1. HUELGA, LUCHA ECONÓMICA Y NECESIDADES RADICALES El nivel de lucha de la segmentada y dividida clase obrera argentina contra el «Capital-Parlamentarismo» durante el 2005 ha duplicado el promedio del 2004. Y estamos hablando de la clase obrera formal, fordista, en vías de extinción e inmersa en una de sus crisis más agudas. Por debajo […]
1. HUELGA, LUCHA ECONÓMICA Y NECESIDADES RADICALES
El nivel de lucha de la segmentada y dividida clase obrera argentina contra el «Capital-Parlamentarismo» durante el 2005 ha duplicado el promedio del 2004. Y estamos hablando de la clase obrera formal, fordista, en vías de extinción e inmersa en una de sus crisis más agudas. Por debajo late el descontento y la resistencia de la nueva subjetividad obrera posfordista y sus necesidades radicales. Es evidente para todos, desde la UIA, cuyo titular con un especial enfoque antropológico ha confesado estar sorprendido que en un contexto de bajos salarios y un desempleo real del 17% estaba sorprendido de la combatividad de los proletarios (¡a ver si se cumple la profecía de Marx!), pasando por el PJ fracturado irremediablemente o una CGT autista y una CTA abandonando la alianza silenciosa con K., que la dimensión proletaria ha surgido imparable. Las editoriales de los diarios del capital braman que se corte este nudo gorgiano de la acumulación. Es que la banal ciencia del capital ha comprobado que la pobreza y la superexplotación generan resistencia, paros y movilizaciones.
El pasado mes de junio fue el de mayor conflictividad laboral en el último año, con 127 protestas, que afectaron en un 80% al sector público, el 13 % en el área de servicios y el 7 % restante en las diversas ramas de la industria. Ese mes superó en cantidad de conflictos a los registrados en todos los meses de junio desde… 1980. El análisis de la conflictividad laboral que ha tenido lugar en el mes de junio en los últimos 26 años, desde 1980 incluido, muestra que la de 2005 es la mayor desde entonces. El promedio registrado en junio es de 56 conflictos por mes y la cifra de 2005 es más del doble. La de 2005 además es cuatro veces superior que la del año pasado. Por ejemplo, los docentes duplicaron el número de paros respecto a 2004. El récord de conflictos anterior a este junio de 2005, fue en 1990, en el primer año del gobierno de Menem, cuando tuvieron lugar 72. Es decir: debemos retroceder casi quince años, en la última ola de huelgas serias del movimiento obrero, para encontrar semejante número de huelgas, movilizaciones, cortes y ocupaciones por el movimiento obrero sindicalizado.
«El pasado mes de junio fue el de mayor conflictividad laboral en el último año, con 127 protestas, que afectaron en un 80% al sector público, el 13 % en el área de servicios y el 7 % restante en las diversas ramas de la industria. Ese mes superó en cantidad de conflictos a los registrados en todos los meses de junio desde… 1980».
Esa cifra (127 protestas en junio) supera por más de cuatro veces el promedio mensual del último año, que fue de 40 conflictos. No es nada: quintuplica a todo el año 2003. Las protestas en mayo último habían sido 71 y sumando el último año se llegó a 483 conflictos. Del 80 % que correspondió al sector público en las protestas durante junio, el ranking fue liderado por los estatales con 39 medidas de fuerza, 33 realizadas por los docentes, 22 por los municipales y seis por los judiciales. Así, tanto los estatales como los docentes ratificaron la tendencia a ser los sectores más conflictivos, tanto en junio último como durante todo el año. La cifra de conflictos fue de 22 en julio de 2004; 17, en agosto; 14, en septiembre e igual cifra en octubre; 21, en noviembre, y 34, en diciembre. Como suele ocurrir en los meses de verano, el número de protestas cayó a 7 en enero; a 11 en febrero, y subió abruptamente a 88 en marzo. Luego volvió a bajar. En abril hubo 57 protestas. Se incrementaron a 71 en mayo y la cifra se elevó notablemente a 127 en el pasado mes de junio.
