No hay que ser tecnofóbico para sospechar que el culto a la informática, a la Internet y a la «sociedad del conocimiento» puede coincidir perfectamente con una condición de inconciencia colectiva, lo cual justifica plantear la pregunta: ¿acaso nos damos cuenta de algo? Vale la pena reparar en las palabras de uno de los personajes […]
No hay que ser tecnofóbico para sospechar que el culto a la informática, a la Internet y a la «sociedad del conocimiento» puede coincidir perfectamente con una condición de inconciencia colectiva, lo cual justifica plantear la pregunta: ¿acaso nos damos cuenta de algo? Vale la pena reparar en las palabras de uno de los personajes más representativos del ciberpunk, el cowboy del ciberespacio y protagonista del cuento homónimo «Johnny Mnemónico»:
«Me di cuenta de que no tenía la menor idea de lo que estaba realmente sucediendo, ni de lo que, se suponía, debía suceder. Y ése era mi juego, porque he pasado la mayor parte de mi vida como un receptáculo ciego que se llena con el conocimiento de otras personas, conocimiento del que luego se me vacía: un chorro de lenguajes sintéticos que nunca comprenderé. Un chico muy técnico. Claro que sí» (William Gibson, «Johnny Mnemónico», en Quemando cromo, Barcelona, Minotauro, 1994, página 34).
Johnny es el hombre máquina: técnico, eficiente, óptimo. Para poder prestar sus servicios como «disco duro» que puede ser enviado a lugares remotos, con información demasiado importante como para enviarla por la red, Johnny permite que le eliminen los recuerdos que acumulaba en su memoria, vaciando su cerebro y haciendo espacio para la información valiosa ($) que deberá trasladar en cada encargo. Pero el precio que ha tenido que pagar no es poca cosa: renunciar a su identidad, su vida, lo que él es. Creo que la metáfora nos remite, sin lugar a dudas, a lo que está sucediendo en buena parte de nuestras «sociedades de la información»: cambiamos nuestra identidad, nuestra libertad y nuestra independencia por la oportunidad de cargar con una información que nos hace sentir que estamos en el juego, pero que al final nos roba nuestra humanidad. ¿No es paradójico que vivamos rodeados de información, pero que no nos enteremos de las cosas que podrían pasar y que efectivamente «nos pasan»?
Nadie puede ser capaz de comprender a profundidad los contenidos de las tecnociencias contemporáneas, ni siquiera aspirar al dominio de un grupo de ellas. Pero el caso es que, además, la información que incluso podemos llevar dentro no nos pertenece, lleva consigo un copyright que nos recuerda que alguien tiene derecho sobre ella y, precisamente por eso, sobre nosotros. Pero claro, ¿quién querría quedar excluido de la «sociedad de la información»? ¿Estaríamos tan locos o seríamos tan irresponsables como para renunciar al progreso y al desarrollo, resistiéndonos a la evolución que se apresta a dar el salto del ADN al silicio? Para algunos, la respuesta se encuentra en las fantasías tecnofílicas, como las del experto en robótica Hans Moravec, para quien la evolución no debería detenerse en el cerebro humano, sino ser impulsada hacia la creación de nuevas «especies», computadoras y robots mucho mejores que nosotros (Mark Dery, Velocidad de escape, Madrid, Siruela, 1998 ).
Pero las cosas no son tan transparentes ni los caminos tan expeditos. Como bien dice Johnny:
«Somos una economía de información. Te lo enseñan en la escuela. Lo que no te dicen es que es imposible moverse, vivir, actuar a cualquier nivel sin dejar huellas, pedacitos, fragmentos de información en apariencia insignificantes. Fragmentos que pueden ser recuperados, amplificados» ( William Gibson, «Johnny Mnemónico», página 32).
Con las nuevas tecnologías de la información, lo que parecía ser ficción es ahora la realidad. Los gobiernos y las empresas saben tanto sobre nosotros, incluso más que lo que sabemos de nosotros mismos. Y no sólo «saben», sino que pueden utilizar esa información para ponernos barreras o inducirnos a realizar acciones de las que no nos damos cuenta… una vez más. ¿No es eso lo que hacen las empresas -los bancos, por ejemplo-, accediendo a las bases de datos de la seguridad social o de los sitios en los que trabajamos? ¿No saben los vendedores seguir nuestros movimientos por la web, creando una perfil de nuestros gustos y preferencias, de tal modo que puedan inducirnos a la compra, al consumismo?
