Sursiendo hilos sueltos
La frase que se enuncia en el título es de lo más conocida y sea quizás una buena forma de enmarcar el espíritu de este post. Es cierto que lo mismo podríamos hacer con la agricultura en general pero en estas tierras mesoamericanas el sentimiento de ser hijos e hijas del maíz es profundo y su domesticación creó una forma de ser en sociedad tan fuerte que creemos que ese solo hecho merece especial atención, sobre todo ahora que crece la introducción de semillas transgénicas en el centro de origen de esta planta.
El maíz es de los alimentos más utilizados en las dietas del mundo, después del trigo y el arroz. Los datos que sustentan el momento de su domesticación son muy variados pero se cree que alrededor de unos tres mil años antes de nuestra era los antiguos habitantes de estas tierras comenzaron con esta tarea. En un principio la planta daba frutos muy pequeños, del tamaño del dedo chico de una mano. Su progresiva integración en la alimentación cotidiana de los que algunos creen fueron los primeros en cultivarlo, los olmecas, hizo que sus características fueran cambiando hacia la forma y tamaño con el que lo conocemos hoy en día.
Para algunos investigadores mexicanos la agricultura podría ser el resultado de «una larga historia de manejar in situ la vegetación natural». Por aquel entonces los primeros cazadores-recolectores realizaron una labor de observación, selección y cuidado de plantas de maíz silvestres eligiendo entre ellas a las de mejor fruto en sabor y tamaño y cuidando su entorno para asegurar su crecimiento y reproducción. Estos cuidados hicieron que sobrevivieran gran variedad y diversidad del granos que sin el factor humano hubieran desaparecido.
Más allá de estos datos empíricos lo que se creó con la siembra y domesticación del maíz fue una forma de hacer sociedad y de relacionarse. De hecho es muy habitual que para hablar del origen de la planta y cómo empezó a formar parte de la vida de las personas se citen mitos cosmogónicos fundacionales. Así en el libro sagrado de los mayas, el Popol Vuh, se dice que
Los dioses hicieron de barro a los primeros mayas-quichés. Poco duraron. Eran blandos, sin fuerza; se desmoronaron antes de caminar. Luego probaron con la madera. Los muñecos de palo hablaron y anduvieron, pero eran secos; no tenían sangre ni sustancia, memoria ni rumbo. No sabían hablar con los dioses o no encontraban nada que decirles. Entonces los dioses hicieron de maíz a las madres y a los padres. Con maíz amarillo y maíz blanco amasaron su carne. Las mujeres y los hombres de maíz veían como los dioses, su mirada se extendía sobre el mundo entero. Los dioses echaron un vaho y les dejaron los ojos nublados para siempre, porque no querían que las personas vieran más allá del horizonte.
Los mexicas, con su Leyenda de los Soles reflejan una simbología muy similar. Para éstos y todos los demás pueblos de la región, esta planta ocupó uno de los momentos más importantes de su historia dando comienzo a la vida civilizatoria tal y como la conoceríamos luego.
También se tienen evidencias de un sistema avanzado de agricultura de maíz en el imperio Inca, en la región de los Andes sudamericanos con lo que se evidencia el importante flujo e intercambio con el que se desarrollaban las culturas de aquellos tiempos. En realidad lo que eso nos dice es que el intercambio de esos conocimientos adquiridos de la experiencia eran profundamente necesarios para la supervivencia de las comunidades y se daba de manera natural y fluida. Compartir conocimientos permitió crear esas civilizaciones que hoy nos siguen maravillando.
Más tarde el maíz se fue cultivando en forma de milpa, es decir junto con otros alimentos como frijol, calabaza o chile, complejizando aún más la dieta y los cuidados de acuerdo a las zonas de cultivo y las estaciones del año. Según un artículo escrito para la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) por César Carrillo Trueba « el resultado de este proceso fue la formación de aproximadamente 250 pueblos de diferente lengua, habitando un territorio de gran diversidad natural y unidos por una forma de vida tejida alrededor del cultivo del maíz».