La suma de 483 conflictos de todo el año muestra que el mayor porcentaje de protestas (el 68%) se registró en el estado (estatales, docentes y municipales), cuyos trabajadores son los más castigados por este modelo de acumulación junto con el trabajo atípico (y lo serán en el 2006, ya lo veremos), mientras que el 23% correspondió a los gremios de servicios, y el 9% a la industria. Discriminado por actividad, la mayor protesta del último año fue de los docentes con el 31%. De hecho, este año más de cinco millones de alumnos perdieron más días de clase que en 2004. Lo siguen los estatales, 26%; los municipales, el 5%; el 4% para los chóferes de colectivos, los camioneros y los aeronáuticos; la protesta de los judiciales fue del 3%; el 2% para la alimentación, los ferroviarios y los metalúrgicos, en cada caso, mientras que el 17% se lo llevan otras actividades.
«La «frecuencia mensual» de cortes de rutas registrada en los primeros 6 meses de 2005 se ubica con el nivel más elevado desde el año 2002, que fue el récord anual desde 1997. Se ha sobrepuesto al rescate de la burguesía de Duhalde-Kirchner y a pesar de sus divisiones y segmentaciones internas, sólo le falta institucionalizar su potencial constituyente en formas maduras de coordinación, organización y solidaridad «.
A esto hay que sumarle la modalidad de acción directa del corte de ruta, calles u ocupación de lugar público: De acuerdo al estudio, la «frecuencia mensual» de cortes de rutas registrada en los primeros 6 meses de 2005 se ubica con el nivel más elevado desde el año 2002, que fue el récord anual desde 1997. Es que en lo que va de 2005 ha tenido lugar una relación de 116 cortes de rutas por mes, frente a 98 en 2004 y 106 en 2003, lo cual muestra una mayor intensidad después de la parcial estabilización del 2003 y los intentos de cooptación del movimiento piquetero o su sumisión a los rituales electorales.
La evolución anual, arroja que durante 1997 tuvieron lugar 140 cortes de rutas, en 1998 bajan a sólo 51, en 1999 se incrementan nuevamente llegando a 252, en 2000 se duplican alcanzando la cifra de 514, en 2001 aumentan a 1.383, y en 2002 ascienden a 2.336, marcando el récord anual desde 1997, y ubicándose al mismo tiempo casi tres veces por encima del promedio de cortes anual del período, que fue de 779, en 2003 se registraron 1.278, en 2004 fueron 1.181, mientras que en el primer semestre de 2005 han tenido lugar 701. El movimiento ha comenzado un alza cuantitativa enorme, se ha sobrepuesto al rescate de la burguesía de Duhalde-Kirchner y a pesar de sus divisiones y segmentaciones internas, de las viejas tradiciones que hipotecan su nuevo accionar, sólo le falta institucionalizar su potencial constituyente en formas maduras de coordinación, organización y solidaridad.
2. INFLACIÓN, SABOTAJE Y ELECCIONES
La clase obrera sindicalizada se resiste a que el capital modifique su viejo sistema de necesidades (cambiar el lino por el algodón como decía Marx), es decir: su estándar de vida pre-2001: mientras los trabajadores argentinos consumieron en promedio 63,5 kgs. de carne vacuna per cápita durante 2001, esa ración promedio se redujo a 59,1 kilos anuales en diciembre del año pasado, un 7 % menos que entonces. La caída es más abrupta en el caso del pollo, que tenía un consumo promedio anual de 25,7 kilos en 2001 y bajó 21 %, hasta los 20,2 kilos promedio de 2004. El consumo promedio de lácteos experimentó en el mismo lapso una retracción general del 15 %, pero la disminución fue superior en el caso de la leche en polvo (18 %) y los quesos de pasta semidura (27 %). Esta es la dimensión de lo nuevos «working poor», trabajadores pobres sindicalizados, otra de las caras del posfordismo.
