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"Giordano Bruno", de Giuliano Montaldo

«Tiemblan más ustedes al proferir esta sentencia que yo al recibirla»

Fuentes: Rebelión

El domingo 19/feb/2017 vi de nuevo Giordano Bruno (1973), el exquisito, aunque terrible, filme de Giuliano Montaldo, con guión suyo, Lucio de Caro y Piergiovanni Anchisi, música del eterno Ennio Morricone, fotografía de Vittorio Storaro y montaje de Antonio Siciliano, que recoge los últimos ocho años del filósofo, escritor, humanista, físico, cosmólogo, en fin, polímata, […]


El domingo 19/feb/2017 vi de nuevo Giordano Bruno (1973), el exquisito, aunque terrible, filme de Giuliano Montaldo, con guión suyo, Lucio de Caro y Piergiovanni Anchisi, música del eterno Ennio Morricone, fotografía de Vittorio Storaro y montaje de Antonio Siciliano, que recoge los últimos ocho años del filósofo, escritor, humanista, físico, cosmólogo, en fin, polímata, que pensaba que la Tierra giraba alrededor del sol, que planteó la relatividad del movimiento, que entendía la magia como la capacidad de percibir o reconocer la madeja de relaciones vinculatorias que se suscitan dentro del reino de lo fantástico, lo que de paso alude al pensamiento mágico. Un hombre que, en fin, fue juzgado por la Chancro-Santa Inquisición al considerar heréticas sus ideas acerca de la distinción entre las verdades de fe («Fe es una creencia en la falta de evidencias», Carl Sagan) y las de la ciencia. Todo porque, básicamente, no podía aceptar el cuentico de la Santísima Trinidad y, menos, que el «espíritu santo» fuera una persona: acaso, ¿se puede?

Durante el día de ayer me hice una serie de preguntas que hoy trataré de plasmar y compartir con todos Ustedes, aquí y allá, porque si en alguna ubicuidad creo es en la de las palabras: que son el comienzo de la acción. Aquí van algunas de esas pregunticas cuyo contenido se desprende, básicamente, de la brillante e inteligente trama del propio filme y de la puesta en escena propuesta por Montaldo en la que destaco la atmósfera: opresiva y a la vez liberadora; la intimidad: alumbrada por el calor, la humanidad, el humor de Bruno, en claro choque de oposición con la frialdad, la alienación, la intolerancia de la Iglesia; y la intensidad: sostenida a lo largo de 114 minutos, gracias a la consistencia de las ideas del procesado, a sus soberbias tesis filosófico/político/científicas y, cómo no, a las absurdas e injustas acusaciones de los jerarcas clericales, siempre tan seguros de sus desmanes, de sus desafueros, de su poder omnímodo y unilateral, intolerantemente intolerante e intolerable.

¿Cuántos muertos ha causado la fe, una atada al pasado y que nada propone al presente ni al futuro?

¿Hay otra magia distinta a la de ser ricos y poderosos? Jajaja

¿Al crecer no pierden los niños la magia natural porque son obligados a destruirla cuando se les pone a rezar o a ir a la escuela?

¿No se les ha dicho siempre a los hombres que sean pobres de espíritu y humildes de mente, que renuncien a la razón y apaguen la luz de la inteligencia que los quema y consume, porque entre más saben, más sufren… y se les conmina a la (sin)Razón de Estado?

¿No se les dice que renuncien a sentir y que sean prisioneros de la fe, que vivan pobremente, como frailes, cuando eso no es otra cosa que estar muerto, así sea en vida?

¿No hay hombres que viven en la opulencia, como ciertos nobles y no hay otros a los que no les queda más salida que trabajar?

¿Y que todos los hombres son iguales y tienen derecho a levantar la cabeza, para que a la postre unos pocos terminen hundiéndolos no en el agua o en el lodo sino en la bosta?

¿Y cuando están en lo alto, no se espera que brille para ellos el sol de la verdad, lo mismo para barqueros o guías que para siervos o esclavos?

¿No se sube la riqueza, acaso, siempre a la cabeza, cansada quizás de estar siempre sentada, esperando…?

¿No se enfrenta a una pesadilla todo aquél que se burla sin rodeos del Poder, a una espada bifronte: la que puede perder el filo frente a la bondad y/o la belleza de las palabras; o la que corta con fiereza hasta la muerte?

¿No es la peor desgracia para un hombre que tropezar con un imbécil, así sea poderoso y peor si lo es, con esa suerte de pleonasmo que es un político imbécil?

¿No desconoce siempre el Poder las razones del hereje, para condenarlo, y no conoce siempre los motivos del chantajista para aun así liberarlo?

