel en la generación del rechazo social creado a las organizaciones piqueteras. También influye que importantes organizaciones piqueteras se prestaran a asumir el rol de contrafigura de las agrupaciones más combativas, proponiendo el abandono de las calles, en nombre de la identificación con las acciones evaluadas como positivas del gobierno Kirchner. Hay sectores que creen encontrar allí a los ‘indios amigos’, que sirven para justificar el ataque contra los que sigan resistiéndose a aceptar la ‘civilización’.
Pero no debe olvidarse que los rasgos de individualismo exacerbado, los componentes ideológicos que culpabilizan a los pobres de su suerte, el miedo a caerse del lugar propio trasmutado en rechazo al que está abajo, expandidos a lo largo y a lo ancho de nuestra sociedad (y no sólo en la imprecisa y mitificada ‘clase media’) también ocuparon un lugar importante en la conformación de ese estado de ánimo. Junto con la sensación de que se superaban los peores momentos de la crisis, florecieron las reservas ideológicas ‘reaccionarias’, latentes en el período anterior. Y debe tomarse nota que esas ‘reservas’ no abarcan sólo a los que transitan las calles en autos amplios de modelo reciente, sino que se extienden mucho más abajo, al estilo de esos mozos de bar siempre dispuestos a hablar con desprecio de los ‘negros’ que se desloman en la cocina o en las piletas donde se lavan las copas.
Las posiciones del gobierno, volcadas en el discurso ‘duro’ de ministros como Aníbal Fernández y el publicitado ‘cambio de política’ en dirección a la dureza y la ‘aplicación estricta del código penal’, tuvieron un componente de capitulación frente a la presión de los medios, y al eco creciente que esto mostraba en las encuestas de opinión pública. Pero no se trata sólo del inclinarse en dirección a un estado de opinión cada vez más extendido. La actual gestión de gobierno, que construyó parte de su popularidad proponiéndose como un heredero de las demandas expresadas en torno al 19 y 20 de diciembre, tiene como una aspiración propia el volver a la ‘normalidad’ el escenario político nacional.
Este es un gobierno en el que se coloca mucho más empeño en el fortalecimiento de la autoridad presidencial que en la convocatoria social para desarrollar un apoyo activo y organizado a su gestión; en que se erige discursivamente a la deuda externa en ‘causa nacional’ para luego seguir como método predominante las negociaciones de ‘mesa chica’ y las declaraciones en foros internacionales, en que se coquetea con corrientes renovadoras del sindicalismo y la movilización social, mientras se cierra acuerdos con ámbitos burocratizados y colmados de desprestigio.
Para una conducción de ese tipo, la presencia en las calles de frecuentes movilizaciones populares, mucho más si éstas no son convocadas ni controladas desde el gobierno o sectores afines, no es un componente democrático a desarrollar, sino un ‘problema’ a resolver. Y allí anida una finalidad estratégica, compartida por el conjunto de las clases dominantes y las dirigencias que le responden: Volver a un escenario político centrado en las elecciones, las internas partidarias, las encuestas de opinión; con las negociaciones de cúpula concitando la atención general, en tanto que fuente exclusiva o casi de las decisiones gubernamentales. Calles sin piqueteros serían un avance hacia la consolidación de la permanencia de esos ‘todos’ cuya salida definitiva del escenario se reclamaba en las calles en los meses calientes de 2001-2002. Y no sólo se juega a la continuidad de las personas, sino a que el ‘todo’ de la política vuelva a pasar por los ‘decisores’ de siempre: Grandes empresarios, dirigencias políticas tradicionales, conducciones sindicales burocratizadas, cúpulas conservadoras de la Iglesia Católica; todo ello con la amplificación, reelaboración y difusión a cargo de los medios masivos de comunicación.
La batalla de estos días, para las organizaciones populares, debería reservar un lugar para la comprensión de este fenómeno de ‘normalización’, y la consecuente búsqueda de las formas de construcción social y de comunicación pública que permitan defender la revaloración de la acción colectiva, de la movilización social organizada, que alumbró en los últimos años 90′ y alcanzó su clímax en los primeros meses de 2002. Quizás sea hora de pensar en reformular los métodos de lucha, en emprender renovadas políticas de alianza con variados sectores sociales y de opinión, en mirar hacia dentro de las organizaciones para visualizar como perfeccionar los mecanismos de decisión y funcionamiento internos. Se vive el desafío de demostrar en la práctica que diciembre de 2001 no fue un hecho aislado sino parte de un proceso, sin duda prolongado y complejo, pero que tiene un destino posible de democratización radical, de construcción de una sociedad más igualitaria y justa.
<>Buenos Aires, 19/10/04
* Profesor Teoría del Estado-UBA>