Un país que se rige por un salario mínimo que se encuentra por debajo de la línea de pobreza que el mismo estado fija es un caso excepcional que no se ha visto todavía en ningún país capitalista. Por eso la lucha económica es siempre reactiva: es la reacción defensiva del trabajo contra la acción precedente del capital. Todo esto en medio del autoconvocado plebiscito de K., las elecciones de octubre, no es de extrañar los mecanismos «pan-y-circo» (que incluyen generosas transferencias a las provincias, anuncios de obras públicas y algún «beau geste» antiimperialista) se desplieguen con generosidad (fijo a jubilados, contratados estatales que se blanquean, aumento a militares y policías, etc.) o incluso aumentos a sectores del trabajo (los porteros: Alberto Fernández facilitó el aumento al gremio que conduce Víctor Santa María en simultáneo a que el gremialista comprometiera mucha colaboración para la campaña en la Capital Federal, donde uno de sus hombres integra la lista que encabeza Rafael Bielsa).
«La lucha económica es siempre reactiva: es la reacción defensiva del trabajo contra la acción precedente del capital. La huelga, entendida como el comienzo de la guerra social, cambió en su configuración (magnitud, frecuencia y duración), en su organización y en sus objetivos».
El paro o huelga, no está de más recordarlo, supone una manifestación de lucha por el poder social y su riqueza. En la vieja tradición obrera socialista la huelga era una «escuela militar de los trabajadores», la lucha salarial o por la jornada de trabajo se consideraban inevitables «luchas de guerrillas», el sindicato casi era la institución perfecta (incluso sobre la forma partido) para llegar al poder. La radicalización del sindicato era la antesala del asalto al Palacio de Invierno. Era lógico: la fijación de una jornada laboral normal (8 horas), las negociaciones colectivas, la limitación del trabajo infantil o el aguinaldo (paga anual) era el resultado de una guerra civil salvaje más o menos prolongada (Marx) y más o menos encubierta, entre el capital y el trabajo.
La lucha económica se sobrevaloró, en un contexto de resistencia por parte del capital a su legalización, hasta su reconocimiento y absorción por Perón en los ’50. Un ciclo más o menos similar recorrió el movimiento obrero mundial, desde EE.UU. a Francia, coincidiendo con la instalación de regímenes populistas, «Welfare», «New Deal» e incluso fascistas.
La institucionalización del conflicto industrial conllevó la transformación del sindicato y las coaliciones de trabajadores en aparatos de estado, de captura, que aseguraban el disciplinamiento y la reproducción ampliada de la fuerza de trabajo, y que incluso podían llegar a actuar como fuerzas de represión semilegales o paramilitares. Quizá las últimas revueltas desde abajo contra este sistema de dominio se vivieron en Argentina con las coordinadoras de 1975. La huelga, entendida como el comienzo de la guerra social, cambió en su configuración (magnitud, frecuencia y duración), en su organización y en sus objetivos.
La huelga, a la que los clásicos llamaron «guerra civil», «sublevación económica», «verdadero motín social», «guerra de guerrillas», «escuelas de guerra», «escaramuzas de la vanguardia», entraban en un gran cono de sombra, sobredeterminadas por la cooptación absoluta del estado y el control férreo del PJ sobre la central histórica de los trabajadores: se hacían «demostrativas», más cortas, planificadas y unidas al futuro de los caciques peronistas. Eran demostraciones de poder para influir en el sistema de partidos, en especial en el centro político. De eso hablaba el ministro Tomada, la «tradición de consenso» de la vieja figura sindical fordista, compañero de ruta de los ciclos del capital.
