El domingo primero de julio los mexicanos irán a dormir con la confirmación de un nuevo presidente. Si las encuestas no cometen otra barrabasada como lo ocurrido con Donald Trump en Estados Unidos, el Brexit en Reino Unido o el referéndum por la paz en Colombia, a Los Pinos (residencia presidencial) llegará Andrés Manuel López […]
El domingo primero de julio los mexicanos irán a dormir con la confirmación de un nuevo presidente. Si las encuestas no cometen otra barrabasada como lo ocurrido con Donald Trump en Estados Unidos, el Brexit en Reino Unido o el referéndum por la paz en Colombia, a Los Pinos (residencia presidencial) llegará Andrés Manuel López Obrador en su tercer intento.
Una campaña electoral demasiado extensa (más de seis meses si se suman los períodos de campaña y precampaña), llena de regulaciones y normativas que se cumplen a medias o se violan sin consecuencias evidentes, y marcada de principio a fin por la violencia, son algunas de las claves. Sin embargo, las elecciones de este año son las más grandes que se hayan organizado en el país: además del presidente se eligen 128 senadores, 500 diputados, 9 gobernadores incluido el de la Ciudad de México, además de diputaciones locales, presidencias municipales, alcaldías, juntas, concejales, e integrantes de ayuntamientos. En total, 3416 cargos se someterán a elección, con distritos donde el ciudadano deberá elegir en 8 boletas distintas.
Complejo, como ninguno otra en la historia mexicana, se antoja este proceso electoral que, por si fuera poco, presenta otras características que dejan ver la profunda crisis social y política existente y que, lejos de ser resuelta, se ha profundizado en los últimos sexenios. Presentamos entonces siete cuestiones sobre el proceso electoral en México, una suerte de síntesis de aquellos elementos más distintivos en una campaña histórica para el futuro del país.
El fin de las ideologías
Las alianzas electorales han puesto en jaque a las ideologías. La tradicional izquierda mexicana, representada por el agónico Partido de la Revolución Democrática (PRD), tejió sus lazos con el Partido de Acción Nacional (PAN) de centroderecha y con Movimiento Ciudadano.
A su vez el Partido Revolucionario Institucional (PRI), hoy en el gobierno, encontró su salida junto al Partido Verde Ecologista y el Partido Nueva Alianza (PANAL), en una síntesis del centro derecha; mientras que el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), el partido emergente en esta contienda y quien ha agrupado a la izquierda en este país, se ha aliado con el Partido del Trabajo (PT) y con el Partido Encuentro Social (PES), evangélico y de extrema derecha.
En cualquier caso, frente a las ideologías han primado los cálculos electoreros. La búsqueda del voto mayoritario se ha impuesto por encima de los programas históricos de las agrupaciones políticas, lo que hace cuestionarse la sostenibilidad de estas alianzas más allá del 1 de julio.
Los amoríos consolidados hace seis meses se han ido quebrando, en particular en la coalición Por México al Frente con el candidato Ricardo Anaya, que ha sido la primera en exponer sus fisuras: el presidente del Senado (militante del PAN) ha presentado una denuncia ante la Procuraduría General de la República contra el candidato de su propio partido, mientras que miembros del Comité Ejecutivo Nacional del PRD se han desmarcado de la candidatura de la coalición de la cual forman parte. Son estas apenas dos muestras de las fricciones existentes al interior.
Quien asuma la presidencia para los próximos seis años encabezará un gobierno que, presumiblemente, comenzará de un modo muy diferente a como termine. Los intereses contrapuestos de las agrupaciones que lo haya impulsado a la primera magistratura terminarán por minar sus bases, lo cual le hará muy difícil gobernar, salvo en el caso de MORENA, donde buena parte de las encuestas dan grandes posibilidades de tener mayorías en el legislativo y en las gubernaturas.
La violencia: un actor clave
Más de cien políticos han sido asesinados en el actual proceso electoral, de los cuales 46 eran candidatos o precandidatos. Sin importar partidos o filiaciones ideológicas, estas se han convertido en las elecciones más violentas en la historia mexicana en el año más violento del sexenio.
La violencia se ha posicionado como un actor clave en el proceso. Es raro el día en que los medios no anuncian el asesinato de un político en cualquier rincón del país. Las causas pueden ser las más diversas: vínculos con el crimen organizado, incumplimiento de acuerdos con agentes locales del narcotráfico, descontento con las propuestas, o incluso el crimen por el crimen. Frente a ello la imposibilidad del Estado de brindar seguridad al proceso o la inoperancia de los organismos judiciales para procesar a los responsables.
La impunidad y la ineficacia se juntan para sembrar el miedo. Los muertos son titulares un día y al siguiente pocos se acuerdan de ellos. Algunos incluso apenas merecen un tuit de compasión con los familiares y agua pasada. La violencia se ha convertido en algo natural.
