En una actualización del diario Clarín del 17 de octubre de 2005, titulada «La noche en que cambió el ritmo de Magdalena», se lee:»Hace 20 años, los habitantes de Magdalena se acostumbraron a recibir a esposas e hijos de militares presos por violaciones a los derechos humanos. Eran pasajeros de un perfil socioeconómico distinto: alquilaban […]
En una actualización del diario Clarín del 17 de octubre de 2005, titulada «La noche en que cambió el ritmo de Magdalena», se lee:»Hace 20 años, los habitantes de Magdalena se acostumbraron a recibir a esposas e hijos de militares presos por violaciones a los derechos humanos. Eran pasajeros de un perfil socioeconómico distinto: alquilaban residencias o casas por algunos días para estar cerca de los jefes uniformados detenidos en el entonces penal militar de Magdalena. Desde hace 10 años, el paisaje en los alrededores del presidio cambió con la llegada de los presos comunes: ahora funciona un parador que improvisa sillones y acolchados donde pasan las noches familiares acusados por delitos graves.»
El párrafo, de apariencia meramente descriptiva, tiene sólo dos adjetivos: distinto (perfil socioeconómico distinto: o sea, ricos) y graves. Delitos graves, supone el cronista anónimo, cometieron los presos comunes, pero no los militares genocidas.
En el año 2000 la provincia de Buenos Aires tenía quince mil personas encarceladas; a fines de 2004,el número se había duplicado. La mayoría de ellos son varones jóvenes; casi todos son pobres. El 90 por ciento de los presos no tiene sentencia firme; el 75 por ciento, ni siquiera sentencia en primera instancia. De esos treinta mil presos, seis mil (el veinte por ciento) serán absueltos porque son inocentes. La unidad 28 de Magdalena queda a 60 kilómetros de La Plata; el domingo 16 de octubre, 32 internos del pabellón de autodisciplina murieron asfixiados por inhalar el cianuro que despiden los colchones de poliuretano cuando arden (síndrome Cromañón, se llama ahora).
Las palabras oficiales -motín, gresca entre reos (pero sin heridos), revuelta inesperada, condiciones carcelarias correctas- no alcanzaron para encubrir las que empezaron a colar los sobrevivientes, las madres, las esposas, las novias, y los integrantes del Comité contra la tortura que dos días antes visitaron el penal y corroboraron toda clase de malos tratos, aunque las autoridades del penal no les permitieron tomar imágenes.
«Los guardias encerraron a los pibes y los dejaron morir», afirmaron los familiares; «había pibes vivos tirados con los muertos y no los atendieron»; «vimos cualquier cantidad de cadáveres con las manos como si hubieran estado agarrados a las rejas». La lista con los nombres de los muertos recién llegó a la noche.
«No es una idea descabellada vincular el incendio con una demostración de que ellos (el Servicio Penitenciario) tienen el poder», afirmaron los miembros del Comité contra la tortura; la palabra que circuló entonces fue vendetta por la denuncia. Este episodio es un eslabón más de una política de exterminio que cambia de formas pero no de víctimas.
A cinco días de las elecciones, el gobierno intervino el penal, se comprometió a impulsar una investigación independiente y prometió construir más cárceles. Nada se habló sobre las causas estructurales que llevan a que se cometan más delitos, ni del aumento de penas que generan superpoblación carcelaria, ni de las denuncias por torturas en el sistema penitenciario que durante el año pasado dejaron como saldo 169 muertes de internos en las cárceles bonaerenses.