3. SINDICATO COMO TRADICIÓN DE CONSENSO: LOS BUENOS TIEMPOS POSFORDISTAS
El valor de la fuerza de trabajo constituye la base racional y declarada de los sindicatos. Su fin es impedir que el nivel de salarios disminuya por debajo de la suma pagada «tradicionalmente» en las diversas ramas de la industria o los servicios y que el precio de la fuerza de trabajo caiga por debajo de su valor. Es decir: sin capitalismo no habría sindicatos, su origen tiene la impronta de reacción de asociación de trabajadores al despotismo del capital. La determinación capitalista de la función sindical es clara. La historia del sindicato aparece unida al desarrollo, auge y decadencia del pacto keynesiano, populista en América Latina, donde la función sindical se generalizó, legalizó, extendió, casi abarcando todo el territorio del mercado de trabajo.
«El valor de la fuerza de trabajo constituye la base racional y declarada de los sindicatos. Sin capitalismo no habría sindicatos. La propia naturaleza de la fuerza de trabajo marca su preeminencia sobre el capital. Es el único elemento flexible, ajustable, variable independiente por antonomasia del proceso de acumulación».
La relevancia objetiva de la función sindical en el modo fordista residía no sólo en el control del precio de una mercadería fundamental de la producción, sino en la propia naturaleza de la fuerza de trabajo, único elemento flexible, ajustable, variable independiente por antonomasia del proceso de acumulación. El populismo entendió a la perfección la complejidad e importancia estratégica de la contratación sindical (transformando los sindicatos en agencias del estado, aparatos de captura, etc.). Pero no construyamos un mito: en América Latina hoy solo el 18% de la población económicamente activa está cubierta por sindicatos y solo el 10% comprendido en convenios colectivos.
La relación estado-sindicato a partir de los ’40 se hacía directa, decisiva para el ciclo de acumulación global, ya sea a través de regulaciones de interpretación del conflicto (derecho laboral) o tutelas extrademocráticas de mediación que evitaban las sorpresas del ciclo político (nuevo y viejo corporativismo) hasta formas intermedias de control (política de salario mínimo, obras sociales, descuentos compulsivos en salarios) o de participación (consejo del salario mínimo, gestión de fondos provisionales, bloque parlamentario, ministerios). Es más: las centrales sindicales votaron todas las reformas de Menem y la Alianza que profundizaban el ciclo posfordista.
«En América Latina hoy sólo el 18% de la población económicamente activa está cubierta por sindicatos y sólo el 10% comprendida en convenios colectivos. La única potencia social que poseen los trabajadores es su número, y hoy la potencia social está del lado del precariado. En Argentina la tasa de afiliación sindical en la década del ’80 era del 54% y en el quinquenio 1995/2000 promedió el 25,4%».
Lo que estamos viendo es la decadencia del sindicato como «momento constitucional» específico en la determinación de la dirección del desarrollo del capital. El cambio en las formas de la lucha de clases y su escisión de la institucionalización burguesa se puede observar en las estadísticas: mientras el 75% de las protestas eran lideradas por sindicatos entre 1983 y 1988, su participación bajó al 60% entre 1989 y 1994, para desdibujarse por completo a partir de 2001. La imposición del «Capital-Parlamentarismo» significó la agonía del sindicalismo fordista, tanto a nivel de la lucha económica como en su peso específico dentro del PJ.
Es que la fragilidad de la función sindical fordista es hoy la misma que hace treinta años: si existe o no control real sobre la base natural del trabajo, a la que se suma una nueva: el nacimiento del trabajador posfordista, atípico, precario, intermitente, desocupado (trabajo negado), flexible. Y es que la única potencia social que poseen los trabajadores es su número, y hoy la potencia social está del lado del precariado. El sindicato amarillo, el de «gordos» y «flacos», basado en cierto grado de control sobre el contrato de venta del trabajo vivo, era la razón (base lógica) del sindicato bajo el capitalismo y su importancia vital para su reconocimiento por parte del estado burgués.