La urgencia del cambio o todos contra el PRI
Cuando el PRI retornó al gobierno en 2012 de la mano de Enrique Peña Nieto, lo hizo capitalizando las esperanzas depositadas en las propuestas transformadores del entonces candidato. Con su programa de reformas estructurales, prometía llevar a México al siguiente nivel de desarrollo y resolver los graves problemas que aquejaban al país luego de la fallida guerra contra el narcotráfico que había impulsado Felipe Calderón. Recibió entonces un país ensangrentado, sumido en la violencia y el abandono por parte del estado, con niveles de inequidad enormes y con un segmento importante de habitantes en extrema pobreza.
Hoy, deja casi 8 mil casos de homicidio en el primer trimestre del año luego de un 2017 considerado como el más violento en dos décadas, con más de cien políticos asesinados en el proceso electoral, regiones controladas casi en su totalidad por el crimen organizado, el peso en su mayor devaluación frente al dólar, el precio de la gasolina alrededor de los veinte pesos (el doble del registrado a inicios del sexenio cuando llegó a estar en poco más de 10 pesos) y con el 43,6% de la población sumida en la pobreza (según cifras del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, CONEVAL) de los cuales 9.4 millones se encuentran en la extrema pobreza.
Por si fuera poco, el 69% de los mexicanos está en desacuerdo con la gestión del presidente Peña Nieto mientras que apenas 1 de cada 5 lo respalda. Casos como la Estafa Maestra (gigantesca trama de corrupción que permitió desvíos millonarios de instituciones del estado a fondos privados o campañas electorales), la Casa Blanca (caso de corrupción en el que estuvo involucrado el propio presidente), la nula actuación del Estado ante los vínculos comprobados en el escándalo de corrupción de Odebrecht o la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa (aún sin resolución), lastran la imagen no solo del presidente sino del PRI, quien es asociado a la precaria situación que hoy vive el país.
Todos contra el PRI ha sido una de las máximas de este proceso electoral. El descrédito ha llegado a niveles insospechados, a tal punto que han tenido que apostar por un candidato ajeno al propio partido, lo que ha generado importantes divisiones internas. Los sondeos adelantan una derrota histórica para la agrupación que gobernara México durante siete décadas.
El hartazgo social ha superado el clientelismo cultivado a todos los niveles por el partido de gobierno. El PRI ya se va, se ha convertido en uno de los tantos lemas de campaña, a tal punto que hasta su propio candidato ha parecido creérselo. Excepto en la capital, donde el Mikel Arriola ha logrado colarse en la competencia de lleno, no hay opciones claras para el partido en ninguna otra parte del país.
El resto de los candidatos se han concentrado, en buena medida, en intentar capitalizar ese encono y presentarse como la verdadera alternativa. Incluso el propio José Antonio Meade ha intentado distanciarse del PRI para venderse como un apartidista, libre de los males que aquejan a la agrupación. Ninguno como López Obrador, quizás por su constancia en los últimos 18 años, ha logrado posicionarse como la verdadera alternativa, aun siendo en sus orígenes militante del mismo partido que hoy es aborrecido.
El reacomodo de los medios
El sistema mediático mexicano tiene notables particularidades en comparación con otros del continente. Carente de regulaciones importantes, la mayoría de ellos se encuentran en poder de grandes conglomerados económicos y se han visto reducidos a agentes de relaciones públicas, abandonando el ideal que presenta a los medios como los perros guardianes en nombre de la ciudadanía.
Frente a la emergencia de los medios alternativos, gigantes como Televisa y TV Azteca han visto mermar de modo significativo sus audiencias. Escándalos como la falsa niña Frida Sofía a la que se intentaba rescatar de los escombros del colegio Rébsamen luego del sismo del 19 de septiembre, pusieron la nota culminante en la decadencia del sistema mediático.
A ello se suma la defensa a ultranza, en la mayoría de los casos de forma explícita, en otros más velada, de las líneas establecidas por el gobierno. Resultado de ello, desde el inicio de la campaña electoral se posicionaron como defensores del status quo, mostrándose como los más enconados opositores al candidato de MORENA. Pero adaptados a adaptarse, tal y como había sucedido con la llegada de la alternancia en el año 2000, las encuestas fueron moldeando la posición de los medios más importantes.
Luego de la entrevista a varias voces organizada por el grupo Milenio a finales de marzo, la reconciliación comenzó a ser evidente. Frente a la posibilidad de que Andrés Manuel López Obrador sea el próximo presidente, los medios han comenzado su proceso de reacomodo, quizás debido, en parte, a que buena parte de sus ingresos provienen precisamente de la publicidad gubernamental. Ante el temor de que le cierren el grifo del dinero, las posturas se han moderado, los analistas insistentemente opositores han sido despedidos o silenciados y el candidato del PRI dejado a un lado.
