¿Es posible la regeneración de la izquierda? México vive una descomposición rampante que alcanza todos los ámbitos de la vida social y económica del país. La izquierda también ha sido seriamente contaminada, hasta ir perdiendo su código genético, sus señas de identidad. En las últimas tres décadas, tanto las mayorías silenciosas como las minorías estridentes, […]
¿Es posible la regeneración de la izquierda? México vive una descomposición rampante que alcanza todos los ámbitos de la vida social y económica del país. La izquierda también ha sido seriamente contaminada, hasta ir perdiendo su código genético, sus señas de identidad. En las últimas tres décadas, tanto las mayorías silenciosas como las minorías estridentes, una y otra vez, han tenido que pasar el trago amargo del desengaño: no se ha tocado fondo. Hoy se torna evidente de que no hay tal fondo. La caída es en el vacío y el régimen imperante no sólo ha agotado ya sus fuentes de legitimidad y margen de maniobra, sino que es incapaz de ofrecer otra cosa que no sea «más de lo mismo», otra vuelta de tuerca. El panorama internacional tampoco es muy alentador que digamos.
¿Qué fuerza será capaz de ofrecer y soportar una verdadera alternativa, y no solamente la ilusión de la alternancia para administrar la decadencia? Si la izquierda, tal como hasta ahora lo ha venido haciendo, sigue conquistando espacios de poder y no va más allá de los límites impuestos por las fuerzas beneficiadas por la situación imperante, también será corresponsable de la cancelación del futuro del pueblo mexicano como proyecto histórico. Suena catastrófico, pero en este mundo no hay nada dado para siempre, y mucho menos en un transe de aceleración de la historia, de retos y desafíos sin precedentes.
En el redil y sin horizonte
Con su legalización a partir de la reforma electoral de 1978, la izquierda paulatinamente se fue haciendo electoralmente competitiva, y teniendo acceso a financiamiento público, así como a toda una serie de prebendas. En los consecutivos cambios de nombre, como resultado de fusiones y refundaciones, los desprendimientos del PRI, además de grupos influyentes, aportaron a la izquierda viejas prácticas políticas que ésta siempre había cuestionado. Esto tuvo un efecto, al aparecer sin retorno, en una buena parte de una generación de luchadores que se fraguaron en condiciones de abnegación y sacrificio: las dirigencias, camarillas, burocracias de partidos, organizaciones gremiales y populares fueron anteponiendo en la práctica política sus intereses personales y de grupo, a los de la comunidad por ellos representada.
Paralelamente, con el desmantelamiento del socialismo realmente existente, sepultureros propios y extraños enterraron vivo el ideal socialista. La mayor parte de los intelectuales progresistas se hundió en la perplejidad y el desencanto, y fue incapaz de formular un nuevo ideario inspirador de las batallas por venir. Así, las izquierdas no sólo intentaron desmarcarse de una u otra expresión concreta de experiencia socialista, sino del ideal mismo. Sin reflexión crítica de por medio se volvieron «socialdemócratas» de la noche a la mañana; se institucionalizaron y de oposición anti-sistema pasaron a ser una parte funcional más del sistema.
Un pragmatismo cada vez más ramplón fue desplazando los principios-fines (el horizonte). El ideario se dio por un hecho, y simplemente se adoptó un discurso políticamente correcto, en el que democracia, derechos humanos, equidad de género, medio ambiente, bienestar, etcétera, son exactamente lo mismo para la izquierda y la derecha. Por supuesto que hay muy honrosas excepciones. Pero en general hoy, a diferencia de hace veinte años, cuando la izquierda en México aun no había conquistado espacios de poder, se percibe a sus representantes como parte de una clase política que no tiene otro fin que a sí misma. El debate de ideas y programas cedió su lugar a pugnas internas y rebatingas por cada migaja de poder, por nimia que esta sea. En otras palabras: la izquierda entró al redil y perdió el horizonte.
