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Tiempos de desperdicio del proceso

Fuentes: Rebelión

Si efectuamos una fugaz enumeración de los hechos y noticias que han destacado en las semanas pasadas y excluimos 3, que han estado referidas a la proliferación de los conflictos sociales, los daños y desastres provocados por el intenso periodo de lluvias y la intención gubernamental por revocar la ley sobre la construcción de la […]

Si efectuamos una fugaz enumeración de los hechos y noticias que han destacado en las semanas pasadas y excluimos 3, que han estado referidas a la proliferación de los conflictos sociales, los daños y desastres provocados por el intenso periodo de lluvias y la intención gubernamental por revocar la ley sobre la construcción de la carretera por el TIPNIS, que fue acordada inicialmente con los pueblos indígenas y que ahora se encuentra en entredicho por la aprobación de la ley de consulta; podremos advertir que destacan hechos de profunda preocupación, signados no precisamente por su importancia y concordancia a las exigencias del proceso de transformaciones y cambio, sino por su mediocridad e intrascendencia (aunque no por ello entrañen importantes significaciones que no abordaremos en este caso, y que ya han merecido el análisis y las reacciones pertinentes).

Nos referimos por ejemplo a la compra (cuestionada) de helicópteros chinos; la decisión presidencial de construir un nuevo Edificio para la Presidencia (que se une a los anuncios de construcción de un Museo Nacional en Orinoca, pueblo natal del Presidente y el nuevo edificio para el Comando General de la Policía); las reacciones, pronunciamientos y explicaciones efectuadas en torno a las muy desafortunadas y cuestionables coplas carnavaleras que involucran a las más altas autoridades del gobierno; el dilatado y aun irresuelto conflicto que ha movilizado nacionalmente a los discapacitados, en una suerte de escarnio e indolencia gubernamental incomprensibles; la agenda legislativa que muy en contrario de lo que pudiera esperarse, no solo ha priorizado la aprobación de una (extemporánea) ley de consulta a los pueblos indígenas que previsiblemente provocará un nuevo conflicto de proporciones con los sectores populares que ya han anticipado su respaldo a los pueblos indígenas y la CIDOB, sino que se apresta nada menos que a tratar una ley de regularización de la propiedad privada (priorizada por el propio Presidente), como si se tratase de un asunto trascendental para el proceso de cambio… En fin, como se puede apreciar, aquella fugaz preocupación por «estructurar una nueva agenda nacional para profundizar el proceso», tal como se había señalado al momento de llevar adelante el Encuentro Plurinacional o Cumbre Social de Cochabamba (que concluyó con la elaboración de un listado de decenas de temas sin haberse debatido y preocupado por articular ideológica y estratégicamente los mismos), ahora ha quedado relegada y superada por las preocupaciones emergentes de la atención de los desastres y daños provocados por las lluvias, o las que corresponden a la necesidad de resolver los conflictos sociales en curso, que resultan de la lógica de atender lo urgente, para dejar lo importante.

Este escenario de extrañas paradojas y tristes ironías, en la que confluyen momentos de movilización ciudadana y ascenso de masas que bien podrían merecer mejores propósitos, pero que están signadas (en la generalidad de los casos) por reivindicaciones localistas, sectoriales e inmediatistas que se imponen y marcan la agenda nacional, al mismo tiempo de relegar y enanizar las tareas fundamentales del proceso de cambio; en realidad no hacen otra cosa que mostrar un tiempo (invalorable) de desperdicio.

En esa línea de razonamiento, surgen 2 temas de preocupación que vale la pena tomar en cuenta cuando se analiza la conflictividad y la proliferación de movilizaciones sociales que están agobiando al gobierno. El primero está referido al contenido y la orientación de las demandas planteadas, puesto que el verdadero problema no está en la mayor o menor exacerbación de los conflictos o, inclusive, en su creciente proliferación que para el año 2011 ya había batido todos los récords previos. En realidad se manifiesta en la ausencia de un posicionamiento ideológico y una conciencia revolucionaria que marquen objetivos y tareas estratégicas que deberían ser encaradas precisamente para resolver más adecuadamente los problemas y demandas planteados, así como responder a la altura del esfuerzo y sacrificio que implica adoptar las medidas y métodos de lucha y movilización encarados por los sectores populares, pero que sin embargo terminan expresándose en los estrechos límites de la urgencia, el localismo y los problemas domésticos.

En este caso, aunque podría arguirse que no se puede exigir a los movimientos y sectores sociales el cumplimiento de tareas revolucionarias que corresponden a una clase para sí; en cambio sí se echa de menos el rol y la iniciativa que debería tener el partido, en este caso del instrumento político de los movimientos sociales, puesto que es el partido el instrumento por excelencia para encarar y canalizar las luchas sociales. El problema, por tanto, radica en la ausencia de dirección política de los movimientos y movilizaciones sociales (que por esa razón tienden limitarse al planteamiento y demanda de reivindicaciones corporativas, sectoriales y localistas), pero que además ese liderazgo y conducción política, tenga un carácter revolucionario, a fin de transformar las demandas sectoriales y perfilar contenidos acordes a las tareas de transformación que demanda el proceso. Por lo demás, al contar con una dirección política adecuada, al mismo tiempo de ayudar a resolver las reivindicaciones y demandas sociales, podría contribuirse a la profundización del proceso, puesto que, procesos que no avanzan, se estancan o retroceden.