¿No niega siempre el poderoso lo que lo compromete y «confiesa» lo que a la larga lo libra de ser condenado?

¿No se condenó a la hoguera a Bruno por ser un eximio practicante de la palabra dicha, actuante, mágica, y del arte de la memoria, ese «único tribunal incorruptible»?

¿No hubiera corrido otra suerte si hubiera sido un simulador de la cultura, figura tan apetecida por los entresijos del poder y en particular por los (iletrados) poderosos y/o políticos?

¿En medio del brillante currículo de Bruno, parece decir Montaldo, no resulta más seductor (por mentiroso) y convincente por qué se fugó Bruno de Toulouse de noche al saberse que dormía con la mujer del rector de la Universidad?

¿Tiene siempre el hombre (cual Varito o Chucky) el mismo prurito por no responder lo que se le pregunta, es decir, hacerse el loco y salir con evasivas (cual mafioso)?

¿No hicieron de la U. los estúpidos pedantes un comercio de la ignorancia, cuando los hombres libres querían una filosofía, una investigación científica libres, contra las voces que imponen su irracional, prepotente y soberbia voluntad: en contra de quienes se alzan los que siempre han querido autonomía del pensamiento, de la imaginación y de la ciencia, con respecto a cualquier autoridad civil, religiosa o académica?

¿No han pretendido siempre el Poder y la Iglesia o, mejor, los políticos y los clérigos, sofocar cualquier «brote» de libertad, en tanto manifestación del espíritu, espontánea y/o pensada?

¿No es más útil para los poderosos de nunca acabar, frente a los sospechosos de siempre fundar, decir que la U. es eterna posesión de sus «dueños», los dogmáticos/pedantes, y que no está abierta a todos, que no es justa, que la cátedra es para los sectarios y no para los sabios?

¿Que los pupitres no están a disposición de cualquiera que tenga amor por las ciencias, la música o el deporte, a favor de una enseñanza libre, una sociedad en la que el trabajo manual y el trabajo intelectual fueran honrados con el mismo rasero pues sólo así podrá nacer el «hombre nuevo», del que habló Bruno y más de tres siglos y medio después el Che?

¿Por qué Bruno fue acusado de apostasía, de blasfemia, de herejía, de enseñanzas blasfemas contra la religión, por creer en el arte de la memoria, por propender encontrar la verdad, y a cambio se le acusó, además, de conspirar contra la Iglesia y el Papa, sin base racional, razonable, argumentativa alguna?

¿Por qué acusar a un hombre que no necesitaba defensa alguna y que se defendió solo, íngrimo, con base en la dialéctica, esa tan incontrolable búsqueda de las contradicciones?

¿Por qué se le obligó, sin atenuantes, a una doble sentencia si, como él decía, ya en Venecia había sido sentenciado y ahora en Roma se le endilgaba un nuevo prontuario y por ello no recibió de la Iglesia otra respuesta que ella era la que hacía las preguntas, como cualquier policía, como en cualquier régimen fascista o totalitarista?

¿Por qué juzgarlo, simplemente, porque nunca entendió la figura de la Santísima Trinidad y no aceptaba, por nada del mundo, la idea de que el «espíritu santo» fuera una persona o pudiera entenderse como tal?

¿Por qué diantres, para no decir por qué mierdas, Bruno debía dudar entre dos «verdades», la católica y la filosófica, mientras para la Iglesia sólo había una verdad, irrefutable, la de Dios y, por ende, la de la misma Iglesia católica, la que como esa rara y penosa EE.UU/verdad se ha impuesto a los hombres a través de los siglos, sin derecho a réplica?

¿No fue acaso la verdadera causa de su condena a la pira, el que Bruno pensara, antes que cualquier Umberto Eco, Christopher Hitchens o Lucas Musar, jejeje, que ninguna Iglesia existente era buena, que todas son instrumentos de Poder (y de joder, y esto no tanto dicho por ‘molestar’ sino por ‘fornicar’) y llevan a los hombres a luchas fratricidas?

¿No le faltó a Bruno sólo decir que esas luchas fratricidas, esas guerras sangrientas, son creadas y patrocinadas desde y por el Poder para obtener dividendos a cambio, y a través de las cuales seguir manipulando, sometiendo y jodiendo, de ambos modos…?

¿Por qué históricamente e histéricamente todos los regímenes sádicos, incluido el de la Iglesia, no reconocen a la tortura como lo que es sino como el único «método correcto», como dirían Torquemada o el jerarca de marras contra Savonarola, Bruno y compañía?

¿Es posible inferir de ahí, entonces, que cualquier otro método, por incorrecto que sea, puede ser más benigno que el que usa la Iglesia para hacer cantar, en el potro de la tortura, a sus «ruiseñores»?

