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De los juanbejustistas a los kirchneristas: una exasperante trayectoria intelectual y política

Teoría del progresismo en Argentina

Fuentes: Rebelión

La historia del progresismo en Argentina es de larga data. Prescindiendo de algunos precursores, puede tenerse por iniciada con la fundación del Partido Socialista en 1896. A partir de entonces ha venido manteniendo su presencia con personajes y agrupaciones de escasos tonos diferenciales. Seudomarxistas y filomontoneros de los setenta, coordinadores alfonsinistas y renovadores justicialistas en […]

La historia del progresismo en Argentina es de larga data. Prescindiendo de algunos precursores, puede tenerse por iniciada con la fundación del Partido Socialista en 1896. A partir de entonces ha venido manteniendo su presencia con personajes y agrupaciones de escasos tonos diferenciales. Seudomarxistas y filomontoneros de los setenta, coordinadores alfonsinistas y renovadores justicialistas en la década posterior, pragmáticos socialdemócratas y frepasistas oportunistas de los años noventa, aristas o kirchneristas en los comienzos del siglo no rechazarían el calificativo de progresistas. En su conjunto, pese a los matices reconocibles, todos alimentaron el mito de una democracia en las estrecheces de la Argentina semicolonial, sumida en el nivel más profundo de su dependencia.

Desde parámetros eurocentristas, han sostenido un cuerpo teórico desencajado de la realidad social en que se produce, y al mismo tiempo, han desplegado una práctica política respetuosa del régimen establecido. Todo ello, discurso y militancia, pone en evidencia la tremenda responsabilidad que los progresistas han tenido en la postración del país y el sometimiento del pueblo. El progresismo encuentra su sustento social en la clase media que, carente de una estrategia propia y de una direccionalidad independiente, fluctúa cándidamente entre los intereses del proletariado y los de la burguesía. Se siente despojada opr la avidez de los sectores opulentos, pero no se atreve a estrechar filas con los más humildes. Aferrada a una actitud soberbia, no renuncia a la pretensión narcisista de lograr una situación autónoma y, a la vez, hegemónica de los restantes estratos. Sueña con una mesocracia paradisíaca, donde armónicamente, sin ningún tipo de lucha, se vayan borrando las injusticias más salientes. Perdida en el marco formal de los altercados, no vislumbra el fondo de las tendencias en conflicto, la profunda puja de las clases sociales. Esta carencia de conciencia le impide ubicarse en la vida política con una concreta defensa de sus intereses. En la hondura de la crisis, las necesidades objetivas de la clase media cada vez se aproximan más a los del proletariado. Sectores intermedios y bajos son hollados por la recesión y el desempleo, la inequitativa distribución de la renta y el deterioro de los salarios. El reagrupamiento de las fuerzas afectadas conforma la base social que debe enfrentar a quienes detentan el poder, con un programa que satisfaga las apetencias comunes y los intereses nacionales.

La teoría progresista

1. Evolucionismo: para el progresismo, tanto la realidad social como las concepciones ideológicas se encuentran sometidas a un cambio constante. Más aun, la historia presenta, en sus grandes lineamientos, una orientación uniforme que termina desembocando en la sociedad moderna. No se trata de un cambio caótico e incontrolado. Lo que en verdad se produce es la concreción de un progreso general, un mejoramiento sostenido de la vida en sus diferentes aspectos materiales y espirituales. Este avance tiene una marcada similitud con la evolución de las especies biológicas, donde se consolidan aquellas que poseen una mayor aptitud para la adaptación y la supervivencia. Tanto en la naturaleza como en la sociedad progresan los más aptos. Así como el hombre es la superior expresión de la evolución biológica, la burguesía es la clase más evolucionada de la sociedad. Esta explicación de la sociedad como resultado de terminal de una «historia natural» no sólo niega la lucha de clases, sino también la posibilidad del socialismo, pues percibe al capitalismo como una culminación definitiva del progreso de la humanidad.