Su presencia es tan fuerte y cíclica en la vida de las poblaciones que se llegaron a generar procesos de conocimiento sumamente complejos y especializados que se hicieron visibles en la estructura jerarquizada de las sociedades. «La forma como se lleva a cabo su cultivo, de manera colectiva, en pequeños grupos, ha impreso características propias a la organización social«. La historia de su domesticación y difusión hacia otras culturas mesoamericanas y sudamericanas establece un factor fundamental en la unidad de los pueblos de esta parte del mundo.
Es común pensar que el maíz fue la base material de la resistencia indígena durante más de 500 años, después de la destrucción de muchas de sus formas de vida ancestrales tras la conquista y colonización del continente. Así los campesinos, campesinas e indígenas se han convertido en los guardianes de esa riqueza genética que generaron e hicieron crecer durante todos estos siglos. Son los guardianes de un patrimonio colectivo construido colectivamente. Son ellos quienes han creado y recreado reglas y formas que han permitido que ese alimento llegue hasta nuestros días. Proteger el maíz nativo implica reconocer esas formas de cuidado integrales que se construyeron a su alrededor.
Sobre las semillas transgénicas
Esta larga introducción tiene vinculación con diversas voces que se están haciendo escuchar cada vez más alto en la defensa de las semillas criollas contra la introducción de semillas transgénicas. La experiencia de la India tras la siembra de semillas transgénicas de algodón es por demás contundente: en palabras de Vandana Shiva esto ha desembocado en suicidios masivos por el ahogo económico que produce el coste de semillas no-nativas (las cifras hablan de un suicidio cada 30 minutos).
Históricamente las semillas han sido consideradas un bien común, un commons cuidado, protegido y mejorado por las propias comunidades. El intercambio de semillas y de los conocimientos sobre la mejor forma «de crecerlas» era compartido abiertamente. Sin embargo, después con la acumulación originaria de la que hablaba Marx ha seguido un continuo proceso de separación entre productores, productoras y consumidores, comsumidoras que ha derivado en lo que David Harvey llamó acumulación por desposesión.
Hoy por hoy el maíz es de las plantas más domesticadas, adaptadas y productivas. No sólo se utiliza para preparar alimentos y derivados sin que es un ingrediente esencial de una gran cantidad de productos que nada tienen que ver con la alimentación y que van desde cosméticos hasta combustibles.
Esa enorme adaptabilidad que le permitió a las primeras civilizaciones americanas cientos de variedades de las semillas y gran cantidad de alimentos derivados es hoy uno de sus principales problemas por el enorme interés que existe por parte de las empresas agroindustriales de quedarse con este suculento negocio. La tendencia desde esos sectores es ver al maíz absolutamente separado de sus comunidades.
Para Silvia Ribeiro, investigadora del Grupo ETC, «todas las guerras tratan de destruir las fuentes de alimentación del enemigo… Y aunque para las trasnacionales los campesinos y la gente en general no somos enemigos sino clientes potenciales (en realidad sólo les interesa la ganancia), apropiarse de las bases de la alimentación les da ambas ventajas: fabricar dependencia y destruir resistencia». Las semillas transgénicas generan una enorme dependencia y rompen con las soberanías alimentarias que por ende rompen con todas las demás formas de soberanías subsecuentes.
Las semillas transgénicas rompen de raíz estas cadenas de valor, de conocimiento y de unión creadas durante siglos porque para crecer no necesitan ya de un bastón plantador, de un cuidado directo personal ni de las relaciones sociales que comparten. Bastan grandes extensiones de tierra y una buena dosis de fertilizantes artificiales y herbicidas de laboratorio para «hacerlos crecer». Y por supuesto una buena cantidad de dinero para comprar semillas en cada nueva siembra, porque las de la cosecha anterior no servirán ya que son estériles. Eso sin mencionar los estudios realizados de forma más independiente (la mayoría de los estudios de este tipo son pagados por las mismas trasnacionales de la agroindustria por lo que los resultados nunca contradecirán su negocio) que ya demuestran lo que campesinos y campesinas viene diciendo desde hace décadas: que los transgénicos son dañinos para la salud humana.
La mentira más común para favorecer estos cultivos dice que los transgénicos terminarán con el hambre en el mundo. A esto un campesino aragonés respondió que es «curioso combatir el hambre con cultivos que solo come la ganadería de los países ricos».