Pero no sólo se trata de los caminos que recorremos de manera «virtual». La puerta hacia el posthumanismo ha sido abierta y no es pura coincidencia que uno de los terrenos en donde se libran sus batallas sea el de los cuerpos humanos. Como sostiene Mark Dery, crítico de las «soluciones posthumanistas», el auge contemporáneo por la cirugía cosmética y el body building no son ni de lejos una recuperación del culto al cuerpo que veíamos en la antigüedad o que podría justificarse desde una reivindicación dionisíaca de lo orgánico, la vida o la satisfacción de las necesidades humanas. Los modelos para los brazos, piernas y torsos del adicto a los gimnasios distan de ser humanos. Más bien, los encontramos en los pistones, fuelles y bloques de acero que constituyen las máquinas, esas maravillas tecnológicas.
Por su parte, el equivalente corpóreo de la emulación de los chips, la memoria RAM y la velocidad de las conexiones computarizadas -algo común entre los educadores que buscan convertir a sus estudiantes en «máquinas de calcular»- lo constituyen los tatuajes biomecánicos: dibujos que imitan cables de computadoras, prótesis biónicas o pistones de motor, entre los que se encuentran los diseños del pintor y escultor surrealista H.R. Giger, y cuyo antecedente popular puede hallarse en el hombre y la mujer biónicos de las series televisivas de los 70.
Siguiendo a Dery, sostengo que es un error pensar que todo esto significa una recuperación de lo corpóreo, cuando en realidad se trata de su destrucción, simbólica al menos, y con la excusa de una supuesta «superación de lo orgánico» en el paradigma cibernético. Lo que interesa del cuerpo es lo que puede equipararse a la perfección de la máquina y del hardware. Ya decíamos arriba cómo los brazos pueden asemejar toda clase de artilugios mecánicos; la dureza de los músculos como si se tratase de la dureza del acero. Pero todavía podemos ir más allá. No hay parte del cuerpo que interese más a nuestra época que nuestro cerebro, el cual es estudiado, desde hace mucho, como si se tratase de una computadora.
Las visiones que insisten en las analogías entre el cerebro y las computadoras tienen más ramificaciones de lo que podríamos imaginar. Los precursores de los paralelos entre la inteligencia humana y la inteligencia artificial pueden rastrearse dentro del enfoque taylorista del trabajo y las organizaciones, así como en buena parte de los modelos conductistas en psicología. En la actualidad, toda clase de especialistas en las ciencias cognitivas, la robótica, así como filósofos de la mente, tienden a hablar del cerebro en términos informáticos, lo cual presta un servicio nada despreciable a los gerentes y encargados de recursos humanos interesados en controlar mejor y «exprimir» al máximo a sus empleados.
Volviendo al ciberpunk, quiero referirme a estas analogías «cerebro-hardware«, tal como son retratadas en «Zona libre», de John Shirley. El rocker Rick Rickenharp, protagonista de la historia, sólo puede expresar la sensación de desvanecimiento y disolución de su identidad, producida por una ingesta de drogas, recurriendo a las imágenes con las que tiene que habérselas cualquier ingeniero o técnico de computadoras: «Siento que mi computador está sufriendo un cortocircuito. Todos sus componentes se están fundiendo. Mierda, pues que se fundan» (John Shirley, «Zona libre», recogido en el libro de Bruce Sterling, Mirrorshades: Una antología ciberpunk, Madrid, Siruela, 1998, página 240 ).
Pero el relato de Shirley tiene más cosas interesantes. Una es, seguramente, una consecuencia lógica de lo que podríamos llamar «ideología computacional». Si pensamos en todo lo que podríamos hacer con nuestra mente, ¿no es el cuerpo un mero estorbo? Ya que buena parte de los desarrollos de la informática y la ingeniería de computadoras han sido impulsados para conseguir una mayor virtualización de los soportes y los instrumentos, incluso podríamos decir que el mismo hardware terminará siendo un obstáculo. Y eso no está lejos de las fantasías ciberpunks de viajes en la red que sustituyen a las luchas callejeras o de la posibilidad de que la mente del websurfer pueda ser «descargada» en la red, lo que equivale al fin de su vida corporal y el inicio de una más plena, en la web. No es raro que esta vertiente termine por desembocar en una combinación de tecnocentrismo, religiosidad high tech y transhumanidad. Al convertir a la tecnología cibernética e informática en el centro de nuestras vidas y el paradigma de nuestras aspiraciones, el enemigo a vencer sería todo lo que pudiera constituir un obstáculo para el libre desarrollo de las «potencias cognitivas» y la racionalidad instrumental triunfante.