El segundo tema de preocupación está referido al estado de movilización (ascenso) de los sectores populares, así como a la persistencia de una actitud de alerta que se ha expresado por medio de diversos movimientos interpelatorios y movilizaciones sociales. El enorme esfuerzo empleado y el desgaste de energía que implica la organización y puesta en marcha de estas movilizaciones (cada vez más frecuentes e intensas), no es un asunto desdeñable ni mucho menos secundario.

Al respecto, intentemos algunas pautas explicativas basadas en las lecciones históricas de nuestro país. En principio, la conflictividad nacional y la creciente proliferación de movilizaciones sociales, puede explicarse como una expresión natural que canaliza las demandas de los diversos sectores populares que, en el caso de Bolivia, muestran una vocación innata por abordar y resolver los problemas ante la inacción del Estado o la mala gestión gubernamental. Es un hecho verificable, que las necesidades y carencias originadas en la explotación, discriminación y dominación sufridas, han constituido históricamente las escuelas permanentes que les ha impulsado a crear sus propias herramientas y propuestas de solución, para sortear las dificultades cotidianas y superar los problemas sociales. No es por ello casual que se abran momentos de crisis y conflicto social, como mecanismo de abordaje y solución a la acumulación de tareas irresueltas y deudas sociales pendientes.

Por otra parte, lo que podríamos denominar como la «fiebre social» que ha estallado en innumerables movilizaciones de protesta y demanda en este último periodo; se ha hecho cada vez más patente a partir de los sucesivos traspiés y las desafortunadas medidas que el gobierno de Evo Morales adoptó a partir de aquel frustrado gasolinazo de finales del año 2010, y a la que siguieron otras no menos graves por sus consecuencias, como por ejemplo la VIII Marcha Nacional de los pueblos indígenas en defensa de su territorio, el derecho de consulta y su autodeterminación. La sospecha y percepción de que el gobierno (inexplicablemente) comienza a adoptar medidas que van en contra de los objetivos y principios del proceso, también constituyen una causa que explica el surgimiento de las movilizaciones y protestas. No debe olvidarse que situaciones de conflicto similares se presentaron en gobiernos anteriores, como resultado de la urgencia por resolver sus problemas más acuciantes, ante la percepción del desgaste y pérdida de credibilidad que habían originado en la ciudadanía las gestiones gubernamentales previas al proceso. Parece como si los sectores sociales buscaran anticiparse y tomar previsiones, frente a una mala gestión y la pérdida de credibilidad en un gobierno en el que paradójicamente han empeñado gran parte de sus esperanzas.

Ahora bien, enumeradas muy sintéticamente algunas de las explicaciones que dan cuenta del surgimiento y proliferación de los conflictos sociales, es muy importante analizar la forma de abordaje y solución de los mismos, sus resultados y los beneficios obtenidos, frente al enorme despliegue de fuerzas y el esfuerzo empleado, tanto por el gobierno, como por los movimientos populares.

En lo que se refiere al abordaje gubernamental de los conflictos sociales, el problema principal ha radicado en la forma (ausencia?) de una estrategia de manejo de conflictos, puesto que prevaleciendo un posicionamiento confrontacional y no dialógico que ha derivado en violentos enfrentamientos con sectores populares que inclusive reclamaban su adhesión al proceso (y al propio gobierno en muchos casos), fueron tratados como enemigos, al punto de haber sufrido la muerte de muchos ciudadanos en diferentes episodios de violencia que se han sucedido en una gestión que se comprometió a erradicar estas prácticas propias de regímenes que debieron quedar en el pasado. Al respecto y al margen de la dolorosa reminiscencia de los hechos, el asunto da cuenta de una muy poco afortunada intervención gubernamental, que prefiere optar por el camino de la desacreditación, el rechazo, la acusación muchas veces infundada y la confrontación, como método de resolución de conflictos. En este caso, las consecuencias para la marcha del proceso y las tareas de transformación que deberían constituir el norte y la brújula del desempeño gubernamental, es el desgaste y la pérdida de aliados estratégicos (como los pueblos indígenas y los obreros) que no alcanzan a comprender las razones de este accionar que por supuesto, entraña su debilitamiento y extravío, porque dejan pendientes, inconclusas o excluidas, tareas que hacen al cumplimiento de la Constitución y el mandato popular. El desperdicio no es menor en este caso.