2. Liberalismo: el progreso civilizatorio se expresa con la consolidación universal del liberalismo, tanto político como económico. La prevalencia de los intereses individuales sobre los colectivos, de los derechos particulares sobre los nacionales, corresponde al estadio superior de la organización, basada en el respeto a la propiedad y el libremercadismo, la iniciativa empresarial y las instituciones burguesas. En la Argentina semicolonial son fácilmente distinguibles dos campos político-ideológicos: el nacional, que tiende a congregar a los sectores sometidos por la opresión oligárquico-imperialista, y el liberal, al que pertenecen los detentadores del poder. Es aquí donde pululan las clases medias urbanas intelectualizadas. En ambos ámbitos pueden distinguirse una «derecha» y una «izquierda». Los progresistas se ubican en el ala izquierda del campo liberal, siguiendo los grandes lineamientos de la cultura eurocéntrica. Pretenden comprender la realidad de la periferia con los parámetros del centro «civilizado», en lugar de convertir esa realidad periférica en la fuente central de su aprendizaje y saber.

3. Antinacionalismo: en la perspectiva teórica del progresismo, el transcurso del siglo XX ha puesto en evidencia la consolidación del internacionalismo por sobre toda forma de nacionalismo. La agudización de la globalización económica y de la interrelación política entre los países tornaría indispensable la elaboración de una convergencia internacional para el abordaje de los problemas que son cada vez más comunes. La sociedad informática facilitaría una política sin fronteras, con soluciones generalizadas a nivel mundial. Pero, en realidad, el orden internacional se ha fracturado aun más con el crecimiento mayúsculo del abismo que separa a las potencias de los países dominados. Contra la globalización se integran regiones y crece la resistencia nacional. Por lo tanto, el internacionalismo abstracto emite una visión ideologizada, poco convincente, tendiente a ocultar las lacras del imperialismo.

4. Capitalismo: la descomposición del bloque soviético es entendida como un triunfo concluyente de la sociedad occidental capitalista. A esa realidad debe adicionarse el ocaso de los movimientos nacionales tercermundistas. Por lo tanto, ahora, desde las postrimerías del siglo pasado ha(bría) finalizado la lucha entre socialismo y capitalismo. El verdadero enemigo del progresismo pasa a ser el capitalismo salvaje. El contenido anticapitalista que se podía encontrar en algunas expresiones de la socialdemocracia a fines del siglo XIX ha desaparecido por completo una centuria después. El orden económico vigente es concebido como inalterable en el largo plazo, lo que demuestra las huellas profundas que la ortodoxia neoliberal ha dejado en las entrañas del progresismo. La distinción entre capitalismo bueno y capitalismo malo es fruto de la deformación moralista del enfoque tibiamente izquierdista, que se resiste a indagar las razones de la concentración de la riqueza, la puja por el avance de la rentabilidad y las despiadadas reglas de la competencia

5. Mesocracia: en la operación discursiva del progresismo, la clase media es presentada como el motor de la sociedad. Por lo tanto, los niveles intermedios merecen constituirse en conductores políticos y moderadores sociales, en pos de una comunidad más armónica, y en consecuencia, menos conflictiva. El racional atemperamiento de los antagonismos irá convirtiendo los problemas políticos en una cuestión meramente técnica que se despliega en un campo neutral donde han cesado las luchas hegemónicas. Es inocultable cómo, en el pensamiento izquierdista liberal, la preocupación por la clase media ha desplazado la centralidad que antes ocupaba el proletariado. En la aspiración mesocrática se concentra la ilusión superior de la pequeña burguesía intelectualizada. Pero la experiencia histórica señala que la clase media es incapaz de generar una política independiente, pues termina prisionera de la burguesía mientras se resiste a integrar un frente plebeyo con los sectores más sumergidos