Como sucede en el episodio Brain Scratch [«Arañazo cerebral» o, mejor, «Lavado de cerebro»], de la serie anime Cowboy Bebop, el vacío de sentido que deja nuestra equiparación a la máquina perfecta -La Red- obliga a la creación de una nueva religiosidad, la cual lleva el fenómeno de la enajenación a unos niveles que harían palidecer de envidia a muchos líderes religiosos contemporáneos. En la cinta, un hacker adolescente logra «descargar» su mente en la red, convirtiéndose en el líder de una secta milenarista, la cual realiza lavados de cerebro a través de la televisión y los videojuegos. El homo videns alcanza un extremismo insospechado, con una profusión de imágenes que constituyen el mecanismo de «liberación», pero no de las enajenaciones tecnofílicas, sino del cuerpo y de la vida misma. Si bien no es la primera vez que la salvación se mira como una liberación del cuerpo, al menos en esta ocasión parece que se habría resuelto el «problema técnico».
Retomando el cuento de Shirley, podríamos decir que, cuando algo que me es propio, que es mío –como puede serlo mi cerebro-, es transformado en un «computador», entonces las «leyes» que aplican para el segundo podrían aplicarse al primero. Y, dado que nos encontramos dentro de unas relaciones mercantiles capitalistas, habría que incluir a la ley del valor que les es propia. Las palabras de Rick Rickenharp traslucen lo grave de la cuestión: el cerebro, el organismo, el cuerpo, en fin, el ser humano entero es cosificado totalmente y convertido en un conjunto de objetos intercambiables. Que no se hable más de mi cuerpo o mi cerebro, pues ambos han pasado a formar parte del mundo de las mercancías.
Como se deduce del nombre del relato, en la «zona libre» todo es intercambiable y todo se puede comprar. La isla, porque de eso se trata, es como un inmenso mercado, donde las mercancías más preciosas -fuera de los gadgets informáticos y las «drogas inteligentes»- son los esclavos, preferiblemente adolescentes, a los que es posible someter a cualquier clase de explotación sexual, a cual más vil y deshumanizante. La zona es un mercado libre de almas y cuerpos que alguna vez fueron humanos.
Eso sí, incluso en el paraíso de la compraventa anidan las serpientes. Shirley introduce algunas, a manera de paradójicas metáforas de nuestras sociedades. Por ejemplo, no es cierto que pueda comprarse todo en la isla. Dentro del paraíso de la concupiscencia y los «locales de excitación» nadie puede adquirir un seguro frente al «SIDA de tres semanas» -enfermedad para la que no hay cura conocida-, a pesar de que se vive rodeado de high tech.
Por otra parte, lo que caracteriza a dichos centros del «placer» es la observancia puritana de las reglas y el mandato inexorable del goce, al punto que, como dice el narrador, «el lugar resultaba rigurosamente calvinista» (John Shirley, «Zona libre», página 231). ¿Contradictorio? En absoluto, ya que se busca que las prohibiciones garanticen la circulación ininterrumpida de las mercancías, que, como bien sabemos, es el imperativo categórico de la pornografía, ese erotismo mercantilizado: siguiendo con rigor extremo una pauta archiconocida (felación, cunnilingus, coito vaginal, coito anal, eyaculación en el rostro, y vuelta a comenzar), y bien aderezada con gemidos y gritos desaforados, la secuencia de la cópula es repetida ad náuseam. ¡El espectador debe someterse al mismo patrón, en un consumo rigurosamente mecánico, invariable y virtualmente infinito! O al menos hasta que el cuerpo aguante.
En la zona libre de la tecnociencia ubicua, los esfuerzos por escapar a las limitaciones que poseen los cuerpos vivientes se ven frustrados por ese «retorno de lo reprimido» que salta en cada rincón. Ya sea la enfermedad frente a la que no hay cura o la imposibilidad de gozar de un abrazo libre y espontáneo con el objeto del deseo -libre del mandato del goce y el consumo ininterrumpidos-, la cuestión es que los artificios chocan contra el muro de nuestra condición humana y de los cuerpos que somos.
Carlos Molina Velásquez es Académico salvadoreño y columnista del periódico ContraPunto
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