Pese a la enorme penetración que estos cultivos han tenido en el mercado, el 70% de la alimentación de la humanidad sigue estando en manos de la agricultura campesina y de pequeña escala mientras la agroindustria produce alimentos que especulan en la Bolsa.
Sí, somos lo que comemos y comer es algo que no podemos dejar de hacer. Por eso la importancia de defender el cultivo de semillas criollas debería estar en la base de todas nuestras luchas. No importa si nos dedicamos al campo, a la informática, el deporte o la contemplación. Según Pat Mooney la importancia es aún mayor porque «ésta es la primera vez en la que uno de los cultivos más importantes para la alimentación en el mundo es amenazado en su centro de origen y diversificación». El hecho de aprobar siembras experimentales en estas zonas implica que más tarde o más temprano los cultivos nativos se contaminarán. Esto es así porque el maíz «es un cultivo de polinización cruzada, a diferencia de los otros cereales básicos como el trigo y el arroz que se autopolinizan. Cuando el maíz se reproduce el polen de una planta fecunda a las plantas vecinas (…) Bajo condiciones favorables el polen puede trasladarse grandes distancias y ser efectiva su fertilización». Es así como habiendo una plantación transgénica en los alrededores, una cosecha nativa cuidada y cultiva de forma ecológica puede verse contaminada de todos modos. Si los transgénicos en general atentan contra los cultivos nativos en el caso del maíz lo hacen de una manera más contundente.
Por eso la lucha contra los transgénicos está siendo un gran ejercicio colectivo en el que participan sectores de los más variopintos: campesinos y campesinas, activistas sociales y ecologistas pero sobre todo nos encontraremos con personas de a pie, consumidores y consumidoras preocupados (como para no estarlo) sobre qué nos llevamos a la boca. Por eso crecen día con día procesos ciudadanizados de apropiación de esta lucha: cooperativas de consumo, mercados solidarios, huertos urbanos (y huertos caseros) que a la vez muchas veces dinamizan todo un modelo a su alrededor: monedas locales, intercambio de semillas criollas, talleres de autoconsumo, tecnologías apropiadas, manejo sustentable de aguas, etc.
A veces algunas buenas noticias llegan de manos de legislaciones y Gobiernos de turno. Un ejemplo reciente es el haber confirmado a Ecuador como país libre de semillas transgénicas. Esto, lejos de dejar de ser un motivo para celebrar (más bien creemos que es una acción sensata de aquellas que velan «por la seguridad y la integridad de toda la población») nos pone en el camino de seguir haciendo lo que estamos haciendo: organizarnos junto a otras personas y procesos que trabajan cotidianamente alternativas a este modelo de desarrollo propuesto por grandes compañías como Monsanto (la mayor empresa trasnacional de la agroindustria) y que se proponen una vez más como las únicas capaces de sacarnos de las crisis que nos rodean. Todavía podríamos creerles de no ser por estar ampliamente comprobado que este modelo solo conlleva más centralización y uniformidad. Dos características que distan mucho de ser sociales y saludables.
No estamos solas, solos en esta recuperación/afianzamiento de la soberanía alimentaria por eso el pasado 25 de Mayo se levantó una sola voz en todo el planeta en el Día de Acción Mundial contra los Transgénicos en el que participaron 40 países, miles de personas en las calles y además tuvo alguna que otra ayudita virtual de la mano de Anonymous. Tampoco parecemos ser solo personas en esta pelea. La naturaleza hace otro aporte cuando el amaranto (una planta de muy altos valores nutricionales) devora transgénicos de Monsanto.
Es evidente que las luchas se tornan cada vez más integrales, sobre todo porque a estas alturas de la historia aquella famosa cita latina que dice Mens sana in corpore sano parece quedar definitivamente de cabeza. Nuestros cuerpos (el territorio-cuerpo) son lo primero a defender, sin ellos no podremos defender esos otros territorios que necesitan de nuestros cuerpos y nuestras mentes para ser liberados.
Fuente: http://sursiendo.com/blog/2013/06/somos-lo-que-comemos-la-comunidad-del-maiz/