6. Reformismo: el progreso civilizatorio se concibe como el resultado de sucesivas reformas racionales, que modernamente han favorecido el mejoramiento general de las condiciones de vida en el capitalismo maduro. Las revoluciones, en cambio, no contribuyeron a progreso alguno. Por el contrario, generaron etapas críticas en las que se propagaron injusticias y autoritarismo. La violencia revolucionaria que procura un cambio rápido y profundo equivoca el camino, al despreciar las oportunidades paulatinas y significativas. De ese modo se repite el sórdido discurso reformista europeo que alcanzó influencia en el progresismo argentino. El desconocimiento del efecto transformador de las grandes revoluciones (la francesa y la soviética, para recordar cambios paradigmáticos) configura una interpretación aviesa de la historia, propia de quienes en nombre de la moderación se convierten en agentes del statu quo.

7. Democratismo: en la argumentación centroizquierdista, la simple instalación y funcionamiento de las instituciones democráticas garantiza la pronta solución de los males nacionales, sectoriales e individuales. Los partidos políticos motorizan las reformas necesarias sobre la base de consensos para el logro del bien común. Esta convicción, también incauta, implica una negación conceptual de la realidad semicolonial que incide sobre la «democracia» y cada una de sus benditas instituciones. En un profundo grado de dependencia no sólo se carece de autonomía económica: también se da la subordinación política y el colonialismo cultural.

8. Anticorporativismo: las críticas predilectas del progresismo se centran en las corporaciones. En especial, acaparan las más severas la militar, la eclesial y la sindical. Ellas se presentan conspirando sistemáticamente contra el eficaz funcionamiento democrático, concentrando poder en beneficio propio y perjudicando los intereses colectivos. Quedan como verdaderas desestabilizadoras de las instituciones republicanas, merecedoras de condenas superlativas. El antimilitarismo progresista, carente de límites, llega a desconocer los aportes nacionales de diversas generaciones castrenses que -por ejemplo- contribuyeron a nuestra independencia en el siglo XIX y en el XX bregaron por el nacionalismo energético y el crecimiento industrial. El anticlericalismo, también acérrimo, minimiza la lucha del bajo clero por la causa americana y las visiones renovadas del evangelio que pretendieron convertirlo en la segunda mitad de la centuria pasada en un instrumento de liberación social. En cambio, el rechazo del sindicalismo en su conjunto expresa las prevenciones de clase ante demandas proletarias

9. Derechohumanismo: en las últimas décadas, la defensa de los DDHH se ha convertido en una de las principales banderas del progresismo. Los militares acusados como sus principales violadores. En este tema se perpetra una verdadera operación mutiladora. Por un lado, se oculta la activa participación de vastos sectores de los partidos políticos en los gobiernos provenientes de golpes de estado. Por otro lado, se descontextualiza y parcializa el problema, como si se pudiera terminar con esa criminalidad sin eliminar la rosca oligárquica y la opresión imperialista. EEUU ha mantenido una política variable ya que, a veces, sostiene regímenes dictatoriales, y otras veces, apoya democracias formales. Pero en ambos casos procura el mismo objetivo: mantener la dominación imperial. En consecuencia, la brega por la vigencia de los DDHH es un capítulo de la lucha por la emancipación integral.

10. Moralismo: para los progresistas no habrá una auténtica reforma social sin una previa gesta moralizadora. Resulta indispensable asumir un pacto que implique el reconocimiento de las propias culpas y el arrepentimiento. Con esta ética mística todos quedan responsables del achicamiento del país y el empobrecimiento de los trabajadores. El tradicional impulso moralista de las clases medias siempre fue aprovechado por la política oligárquica para enfrentar a la pequeña burguesía con los movimientos populares. Yrigoyen y Perón fueron acusados de corrupción para justificar sus destituciones. Ese moralismo impide la profundidad del análisis, pues se queda en el rechazo de los efectos sin atacar las causas reales. Perdido en un marco formal el adjetivo no alcanza a desvelar el núcleo sustantivo de las conductas sociales. También la cuestión queda parcializada (demandas ambientalistas, feministas, antirracistas, etc.) en críticas que no afectan nunca al conjunto oprobioso del orden capitalista.