«Ni siquiera el más amarillo de los sindicatos puede evitar la irrupción del activismo de base. Hoy la única atracción constituyente de la efervescencia de la función sindical es el activismo de base, y la posibilidad de enlazar su lucha local y sectorial con el movimiento autónomo y la lucha política contra el «Capital-Parlamentarismo».
El propio desarrollo del capital es el que ha vuelto obsoleto, ineficaz y pasado de moda a uno de los pilares básicos del fordismo como ciclo histórico de acumulación: actualmente sólo pueden ser sociedades de seguridad para una cada vez más selecta minoría de la clase. Para dar un ejemplo: en Argentina la tasa de afiliación sindical en el quinquenio 1995/2000 promedió el 25,4%; en la década del ’80 era del 54%. Ha fallado la hipótesis de los clásicos de que el sindicato podría transformarse en centro organizador de la clase, al igual que las comunas y los municipios de la Edad Media lo fueron para la burguesía naciente. Ni hablar de ser fuerza organizada para suprimir y reemplazar el sistema del trabajo asalariado. Será, sin dudas, uno de los obstáculos por superar y como elemento de dominio neocorporativo seguramente sus estratos dirigentes se encontrarán en la vereda de enfrente de la revolución.
Hoy la única atracción constituyente de la efervescencia de la función sindical es el activismo de base, y la posibilidad de enlazar su lucha local y sectorial con el movimiento autónomo y la lucha política contra el «Capital-Parlamentarismo». En esto nada ha cambiado: la visión de Marx sobre el tema es de gran cautela: le interesaban los límites objetivos de la acción sindical y el nacimiento imparable de la burocracia gremial. Ya a fines del siglo XIX se vislumbraba no sólo el reconocimiento oficial de los sindicatos y el voto universal o el derecho de huelga, sino la trama corporativa de la futura integración del sindicato al estado ampliado keynesiano, la «pax fordista». La huelga nunca será un medio de emancipación sino una necesidad de una situación histórica de lucha entre el capital y el trabajo. A pesar de este sesgo negativo, queda claro para nosotros que toda huelga «revoluciona» (de alguna manera a los trabajadores implicados) e incluso puede propagarse en efecto dominó por otros sectores. La huelga es una ruptura con la «normalidad» cotidiana del proceso de acumulación, es un cortocircuito en el cual la fuerza de trabajo puede verse como clase obrera.
Ni siquiera el más amarillo de los sindicatos puede evitar la irrupción del activismo de base, o filtrar totalmente las reivindicaciones de sus afiliados o detener el instinto de clase. Parafraseando a los clásicos, es siempre voluntad del capitalista quedarse con todo lo que puede (hoy el 10% más rico de la sociedad se lleva el 36,6% del ingreso total, el 40% siguiente el 45,3%, y el 50% más pobre recibe sólo el 18,1% del ingreso total, dentro del cual el 10% más pobre se lleva apenas 1,3%; la relación entre el decil más rico y el más pobre equivale a 28,1; nivel que todavía triplica al de 30 años atrás) pero lo que al movimiento compete no es elucubrar acerca de su voluntad, sino investigar cuál es su poder, hasta dónde llegan los límites de ese poder y cuál es el carácter de estos limites para bloquear el desarrollo del capital y modificar la relación de fuerzas.
4. EL INFIERNO TAN TEMIDO: LA PELEA DUHALDE-KIRCHNER Y LA CRISIS HISTÓRICA DEL BIPARTIDISMO
Una de las conmociones sistémicas del 2001 fue la desaparición del centro político, es decir: el papel de la nueva y vieja clase media en el mecanismo de consenso del «Capital-Parlamentarismo». La disolución del sistema de partidos modelo 1994 ha dejado abierta una crisis final de representación para el capital. La afirmación de K. que el peronismo ha finalizado su vida política esconde parcialmente una gran verdad: ha finalizado como identidad de una ontología social del trabajo que ya no existe o al menos es minoritaria. Kirchner reconoce que el capital debe reconstruir un nuevo nivel de dominio y mando sobre subjetividades obreras nuevas, inéditas y fuera de control. No es otro que el modelo centroderecha-centroizquierda del Chacho Álvarez («coaliciones partidarias identificadas con la dicotomía más universalista de izquierda-derecha»): un sistema de dominio estable, a la inglesa, con alternancia claras, el modelo de oposición leal de la politología liberal más clásica.