La izquierda ante la inmanencia y la trascendencia
La izquierda ha envejecido prematuramente. Sus reflejos autocríticos no responden. La izquierda dejó de ser reflexiva y cuestionadora de lo existente. Pareciera que ya no aspira a entender ni a transformar el mundo. Ciertamente, hay expresiones intrépidas que proclaman que otro mundo y otro país son posibles, pero con dificultad logran formular tan siquiera su burdo bosquejo. Esta incapacidad tiene su origen en una práctica política desvinculada de los ideales. En efecto, el ideal nos remite siempre a una aspiración a trascender lo inmanente, la realidad dada de antemano. Una praxis política inspirada por ideales tiende a ser más ética que si se desmarca de toda pretensión por «asaltar el cielo».
Los ideales se formulan partiendo de una u otra concepción del hombre. El postmodernismo se torna posthumanismo al reducir al hombre a la esfera de lo inmanente, a dos motivaciones básicas: los placeres (el consumo, uso y abuzo de los cuerpos y las cosas) y el miedo (a morir, al dolor, a la pérdida del confort, los privilegios, el trabajo, etcétera). En pocas palabras la zanahoria y el garrote, el premio y el castigo. Esos dos pedales son los que hacen funcionar la demoniaca maquinaria del capitalismo desarrollado del Siglo XXI. En el mejor de los casos, los segmentos privilegiados del mundo de hoy, con acceso al consumismo desenfrenado, están sometidos a lo primario, al más acá del reino animal. Lejos de negar la validez y contundencia de estos dos ámbitos fundamentales de estímulos en la existencia humana, tan fundamentales que son tremendamente poderosos. Pero el hombre como aspiración, como proyecto es más que eso: busca sobreponerse a su propia condición y a superarse. Ahí es donde surge el ideal, lo sacro, donde arde el fuego de la aspiración a la bondad, la justicia, y la belleza.
Para Marx el hombre transforma la naturaleza (la trasciende) y se transforma a sí mismo conforme a un ideal, a un proyecto. El hombre preconcibe en su mente lo posible y lo deseable, lo que aun no existe en la realidad, sometiendo sus propias fuerzas a la encarnación de esas ensoñaciones en el momento de emprender la senda de la trascendencia. Pero el ideal no se congela en la consciencia, como tampoco la realidad se somete inerme a los caprichos de la mente. Lo inmanente, al cambiar, a su vez influye en el ideal, en lo transcendente. El hombre, pues, como sentido sólo se torna posible en la colisión entre lo inmanente y lo trascendente.
Por lo demás, no existe, ni puede existir una sociedad humana que prohíba o impida el ideal. Lejos de pensar que Occidente desarrollado no tiene motivaciones ideales, pero tiende a confinarlos a lo religioso, al «consuelo» religioso para enfrentar la cuestión de la muerte. Es más, hasta la vida cotidiana de los individuos se ve bombardeada por imágenes ideales (la propaganda comercial) de una belleza sucedánea para estimular el consumo. Pero, una sociedad enajenada, en el mejor de los casos, tiende a especializar (profesionalizar) a uno de sus segmentos (confesiones) para alimentar la llama de lo sagrado, confinada siempre en el templo. Como una forma de alienación, la sociedad capitalista busca mantener escindido siempre lo inmanente de lo trascendente, lo real del ideal, impidiendo con ello que el ideal se convierta en la motivación del comportamiento de los individuos y grupos sociales.
Donde termina la historia comienza la zoología
En la vida laica, los individuos despliegan toda su energía (trabajo) para alcanzar el «éxito»; teniendo como complemento uno o varios «hobby». Marginalmente, para las circunstancias fatales y/o las preguntas malditas: toda laya de iglesias. Por supuesto que, dentro del paradigma social vigente, la libertad de elección es ilimitada. Pero, si en las sociedades precapitalistas lo trascendente estaba presente en la vida cotidiana principalmente en forma de fuego religioso (aquí radica la fuente de todo neoconservadurismo), la Revolución Francesa encendió en la vida laica el fuego ideológico. La estafeta la tomaron la Comuna de París y la Revolución de Octubre. Con el desmantelamiento del bloque socialista, se declaró el fin de la historia, y las más diversas expresiones de izquierda en el mundo, de una u otra forma, aceptaron que era hora de apagar el fuego ideológico. Como corolario tenemos, en palabras de I. Brodski, que donde termina la historia comienza la zoología. Sin embargo, como dijimos, las sociedades no pueden existir sin el fuego de lo trascendente, y a falta de un horizonte, de una esperanza representada por una ideología laica, entonces, en el mundo empobrecido se encendió la llama de los «fundamentalismos».