¿Por qué tiene que humillarse el hombre ante un dios y ante la Iglesia sólo para que los poderosos se exciten, en medio de sus privaciones sexuales, con el dolor, con la carne expuesta o con la sangre a punto de correr o ya en escapada, para que sus miembros, los de la Iglesia, puedan obtener un virtual orgasmo, uno más relacionado con el odio que con el amor o, peor dicho, exento de amor alguno por el prójimo y cuyo contrario, el amor eficaz, no obstante, tanto pregonan?

¿Acusó Bruno sin razón a la Iglesia de corrupción e ignorancia, no aceptó la obediencia sin reflexión o renegó de los votos sagrados sin causa justa alguna?

¿No fueron inventadas todas las «pruebas» que la Iglesia le achacó al negarse Bruno a seguir hablando con sus apócrifos representantes y decidir que sólo lo haría con el Papa Clemente VIII, aun a sabiendas de que incluso con él no correría mejor suerte, no escaparía a la hoguera? (Ah, tragedia terrible la del hombre que se aferra a la esperanza, en medio de la ceguera del Poder).

¿Por qué se dijo que Bruno mezcló «mentiras» en sus declaraciones, por miedo a la tortura, a la prisión o a otras cosas, si fueron, precisamente, los jerarcas de la Iglesia los que sacaron de contexto libros, frases de ellos, e hicieron citas al azar, con el único fin de calumniar, degradar y subestimar una obra poderosa, válida por sí sola, para que en adelante fuera vista como débil, sacrílega o menor? (Por un lado, ¿quién no tiene miedo ante la inminencia de la tortura; y, por otro, cuando el poderoso no puede con el oprimido, sencillamente, no se inventa las pruebas, cual abogado?).

¿No juraron en falso contra Bruno todos los testigos porque la Iglesia les prometió salvar sus vidas y luego los traicionó como cualquier Marco Junio Bruto, el verdugo del César Julio (no al revés)?

¿Puede hacerse algún reparo a las frases de Bruno según las cuales «La Iglesia usa el poder y no el amor» o «Mi filosofía busca la libertad y no el dogma» o «Yo erré cuando creí poder pedirle a la Iglesia que combatiera un sistema de superstición, de ignorancia, de violencia» o «Yo erré cuando creí poder reformar la condición de los hombres con la ayuda de éste o aquél príncipe» o «He visto cómo todas las tentativas que hice han derivado en muertes»? (Es sencillo inferir aquí que la máquina de la muerte opera con la gasolina de la mentira y el órgano de la vida funciona con la sangre de la verdad: es por eso que al Poder le excitan tanto el erotismo, el sexo, la sangre y tras ellos corre a ocultarlos entre papel periódico).

¿No es una total ingenuidad que alguien piense en reformar el Poder, por la vía pacífica, si este no piensa en otra cosa que en conservar, en el conservatismo como prurito, por la vía violenta?

¿No se decretó el 8/jun/1600 a Bruno, hereje impenitente, pertinaz y obstinado (el juicio de los adjetivos, o sea, falso, inventado, fabricado para desprestigiar lo impoluto/sin mácula) y por tanto incurso en todas las censuras eclesiásticas a las penas impuestas por los sacros cánones… «Y como tal lo degradamos verbalmente de todas las órdenes mayores y menores, se le expulsa de nuestro foro eclesiástico y de nuestra Santa Inmaculada Iglesia, de cuya misericordia se tornó indigno. Dicho esto, condenamos y prohibimos todos sus libros y escritos como heréticos y erróneos, mandando que sean destruidos y quemados públicamente en la Plaza de San Pedro, enfrente de la gran escalinata y que, por tanto, sean incluidos en el índice de libros prohibidos. Lo entregamos al gobierno de Roma para que dé curso a las penas decididas, pidiéndole cuidar eficazmente de su persona y que no sufra ninguna mutilación de carne o de miembro.» (A renglón seguido, el gobierno de Roma hizo lo que «recomendaba» la Chancro-Santa Iglesia católica, pero al revés, como cualquier político hace con una promesa: convertirla en su perfecta/putrefacta antítesis)

Y mientras se lee la sentencia, Giordano Bruno lanza su breve e imperturbable frase, no obstante demoledora: «Ustedes tienen más miedo», aunque en realidad lo que dijo fue una sentencia más contundente hacia la posteridad: «Tiemblan más ustedes al proferir esta sentencia que yo al recibirla.» Como sólo lo puede decir un hombre honrado. Y la Iglesia entrega a Bruno al gobernador y, como siempre, se lava las manos: «A la Iglesia no le gusta el derramamiento de sangre.» Salvo propiciarlo en todo el mundo, se agrega.