«La afirmación de «K» que el peronismo ha finalizado su vida política esconde parcialmente una gran verdad: ha finalizado como identidad de una ontología social del trabajo que ya no existe, o al menos es minoritaria».
El «Frente para la Victoria» o la famosa transversalidad, será sin dudas uno de los intentos por reconstruir el «Capital-Parlamentarismo» de acuerdo con las coordenadas de la constitución de 1994, pero el suelo vital sobre el que se pretende edificar esta nueva forma de dominio está profundamente minada… por el mismo desarrollo del capital y la resistencia de la multitud. La transición del fordismo al posfordismo ha producido una serie de cortocircuitos, el más grave es el de la representación y obligación política, quiebre histórico cuyo momento autorreferencial fueron las jornadas de diciembre de 2001. Un diagnóstico que también considera la derecha nostálgica (sistema político corroído) o que puede percibirse en la despolarización masiva de la intención de voto en la Capital Federal o en el progresivo aumento de la abstención en las últimas elecciones provinciales.
«El domingo 17 de julio en Santiago del Estero, la abstención para elegir representantes para la Convención Constituyente ¡Ganó por paliza con el 65 por ciento! Fue récord absoluto. El FUS, Frente de Unidad Santiagueña, (UCR+PJ) no sacó el 80 % sino apenas el 30 % de los votos del total del padrón. Unidos no duplicaron los sufragios de la elección de febrero, sino que, prácticamente sacaron la mitad de la vez anterior. Es tiempo de nostalgia para los radicales y peronistas. Afrontan la crisis histórica del bipartidismo».
La crisis de representación refleja el derrumbe del mecanismo de inclusión, el violento cambio de las relaciones de producción iniciada en los ’90 que conlleva a un lento cambio en la forma estado, ya que el estado populista era la realización de la inclusión política. Trabajador productivo=sujeto de derecho=ciudadanía era la ecuación de la democracia capitalista desde la segunda guerra mundial, ecuación que el propio desarrollo del capital puso en entredicho mortal. Pese a lo que afirmen Petras y otros gurues antiglobalización el instinto de clase de la multitud es sabotear los ritos electorales del «Capital-Parlamentarismo», paso a paso y sin duda.
Desde 1999, la concurrencia electoral ha descendido del 81,9%, al 71,6% de 2003, pasando por el 73,0% en 2001. Ello permite suponer que la tendencia hará descender aún más el nivel de presentismo en las elecciones legislativas de octubre hasta niveles que no nos imaginamos. Las masas están por delante de las propias organizaciones que se atropellan para legalizar sellos de goma y viejos candidatos escleróticos haciendo fila en la justicia electoral. En las elecciones legislativas de 2003 la concurrencia a votar alcanza su nivel más bajo desde que comenzó la democracia burguesa, representando sólo el 71,6% del padrón electoral, 6,8 puntos porcentuales por debajo de la media del período, que es 78,4%.
«Los votos válidos positivos en elecciones a diputados nacionales se ha reducido fuertemente, con una baja de más de veinte puntos desde 1983. El voto en blanco, que pasó de representar en 1983 el 5,6% de los votos válidos, a prácticamente duplicarse en 2003, alcanzando el 10,5%. De 1997 a 2003, el voto en blanco creció 138,6%».