En los orígenes del capitalismo, según M. Webber, con el ascetismo y la ética protestante, los hombres emprendedores veían en la acumulación de capital un medio a través del cual alcanzar la trascendencia. Pero actualmente, y si en realidad alguna vez lo fue, el capitalismo desarrollado es incapaz de ofrecer otro estimulo que no sea el material, que motive la acción individual o colectiva de los hombres. En efecto, el éxito como fin, que se expresa en el máximo acceso al consumo de los bienes materiales, los cuerpos, y el reconocimiento social. Sí, el éxito en el marco de la ley a costa del envilecimiento y enajenación de la vida cotidiana y la convivencia humana. No hay otros medios.
En esta cuestión es muy fácil que las fuerzas de izquierda, y en particular las organizaciones gremiales, terminen en un callejón sin salida: todas las reivindicaciones se reducen a lo material. El sistema capitalista no encuentra en lo sublime un estimulo de la conducta al común de los mortales. Sí, ya sé, los liberales replicarán que lo trascendente es un ámbito de la libertad individual, de búsqueda de cada quien. El problema radica en que, para la reproducción misma del sistema, todos los espacios simbólicos de la sociedad también terminan saturados de esa obsesión por realizar las mercancías. De ahí su incapacidad para enfrentar los retos del mundo «global», y el miedo al fuego ajeno, al «fundamentalismo» que brota en el seno de de las sociedades «atrasadas».
En su momento, el Occidente liberal festinó a más no poder la hazaña de apagar el fuego del otro vástago de la modernidad; el proyecto socialista. Ahora Occidente se encuentra con que no hay ningún otro fuego; nada o muy poco que aportar en el llamado dialogo de las civilizaciones. Por su parte, las miríadas de nuevas confesiones religiosas que pululan en el mundo ofrecen una dudosa salvación individual más allá de este mundo, negando con ello la posibilidad misma de Comunión, pues de antemano asumen como un hecho que al más acá se lo llevará el demonio. Tal vez ésta sea la mayor debilidad de Occidente al momento de las grandes definiciones por venir. En el mejor de los casos, el Occidente liberal sólo aportará medios (técnicas, instrumentos) para apuntalar las ideas (fines) que difícilmente reconocerá como propias. Y ahí estamos.
En su libro «La debilidad de la fuerza», Sergei Kurginian plantea que mantener el fuego de lo transcendente en la sociedad actual representa todo un problema antropológico, que sólo será posible resolver con un una nueva concepción del hombre y un nuevo humanismo, toda vez que exige una profunda transformación de la naturaleza del poder y las elites. También señala que el capitalismo teme a la sociedad del fuego de la trascendencia, porque no sabe cómo gobernarla: es altamente eficiente para gobernar la sociedad de la cantidad, pero no de la calidad; la del número, pero no la del símbolo. De hecho, toda la historia del capitalismo ha sido la adaptación permanente de todo y todos a la sociedad de «los dos pedales» (el confort y el miedo): las elites, los esquemas de gobierno, las instituciones, los valores, y hasta el tipo de cultura. Y no obstante, la historia prueba una y otra vez que las sociedades se mueven en la tensión permanente entre las exigencias de los tiempos (los retos, desafíos) y los intereses imperantes.
A la luz de todo esto, no se requiere mucha perspicacia para entender que el imperativo ideológico es fundamental al momento de plantear el resurgimiento o renovación de la izquierda. Sin ideales capaces de incendiar las mentes y los corazones no llegaremos muy lejos, y estaremos condenados al consecutivo desencanto: el nuevo comienzo no será otro que el de Sísifo.