Por otra parte, desde la perspectiva de los sectores sociales movilizados, debe tomarse en cuenta el enorme costo y sacrificio que demanda organizar y poner en marcha sus movilizaciones, porque a la postre e independientemente del resultado de la resolución del conflicto, casi siempre se derivará en un periodo de reflujo y desgaste que suele tomar mucho tiempo para su recuperación (tanto para la gestión gubernamental y el gobierno, como para los sectores populares movilizados). Es decir, puede implicar un costo demasiado elevado, en consideración a las tareas y acciones de movilización encaradas, frente a los resultados o triunfos pírricos que se puedan alcanzar. De esa forma, resulta un evidente desperdicio alargar y retrasar innecesariamente los espacios de diálogo, esperando el desgaste de las movilizaciones, o lo que es peor, acudir al expediente del uso de la fuerza pública y el rechazo irreflexivo frente a las demandas sociales; porque no solo se contribuye al debilitamiento y desgaste del proceso, sino que se pierde la oportunidad para utilizar esa misma fuerza y despliegue de energía, en causas de verdadero relieve para la profundización del proceso, costo que se adjunta a la desazón y pérdida de credibilidad que se provoca en los sectores populares.

Para finalizar, también amerita hacer mención a la composición y conformación del bloque hegemónico del gobierno, principalmente a partir del momento en que se lanza el principio de «gobernar obedeciendo», cuando el gobierno decidió dar marcha atrás al decreto del gasolinazo, frente a la reacción popular desatada. En lo sucesivo a dicha coyuntura, se ha ido percibiendo una paulatina pero creciente pérdida de autoridad del gobierno que, a su turno, ha repercutido en la detonación de diversas movilizaciones sociales, cuyos sectores han optado por las medidas de presión, como método para materializar sus demandas y que el gobierno les preste atención (obedezca).

Esta situación que de por sí no es negativa, puesto que podría importar la oportunidad de afianzar afinidades y lograr acercamientos con los sectores en conflicto, porque se trata de un gobierno popular; sin embargo, en la práctica, ha decantado provocando abiertas deserciones y rechazos, hasta el punto de perder aliados estratégicos del proceso, como es el caso de obreros y pueblos indígenas. A esta situación de rompimiento, se ha hecho cada vez más notoria y evidente, aquella inclinación del gobierno de Evo Morales por privilegiar y resguardar su alianza con los sectores poblacionalmente más importantes y, por tanto, con mayor peso específico electoral. Es el caso de campesinos, colonizadores y las clases emergentes que surgen de esta matriz, que se han constituido en el principal sustento social del gobierno.

Ahora bien, esta preferencia por atender y guardar alianza con sectores mayoritarios electoralmente claves, no solo implica la adopción de una actitud sectaria y discriminadora frente a sectores sociales minoritarios que forman parte del proceso (como sucede por ejemplo con los pueblos indígenas y los obreros que no tienen -ninguna o muy poca- representación electoral, pero que resultan estratégicos políticamente para la construcción del Estado plurinacional y la orientación revolucionaria del proceso), sino que implica la adopción y supeditación a una corriente clasista e ideológica de contenido proburgués y mercantilista, que va imponiendo sus intereses y marcando la agenda nacional, con medidas y acciones que les favorecen preferencialmente.

Es decir, que a tiempo de privilegiar y priorizar la alianza con los sectores electoral y cuantitativamente más prometedores (que pueden ayudar a obtener un nuevo periodo gubernamental, pero no a profundizar el proceso de cambio), se ha embargado los potenciales cualitativos y estratégicos del proceso. De esa forma, parece que se prefiere garantizar el respaldo electoral necesario de los sectores campesinos y colonizadores, quienes haciendo prevalecer su extracción social y el posicionamiento ideológico de clase, antes que los principios originados en su origen étnico y el objetivo de construir el socialismo comunitario, han hecho patente su necesidad de ampliar y garantizar la propiedad privada individual de la tierra, así como los objetivos nacionalistas asociados al capitalismo extractivista y explotador, que se encuentra en empatía con la construcción de carreteras y grandes obras de infraestructura, la ampliación de la frontera agrícola a costa de la naturaleza y los recursos forestales, la monoproducción extensiva agrícola, la mercantilización de la tierra, etc., que se encuentran en franca oposición al paradigma del Vivir Bien y la armonía con la naturaleza, que constituyen parte esencial del proceso de cambio.

Bajo ese razonamiento, ello explica a su turno la determinante y estratégica importancia que cobra la forma cómo se resuelva el conflicto del TIPNIS. Se trata de un ejemplo por demás elocuente de las opciones y las corrientes ideológicas en juego. No es un asunto referido exclusivamente a la construcción de una carretera y el destrozo (o no) de la naturaleza; se encuentra en juego (junto a la reconfiguración del bloque social hegemónico), el modelo y tipo de desarrollo que Bolivia impulsará, incluida la construcción de un Estado plurinacional e intercultural, así como el despliegue de vías alternativas al sistema hegemónico capitalista, neoliberal y extractivista. Es decir, se trata de opciones que podrían contraer el desperdicio mayor en la coyuntura del proceso.

Arturo D. Villanueva Imaña es sociólogo

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.