Es posible que mañana muera y en la tierra no quedará nadie que me haya comprendido por completo. Unos me considerarán peor y otros mejor de lo que soy. Algunos dirán que era una buena persona; otros, que era un canalla. Pero las dos opiniones serán igualmente equivocadas. (Epígrafe en Abaddón el exterminador) Mijail Iurevicht […]
Es posible que mañana muera
y en la tierra no quedará
nadie que me haya comprendido por completo.
Unos me considerarán peor
y otros mejor de lo que soy.
Algunos dirán que era una buena persona;
otros, que era un canalla.
Pero las dos opiniones
serán igualmente equivocadas.
(Epígrafe en Abaddón el exterminador)
Mijail Iurevicht Lermontov
Y, una madrugada, falleció Ernesto Sábato.
El 24 de junio hubiese cumplido cien años. Cien años de soledad, diría otro, pero compartida con sus fantasmas de escritor, con sus miles de antes de los fines y resistencias no ficcionadas. Porque era él y el universo. También era un hombre de pocos engranajes.
Siempre está en mis ficciones, porque fue de él el primer libro para «grandes» que leí, de la mano de El túnel por mis once o doce años. Su foto en blanco y negro está en mi pared de cuadros de personas que en algún u otro sentido me formaron. Alejandra Vidal se mezcla en la psiquis de Maitén en el cierre de mi novela El fin del fin de los tiempos.
Ernesto. Hombre de muchas palabras, de aciertos y desaciertos, de verdades como uñas encarnadas y bocas maldecidas, de ficciones como cegueras que desnudan hipocresía y freudianas manifestaciones poco analizadas. Hombre de historia controvertida y final feliz, como en ninguna de sus tres novelas.
Hoy me desperté con un mensaje de texto que decía «Murió Sábato» y, durante el resto de la mañana, fueron llegando nuevos avisos. Son muchas las personas que saben lo que su obra significa para mí. Y son ningunas las cosas que he hecho para retribuírselo. También tuvimos peleas, varias, aunque jamás llegó a enterarse de eso pese a que me respondió con sus letras para que comprendiera un poco mejor. Siguen existiendo desacuerdos entre nosotros, pero así y todo me sigo sacando el sombrero que no uso para abrir cualquiera de sus libros.
Mis bibliotecas miran la casa con pena y emanan ese aroma, que cambia cualquier contexto, a libros envejecidos. Parece que me mirara desde el rincón diciéndome que quién soy yo para sufrir su partida y le respondo que nadie, por eso no llevo ropa negra ni estoy llorando, pero que me queda lo mejor de él en el segundo estante y en el próximo y primer instante.
¡Gracias, Ernesto!
*Escritora y periodista de opinión. Blog: www.cotidianidadeshumanas.blogspot.com
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.