De mentiras y medias verdades
Esta ha sido la campaña de la bilis, del sentimiento y de la pasión. O a favor de López Obrador o contra él, o defensores del status quo (que es el PRI o casi lo mismo) o aborrecedores del partido tricolor. Sin medias tintas, la mentira o las medias verdades se han posicionado como un elemento central de todas las campañas, desde el independiente Jaime Rodríguez Calderón hasta el abanderado en las encuestas.
Quizás por aquello de que una mentira repetida muchas veces puede convertirse en verdad, la guerra sucia ha alcanzado en estas elecciones niveles insospechados: desde la presentación de imágenes trucadas para demostrar lo indemostrable hasta el empleo de datos falsos respecto a casi cualquier asunto al que pudiera echársele mano para ganar unos cuantos votos.
En este cometido de convencer al corazón apelando al estómago y no a la razón, los debates electorales organizados por el Instituto Nacional Electoral bajo un riguroso reglamento, lejos de convertirse en espacios para la presentación de propuestas se volvieron verdaderos reality shows plagados de descalificaciones, actos del más refinado cinismo y materia prima para los memes. En ningún caso movieron las preferencias electorales en uno u otro sentido ni dejaron ver candidatos preparados, con propuestas sólidas y planes de gobierno bien estructurados.
El país se enfrentó, expectante, a la peor de sus realidades: la política es hoy incapaz de solucionar (quizás nunca lo fue) alguno de los graves problemas que vive el país. Las cúpulas partidistas, como jaurías, se discuten el hueso del poder en nombre del bienestar público, del progreso y de la justicia. Mienten a todos, incluso a ellos mismos, y lo hacen con total desparpajo incluso cuando se les pone frente a sus propias mentiras.
En una especie de realidad paralela, la política mexicana (salvo excepciones muy contadas), se ha convertido en la competencia por alcanzar el poder por el poder y este proceso electoral no deja dudas de ello.
La recomposición de las élites
Con la augurada pérdida de la hegemonía por parte del PRI una vez más, es indudable una recomposición de las élites, tanto al interior de los partidos, como en el gobierno. Las frágiles alianzas establecidas en tiempos electorales no durarán mucho una vez superado el 1 de julio, a la vez que la búsqueda de la hegemonía por parte de quien llegue a Los Pinos será una de las metas fundamentales.
Todo cambiará para que todo siga siendo igual, es quizás lo más probable. Los cambios más importantes se darán, no hay dudas, en las élites económicas y políticas, mientras unas pocas migajas llegarán al ciudadano de a pie, ese que deberá elegir entre cuatro opciones que convencen poco. Por lo pronto, el sector más importante de la economía (entre ellos los que ostentan las fortunas más grandes del país) han comenzado el proceso de reacomodo en función de lo que parece una inminente victoria de López Obrador.
Luego de una enconada guerra directa e indirecta entre el sector empresarial y el candidato de MORENA, y las notables diferencias en relación a la pertinencia o no de construir el nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México, hasta el mismísimo Carlos Slim ha comentado que, de no ganar López Obrador, habrá inestabilidad económica para México.
El poder es un aliciente demasiado fuerte como para no limar las más importantes asperezas. Tal y como sucedió en los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón, las élites se reorganizarán, los que hoy se reparten las tajadas más grandes del pastel recibirán porciones más pequeñas y otros ocuparán sus puestos. Al menos esa ha sido la historia de este país, donde el poder ha ablandado hasta aquellos que parecían piedras, y a eso apuestan no pocos.
Las redes sociales, otro actor fundamental
Los medios siempre han sido determinantes en los procesos electorales de cualquier país. Hace apenas unos años, un par de televisoras en México se consideraban líderes de opinión. Su contenido, aunque pobre, era decisivo en la toma de decisiones a la hora de que el ciudadano otorgara su voto en casilla.
Hoy el país vive un cambio significativo en cuanto a los actores de los procesos electorales: ya no se trata solo de candidatos, ciudadanos y televisoras. Ahora el show se amplía para incluir en la ecuación a las redes sociales y las variantes infinitas que estas traen consigo: memes, modas, tendencias, viralización, hashtags, acceso ilimitado a la información, etc.
Las redes sociales son una plataforma muy cómoda para la transmisión de información: videos de pocos minutos, miniartículos reduccionistas, tweets de unos cuantos caracteres: satisfacción inmediata. Leemos unas cuantas líneas y de pronto nos parece verdad absoluta. Es el método perfecto para hacer campaña y contra campaña: explicarle a la gente rápida y concisamente lo que quieres que asimile provocando olas de opiniones desinformadas, olas a las que todos quieren entrar por permanecer «actualizados», y esto lo han entendido muy bien los candidatos.
