Hay que festejar un acontecimiento histórico: la primera derrota electoral de las derechas mexicanas reconocida como tal. A la historia remitió también la promesa de mayor peso de la campaña de López Obrador (AMLO) y sus aliados, inscrita en el nombre mismo de la coalición: «Juntos haremos historia». El real alcance del Gobierno que nació […]
Hay que festejar un acontecimiento histórico: la primera derrota electoral de las derechas mexicanas reconocida como tal. A la historia remitió también la promesa de mayor peso de la campaña de López Obrador (AMLO) y sus aliados, inscrita en el nombre mismo de la coalición: «Juntos haremos historia».
El real alcance del Gobierno que nació del voto del 1 de julio obviamente irá decantándose en el tiempo y solo se podrá sopesar retroactivamente. Sin embargo, algunas cuestiones afloran inmediatamente como parte del debate que se abre a partir de este acontecimiento.
En primer lugar, con la elección de López Obrador culmina un largo y tortuoso proceso de transición formal a la democracia en tanto se realiza la plena alternancia en el poder al reconocerse la derrota electoral de las derechas y la correspondiente victoria de la oposición de centro-izquierda, aquella que había aparecido en 1988 para disputar al PAN el lugar de oposición consecuente. Cabe recordar, a treinta años de distancia, que desde entonces se asumía que el PAN era una oposición leal, que comulgaba con el neoliberalismo emergente y con el autoritarismo imperante. La alternativa planteada por el neocardenismo y el PRD simplemente propugnaba el retorno al desarrollismo, pero con un acento más pronunciado hacia la justicia social y con otro diagnóstico sobre las causas de la desigualdad respecto del programa actual de AMLO y Morena que coloca a la corrupción como el factor sistémico, como causa y no como consecuencia de las relaciones y los (des)equilibrios de poder. El horizonte de la revolución democrática implicaba un proyecto de transición no solo formal sino substancial: el igualamiento de las disparidades socio-económicas como condición para el ejercicio de la democracia tanto representativa como directa.
El círculo de la alternancia -y también del beneficio de la duda- que se cierra con esta elección, marca sin duda un pasaje histórico significativo pero que no garantiza el alcance histórico del proceso que sigue.
Más aún si las expectativas son tan elevadas como las que suscita AMLO al sostener que encabezará la cuarta transformación de la historia nacional, autoproclamándose el heredero de Morelos, Juárez, Madero y Cárdenas. Lejos de todo izquierdismo, privilegia el rasgo moralizador y el perfil de estadistas y demócratas de estas figuras. No hay truco ni engaño, a la letra de su programa y de su discurso de campaña, esta transformación atañe fundamentalmente a la refundación del Estado en términos éticos y, solo en segunda instancia, ésta tendrá las reverberaciones económicas y sociales necesarias para la estabilización de una sociedad en crisis. Del éxito de la cruzada anticorrupción se deriva no solo la realización de la hazaña histórica de moralizar la vida pública, sino la posibilidad de lograr tres propósitos fundamentales: pacificar el país, relanzar el crecimiento vía mercado interno, redistribuir el excedente para asegurar condiciones mínimas de vida a todos los ciudadanos. Se trata de una ecuación que, para convencer propios y extraños, ha sido repetida hasta el cansancio durante la campaña.
Respecto de los gobiernos progresistas latinoamericanos de las últimas décadas, el horizonte programático de AMLO está dos pasos atrás en términos de ambiciones antineoliberales, mientras destaca por la insistencia en la cuestión moral, justo en la que muchos de esos gobiernos naufragaron, y, por otra parte, por tener ante sí el desafío de la pacificación, con todas las dificultades del caso, pero también con la oportunidad de tener un impacto profundo y marcar un cambio substancial respecto del rumbo actual. Por la urgencia y la sensibilidad que lo rodea, será en este terreno -más que en cualquier otro- donde se medirá el alcance del nuevo Gobierno, su popularidad y estabilidad en los próximos meses.
Por otro lado, la promesa de hacer historia convoca en principio a todos los ciudadanos, «juntos». Sin embargo, más allá de la transversalidad y la voluntaria ambigüedad de esta convocatoria de campaña, todo proceso político implica atender la espinosa definición del sujeto que impulsa y el que se beneficia del cambio. La fórmula obradorista, desde 2006, tiene un tinte plebeyo y anti oligárquico: se construye sobre la relación líder-pueblo y la fórmula «solo el pueblo puede salvar al pueblo». Al mismo tiempo, tanto Morena como la campaña fueron construidos alrededor de la centralidad y la dirección incuestionable de AMLO, una personalización que llegó al extremo de llamar el acto de cierre de campaña AMLOfest y de usar el acrónimo AMLO como una marca o un hashtag (#AMLOmanía). Pero, junto al pueblo obradorista y a su guía, están otros grupos con creencias y prácticas muy diversas entre sí: los dirigentes de Morena y de los partidos aliados (PT y PES) y toda la pléyade de grupos de priistas, perredistas y panistas que, oportunistamente, cambiaron de bando al último momento. También están vastas franjas de clases medias conservadoras, así como sectores empresariales a los cuales AMLO dedicó especial atención en la campaña en el afán de desactivar su animadversión y para poder contar con su colaboración a la hora de tomar posesión del cargo. Cada uno de ellos exigirá lo propio, pero sobre todo serán valorados en relación con su especifico peso social, político y económico en aras de mantener el equilibrio interclasista y la gobernabilidad.
Entonces «juntos» y revueltos, siguiendo el esquema populista, una abigarrada articulación de un vacío que solo pudo llenar la ambigüedad discursiva y ahora la capacidad de arbitraje y el margen de decisión del líder que la elaboró y la difundió. Entre equilibrios precarios y alianzas variables, se vuelve imprescindible el recurso a la tradición y la cultura del estatalismo y del presidencialismo mexicano -con sus aristas carismáticas y autoritarias- que, no casualmente, no fue cuestionado a lo largo de la campaña obradorista.
Al margen de los contenidos que, como anuncia el programa, oscilarán entre una substancial continuidad del modelo neoliberal, condimentada con dosis limitadas de regulación estatal y de redistribución hacia los sectores más vulnerables, la cuestión democrática es la que podría paradójicamente frustrar las expectativas de cambio histórico para reducirse a un esquema plebiscitario bonapartista, ligado a la figura del líder máximo que convoca a opinar sobre la continuidad de su mandato u otros temas emergentes. El culto a las encuestas al interior de Morena, tanto las que sirvieron para seleccionar a los candidatos como las que sostuvieron el triunfalismo de la campaña, podrían ser el preludio de un nuevo estilo de gobierno, en el cual el pueblo sea asimilado a la opinión pública.
Esperemos que la transición formal a la democracia que hemos presenciado el 1 de julio y la experiencia de un gobierno progresista tardío en México no cierren las puertas a la participación desde abajo y, por el contrario, propicien el florecimiento de instancias de autodeterminación. Esto sí que podría abrir la puerta a una transformación de portada histórica.
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