Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Vigilancia de llamados telefónicos y correos electrónicos privados. Cámaras que registran cada paso que das. No hay recurso de amparo. Ingreso ilimitado a tus antecedentes financieros. Máquinas electorales que alteran los resultados de elecciones con sólo pulsar un botón. Protestas definidas como terrorismo, Mucha gente espera que la pérdida de derechos civiles que los estadounidenses han sufrido desde los ataques montados por el gobierno de Bush II sea una realidad política que pueda ser invertida mediante la voluntad electoral.
Mecanismos establecidos de poder político son, desde luego, los medios inmediatamente disponibles para intentar el cambio. Nociones de derechos ciudadanos, libertad, y participación democrática son paradigmas convincentes que han apasionado regularmente la bravura de ciudadanos de EE.UU. – y sin embargo el politólogo Sheldon Wolin, quien enseñó la filosofía de la democracia durante cinco décadas, ve el actual predicamento de la hegemonía corporativa-gubernamental como algo más endémico.
«Totalitarismo inverso,» lo llama en su reciente «Democracy Incorporated»: «Mentiras al blandir el poder total sin mostrar lo que está haciendo, sin establecer campos de concentración, o imponer uniformidad ideológica, o reprimir por la fuerza a elementos disidentes mientras sigan siendo ineficaces.» Para Wolin, una forma semejante de poder político convierte a EE.UU. «en el escaparate que muestra como la democracia puede ser dirigida sin mostrar que está siendo eliminada.»
Wolin señala correctamente que los orígenes del sistema de gobierno de EE.UU. «nacieron con un prejuicio contra la democracia,» y sin embargo el sistema ha arremetido rápidamente más allá de sus raíces agrarias menos que democráticas para convertirse en una sociedad urbana de masas que, con evidente sabor a 1984, podría ser llamada tecnofascismo. El papel de la tecnología es la parte pasada por alto del acertijo del enigma político contemporáneo.
¿Cuáles son sus mecanismos de control?
El uso de tecnologías de telecomunicación para la vigilancia es obvio. También lo son la alteración intencional de datos informáticos para reportajes públicos, la manipulación de noticias en la televisión para conformar la opinión, y el uso de armas emisoras de microondas para el control de multitudes.
Menos obvias son las que podrían ser llamadas «mecanización inversa» mediante las cuales los ciudadanos aceptan ciegamente la marcha del desarrollo tecnológico como expresión de un concepto muy inexacto, algunos dirían erróneo, de «progreso.» Un mecanismo que propaga una ceguera semejante es el papel invisible del gobierno de EE.UU. como criada reguladora de la industria, ofreciendo pocos o ningún medio para la determinación por parte del ciudadano de cuáles tecnologías son diseminadas: en su lugar recibimos cualesquiera organismos genéticamente modificados y plantas nucleares que presenten las corporaciones. Un ejemplo manifiesto es la Ley de Telecomunicaciones de 1996 que, tratando de no repetir los «errores» de la industria nuclear, ofrece nula participación del público en cuando a los impactos a la salud o al medioambiente de sus antenas, torres, y satélites – y el resultado es que el público no tiene ni la menor idea sobre los efectos biológicos muy reales de la radiación electromagnética. La mecanización inversa es también impulsada por el acceso desigual a los recursos: las corporaciones moldean suntuosamente la opinión pública y montan ilimitadas defensas legales contra grupos de ciudadanos que pueden estar muriendo por la exposición a una tecnología peligrosa, pero cuyos fondos sólo llegan a gotas como resultado de rifas. En su «Autonomous Technology: Technics-Out-Of-Control as a Theme in Political Thought» [Tecnología autónoma: técnicas fuera de control como tema en el pensamiento político], el politógo Langdon Winner señala que, además, los artefactos mismos han crecido a una magnitud y complejidad tales que definen la concepción popular de la necesidad. Basta con considerar la «necesidad» de llegar a sitios distantes en unas pocas horas o de gozar de comunicación instantánea.
Aún menos obvio como mecanismo de control público es la inversión tecnológica que resulta del hecho de que, como lo describe el cineasta Godfrey Reggio «no utilizamos la tecnología, la vivimos.» Como peces en el agua, no consideramos a los artefactos modernos como separados de nosotros, y por lo tanto no podemos admitir que existan.
El crítico social Lewis Mumford fue de los primeros en discernir la naturaleza sistémica de la tecnología. En «The Pentagon of Power,» identificó la metáfora subyacente de las civilizaciones de masas como megamáquina. La línea de montaje – de la fábrica, la casa, la educación, la agricultura, la medicina, el consumismo, el entretenimiento. La máquina – centralizando la toma de decisiones y el control. Lo mecánico – fragmentando cada acto hasta que se pierde la relación con el todo; insistiendo en el papel predeterminado de cada región, cada comunidad, cada individuo.
Mumford despeja hábilmente la falsa realidad de una realidad social basada en principios de centralización, control, y eficiencia. En 1962 miró hacia el futuro y vio el pentágono del poder encarnado: «una productividad más voluminosa, aumentada por computadores casi omniscientes y por una gama más amplia de antibióticos e inoculaciones, con un mayor control sobre nuestro patrimonio genético, con operaciones quirúrgicas y trasplantes más complejos, con una extensión de la automatización a todas las formas de actividad humana.»
El totalitarismo inverso es al mismo tiempo inverso y totalitario debido al poder de los sistemas modernos de tecnología de masas para conformar y controlar realidades sociales, tal como conforman y controlan los entendimientos individuales de esas realidades. Su existencia contemporánea es sin duda el resultado de los esfuerzos de un grupo de fundamentalistas de derechas que se lanzaron al poder mediante medios tortuosos – pero las actuales desigualdades sociales desesperadas, un predicamento ecológico calamitoso, y una política fascista son vástagos de una centralización y también un control tecnológicos que se desarrollan desde hace tiempo.
El desafío es ver el todo y todas sus partes, no sólo el brillante nuevo artefacto que pretende hacer que la vida individual de cada cual sea más fácil o más sexy – que es en sí un colaborador para que se produzca la desvinculación política. Todo es una megamáquina, contigo y tu televisión de pantalla líquida, tu Blackberry [organizador electrónico, N. del T.] y tu Prius [coche híbrido, N. del. T.] como eslabones indispensables.
La forja de un mundo superviviente requerirá ciertamente un cambio de gobierno – para comenzar. La aterradora realidad que es la sociedad tecnológica de masas sugiere más: una reorganización radical tecno-socio-económica, y con ese fin presentar visiones informadas por los mundos indígenas de los que todos procedemos, el regionalismo de los días de Mumford, y el actual biorregionalismo. O visiones de la localización forzada que proponen el Pico del Petróleo, el colapso económico, el cambio climático, y la devastación ecológica.
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Chellis Glendinning es autora de seis libros, entre ellos: «Off the Map: An Expedition Deep into Empire and the Global Economy»; «My Name Is Chellis and I’m in Recovery from Western Civilization!»; y el próximo: «Luddite.com: A Personal History of Technology.»