Tras conocerse que el vicepresidente Álvaro García Linera no posee un título académico formal, se ha desatado en el país un renovado reclamo por el título profesional como requisito cuasi indispensable para el desempeño en la vida social. Por lo que se conoce, García Linera mintió, o al menos no aclaró, acerca de esta situación […]
Tras conocerse que el vicepresidente Álvaro García Linera no posee un título académico formal, se ha desatado en el país un renovado reclamo por el título profesional como requisito cuasi indispensable para el desempeño en la vida social. Por lo que se conoce, García Linera mintió, o al menos no aclaró, acerca de esta situación tanto en su cédula de identidad como en sus actividades académicas durante varios años.
Desde una perspectiva moralista, me parece legítimo el reclamo por dicha ‘mentira’ y es ahí donde el escrutinio social debió concentrarse. Sin embargo, lo dominante en el debate ha sido más bien la ausencia del mencionado título. En el caso del vicepresidente, probablemente se podrá argumentar que este no es un detalle menor pues fueron precisamente sus ‘credenciales académicas’ las que en gran parte le permitieron dar el salto a la esfera pública como el «garante» de una clase media reticente a votar por un indígena y peor si se trataba de un indígena «sin estudios». Empero, lo que empezó como un ataque de los sectores de oposición -tanto de derecha como de izquierda- hacia el controversial mandatario, se está convirtiendo paulatinamente en una narrativa social más amplia que pretende juzgar a las personas a través de la posesión o no de estos cartones, misma que a menudo se encuentra inspirada por un aire señorial de superioridad.
Los títulos académicos ciertamente son importantes en la medida que marcan un logro en el desarrollo de conocimientos y habilidades en un campo dado. Comprensiblemente, los que hemos accedido a la educación universitaria formal celebramos la obtención del título como un símbolo que denota la culminación de un periodo que usualmente demanda varios años de esfuerzo. A mi entender, el problema no radica en la aspiración de conseguir el título, sino más bien en su idealización como instrumento certero de medición de la capacidad y que además poseería un carácter neutral, es decir apolítico.
En el primer caso, basta un breve repaso a las figuras destacadas de prácticamente cualquier disciplina para evidenciar la cantidad de «no-titulados» que no solamente han sobresalido en su materia sino que incluso la han desarrollado. Sería absurdo, por ejemplo, reclamarle un título de literatura a Jorge Luis Borges, o uno de sociología a José Carlos Mariátegui; esto puede resultar elemental pero el simplismo del debate actual parece pasarlo por alto. Asimismo, la creciente mercantilización de la educación ha reducido significativamente la calidad de la misma y por ende la validez práctica de los títulos profesionales como garantes de idoneidad (si alguna vez lo fueron realmente). Dicho en otras palabras, hoy por hoy los títulos profesionales están al alcance de los que pueden pagar por ellos, por tanto es ingenuo verlos necesariamente como prueba fidedigna de conocimientos o habilidades adquiridas.
Por otro lado, es necesario no perder de vista que los títulos académicos son también construcciones sociales de poder y en este sentido no son neutrales. Es decir, el título atribuye autoridad para referirse a una materia dada; misma que es ejercida como una relación de poder sobre el otro que no posee el cartón e independientemente del conocimiento real que ambas personas puedan tener sobre el tema particular (siendo posible que la persona sin título conozca más sobre la materia). Obviamente, esto no quiere decir que los títulos no puedan reflejar el aprendizaje de conocimientos específicos, particularmente aquellos otorgados por universidades serias y de prestigio. Sin embargo, aún en estos casos la relación de poder continúa e incluso toma una forma de clase.
Si nos preguntamos quienes pueden acceder a los títulos de universidades como Harvard u Oxford, notaremos que en su mayoría son sectores de élite que pueden pagar por ellos, aunque la diferencia con el caso de las ‘negocio-universidades’ es que las primeras poseen un estricto proceso de selección que asegura una aptitud académica mínima de los aspirantes. De todos modos, como argumentaba Michael Foucault, la universidad tiende a reproducir el poder de las élites que asisten a sus aulas, pues el resto de la sociedad a menudo les reconoce acríticamente un grado de superioridad a partir de los títulos que ostentan, lo que a su vez contribuye a mantener sus privilegios cíclicamente.
En Bolivia, el grado de superioridad que aporta el título universitario tiene además un aire señorial propio de nuestra burguesía y que de algún modo refleja también nuestros complejos coloniales. «Ser profesional» es un hecho de prestigio social que es utilizado para distinguirse del resto de la población en parte porque implica un mayor grado de occidentalización. A esto se suma el hecho de que la educación superior continua estrechamente ligada a sectores privilegiados, pues, como lo afirma el PNUD, el estudiante universitario boliviano aún tiene un rostro predominantemente masculino, no-indígena, y de estrato social alto.
Sin desmerecer la importancia de la educación superior de calidad y de la lucha por su mayor democratización, al mismo tiempo corresponde cuestionar al título profesional como marca que define el valor e identidad de las personas. En este sentido, la reciente propuesta del SEGIP de que las nuevas cédulas de identidad prioricen la identificación cultural sobre la profesión u ocupación me parece un acierto para avanzar hacia una sociedad más incluyente y menos acomplejada.
Enrique Castañón Ballivián, Investigador boliviano.
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