Se crean tendencias divisorias: derecha o izquierda, «prianista» o «amlover», etc.; y surge la necesidad de pertenecer a alguna, pero no es opción no pertenecer a ninguna. Ahora, ¿nos hemos preguntado si el voto es verdaderamente producto de nuestro propio criterio e idiosincrasia; de una introspección de nuestras propias demandas y necesidades en conjunto con las del colectivo social o solo es la suma de tendencias, memes y modas de las que somos parte en redes sociales? ¿el voto será individualmente pensado o es parte de una colectividad impulsada por Facebook y Twitter?
El peligro latente es el exceso de información que podría traducirse al final del día en desinformación: ¿qué pasa cuando le ofreces una variedad infinita de dulces a un niño que solo ha probado unos cuantos? Una de dos: elige los mismos de siempre o elige aquellos que a su parecer le parecen más atractivos. Lo mismo pasa con una sociedad que está acostumbrada a la desinformación televisiva. De pronto llegan las redes sociales a ofrecernos una cantidad infinita de posibilidades, ¿elegimos lo mismo o lo que nos resulta más llamativo? ¿nos tomamos el tiempo de investigar si aquello de siempre es verdad o si lo nuevo y atractivo es fidedigno?
Cada vez vemos más en redes sociales mexicanas utilizarse términos como capitalismo, socialismo, populismo, neoliberalismo, etc., a la ligera para engrandecer o ensombrecer a los candidatos a la conveniencia del autor.
¿Cuántas veces nos hemos encontrado en internet con imágenes cuyo contenido llamativo podría causar furor entre nuestros contactos y las compartimos sin revisar elementos básicos como fecha de publicación, fuentes y veracidad de la información? ¿Cuántas veces se ha hecho durante esta campaña electoral?
Una breve revisión en Facebook nos hace coincidir con publicaciones alarmantes como que López Obrador transformará a México en Venezuela, o que José Antonio Meade elevará deliberadamente los precios de las gasolinas, que Ricardo Anaya ya está planeando el desvío de recursos públicos, o que el «Bronco» es un fascista porque quiere «mochar manos».
A esto le sumamos que no se brinda información fidedigna adjunta que los avale y peor aún, que la gente comparte estos datos sin saber si quiera si son ciertos creando una cadena de desinformación que pronto se viraliza provocando una tendencia ideológica y política que se ve reflejada no solo en las encuestas, sino en la propia opinión de las personas y en su toma decisiones a la hora de votar. De pronto nos eoncontramos con personas que juran que este candidato o el otro son lo peor que le puede pasar a México respaldándose en las redes sociales como su fuente primaria de información.
Es innegable el poder que las redes sociales tienen hoy en el caso mexicano. De hecho, ¿podríamos reconocer la actual campaña electoral sin las redes? Éstas no solo son decisivas en la elección de un nuevo presidente, serán clave durante su gestión.
No hay que malentender, la influencia de las redes sociales no es negativa en su totalidad: tal vez sea la necesidad de tener participación, voz y voto en las últimas tendencias o quizá sea verdaderamente una búsqueda por el cambio estructural en las formas de gobierno. Quizás es solo hartazgo colectivo por las claras fallas del sistema establecido o sea pura curiosidad y deseo de encajar en los debates virtuales.
En cualquier caso, la importancia de las redes sociales en este proceso electoral, en particular entre los jóvenes milenials, ha crecido de modo notable en comparación con contiendas anteriores. En esta especie de realidad paralela la discusión va en otro sentido, unas veces de la mano de los medios tradicionales y otras por sus propios cauces. Nunca neutral, las voces se escuchan más claras y fuertes, sin mediaciones ni mediadores, lo que permite tomarle el pulso el país de primera mano.
Una reflexión final
Si el 2 de julio los mexicanos amanecen con la noticia de que el presidente del país es otro que no sea Andrés Manuel López Obrador, la inconformidad se extenderá como pólvora con efectos incalculables, y de eso se han encargado todas las encuestadoras nacionales e internacionales.
El hartazgo social no aguanta más y, parece ser, que solo un fraude masivo y de proporciones nunca antes vista hará posible que el candidato del Movimiento de Regeneración Nacional no gane, en este su tercer intento, la primera magistratura del país.
Más allá de lo que suceda el domingo en las urnas, son muchos y muy complejos los problemas que vive México como para creer que un hombre y un sexenio serán suficientes para solucionarlos. Crucial serán estas elecciones, din dudas, en tanto posibilitarán explorar otras alternativas e impulsarán una recomposición de las élites económicas y políticas como nunca antes. En cualquier caso, el lunes despertaremos en el mismo país.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.