Al terminar de ver Giordano Bruno, de Giuliano Montaldo, el mismo de Sacco y Vanzetti, cuyo subtítulo podría ser Para ellos no hay lugar en la Tierra o La vida está en otra parte, puede afirmarse, aun con mayor razón: «Entre más elevada sea la condición espiritual del hombre, en peores condiciones materiales está», como sostiene Henry Miller en El tiempo de los asesinos, algo que es intemporal, al hablar acerca de Rimbaud, un pretexto, como en casi todo ensayo, para volver sobre sí mismo.

Giordano Bruno constituye uno de los más poderosos alegatos en contra del oscurantismo regado históricamente por la Iglesia católica. Quien haya visto el filme de Montaldo puede entender perfectamente por qué Camilo Torres, con distintos matices, corrió la misma suerte, la del crimen represivo, que el filósofo, escritor y astrónomo de Nola (1).

Para terminar, cito a Eco, primero: «… que por razones religiosas se han encendido muchas hogueras; que religiosísimos son los fundamentalistas musulmanes, los terroristas de las Twin Towers, Osama y los talibanes que bombardearon los Budas; que por razones religiosas se oponen India y Pakistán y, para acabar, que Bush invadió Irak invocando ‘God Bless America’. Por todo lo cual, estaba reflexionando que, si a veces la religión es o ha sido el opio de los pueblos, más a menudo, quizá, ha sido su cocaína. Al final va a resultar que el hombre es un animal psicodélico.» (2) Y ahora Eco cita a Saramago: «Las religiones, todas ellas, sin excepción, nunca han servido para aproximar [ni] congraciar a los hombres; […] por el contrario, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana» (3).

Cuando concluye el filme, puede decirse, sin duda, así medie la mentira del cine, que el cuerpo de Bruno arde y que, en ese mismo fuego, brilla la verdad de Prometeo: el héroe mítico griego que al entregar la tea de la cultura a los hombres, al mismo tiempo les quitó el velo de sus ojos para que pudieran imaginar una humanidad libre, mientras sopla el viento de la verdad. La que siempre ha querido ocultar la Iglesia y, más allá, el Poder, tras la doble máscara de la mentira y de la moral. Desdoblada aquí en la engañosa figura de la Santísima Trinidad, en la cual el espíritu santo no es más que un fraude ya que no es ninguna persona.

Fuentes:

(1) http://www.veoh.com/watch/v70021468fKsjCeaB

(2) http://www.elespectador.com/opinion/columnistasdelimpreso/umberto-eco/columna-cocaina-de-los-pueblos

(3) http://elpais.com/diario/2001/09/18/opinion/1000764007_850215.html 

Luis Carlos Muñoz Sarmiento: (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Estudios de Zootecnia, U. N. Bogotá. Periodista, de INPAHU, especializado en Prensa Escrita, T. P. 8225. Profesor Fac. de Derecho U. Nacional, Bogotá (2000-2002). Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2014). Fundador y director del Cine-Club Andrés Caicedo desde 1984. Colaborador de El Magazín de El Espectador. Ex Director del Cine-Club U. Los Libertadores y ex docente de la Transversalidad Hum-Bie (2012-2015). Escribe en: www.agulha.com.br www.argenpress.com www.fronterad.com www.auroraboreal.net www.milinviernos.com Corresponsal www.materika.com Costa Rica. Co-autor de los libros Camilo Torres: Cruz de luz (FiCa, 2006), La muerte del endriago y otros cuentos (U. Central, 2007), Izquierdas: definiciones, movimientos y proyectos en Colombia y América Latina, U. Central, Bogotá (2014), Literatura, Marxismo y Modernismo en época de Pos autonomía literaria, UFES, Vitória, ES, Brasil (2015) y Guerra y literatura en la obra de J. E. Pardo (U. del Valle, 2016). Autor ensayos publicados en Cuadernos del Cine-Club, U. Central, sobre Fassbinder, Wenders, Scorsese. Autor del libro Cine & Literatura: El matrimonio de la posible convivencia (2014), U. Los Libertadores. Autor contraportada de la novela Trashumantes de la guerra perdida (Pijao, 2016), de J. E. Pardo. Espera la publicación de sus libros Ocho minutos y otros cuentos, El crimen consumado a plena luz (Ensayos sobre Literatura), La Fábrica de Sueños (Ensayos sobre Cine), Músicos del Brasil, La larga primavera de la anarquía – Vida y muerte de Valentina (Novela), Grandes del Jazz, La sociedad del control soberano y la biotanatopolítica del imperialismo estadounidense, en coautoría con Luís E. Soares. Hoy, autor, traductor y coautor, con LES, de ensayos para Rebelión.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.