Ciertas tendencias a nivel de distritos se mantienen (las provincias de La Pampa, Neuquén y Mendoza siguen estando entre las de mayor porcentaje de asistencia, y Tierra del Fuego, Corrientes y Santiago del Estero entre las de menor concurrencia), lo que indica que el descenso de concurrencia fue generalizado y a nivel nacional. Pero incluso el último año los descensos fueron más pronunciados que la media nacional, como en el caso de Entre Ríos, Buenos Aires, y San Juan. En plena euforia alfonsinista y en la ola transicional (1983) concurrió a votar el 81,3%, en 1985 el 80,9%, en 1987 el 82,5% y en 1989 el 82,3%.
Desde entonces comenzó a disminuir, bajando al 78,2% en 1991, al 76,6% en 1993 y al 75,2% en la elección de constituyentes de 1994. En 1995 aumentó nuevamente el número de gente que concurrió a votar, llegando al 80,2%, y en 1997 se registra otro descenso, con el 77,6%. En 1999 la concurrencia a votar sufre un nuevo repunte respecto de la elección anterior, llegando al 81,9%, y en las elecciones legislativas de 2001 desciende al 73,0% del padrón, para llegar al mínimo histórico de 71,6% en las legislativas de 2003. Si bien hubo una leve recuperación en 2003, la importancia de los votos válidos positivos en elecciones a diputados nacionales, como porcentaje del padrón electoral se ha reducido fuertemente, con una baja de más de veinte puntos porcentuales desde 1983.
«Las elecciones de octubre podrían ser una verdadera hecatombe de legitimidad para el «Capital-Parlamentarismo», que podría desembocar en una crisis constituyente aún más profunda que la del 2001. Un «NO» constituyente, una abstención revolucionaria activa, un boicot legal que destruya la forma más desarrollada de despotismo del capital sobre el trabajo: la democracia burguesa».
No sólo la abstención: tomando en cuenta las elecciones de diputados nacionales realizadas desde el retorno de la democracia, puede advertirse un importante aumento del voto en blanco, que pasó de representar, en 1983, el 5,6% de los votos válidos, a prácticamente duplicarse en 2003, alcanzando el 10,5%. De 1997 a 2003, el voto en blanco creció 138,6%, pasando del 4,4% de los votos válidos en 1997, a 6,5% en 1999, a 7,5% en 2001 y, por último, a 10,5% en 2003.
El domingo 17 de julio en Santiago del Estero, la abstención para elegir representantes para la Convención Constituyente ganó por paliza con el ¡65 por ciento! Fue récord absoluto. Recordemos que el último 27 de febrero la abstención ya había «ganado» las elecciones con el 35 por ciento. En cinco meses casi duplicó su caudal. Es decir, que el domingo el FUS, Frente de Unidad Santiagueña, (UCR+PJ) no sacó el 80 % sino apenas el 30 % de los votos del total del padrón. En febrero último el Frente Cívico (UCR) no ganó por el 45 por ciento, sino, por apenas el 30 por ciento del total del padrón habilitado para votar. Y el Partido Justicialista (PJ) no obtuvo el 40 por ciento, sino el 25 por ciento del padrón. Hoy ambos, no sumaron el 55 % sino apenas el 30 por ciento. Unidos no duplicaron sus votos sino que, prácticamente, lo dividen por dos. Es tiempo de nostalgia para los radicales y peronistas. Pensar que en la década pasada entre ambas fuerzas tenían el 90 por ciento de los votos. En cambio, ahora, afrontan la crisis histórica del bipartidismo.
Las elecciones de octubre podrían ser, si nos lo proponemos, una verdadera hecatombe de legitimidad para el «Capital-Parlamentarismo», en un contexto generalizado de efervescencia sindical, liderazgos renovados en la autonomía, que podría desembocar sin dudas en una crisis constituyente aún más profunda que la del 2001. Trabajar una campaña inteligente, con las masas, de un «NO» constituyente, una abstención revolucionaria activa, un boicot legal que destruya la forma más desarrollada de despotismo del capital sobre el trabajo: la democracia burguesa.
17 de julio de 2005.