Fundamentalismo racionalista De principio debemos tomar consciencia de que tenemos un problema al comienzo mismo de plantearnos un proyecto alternativo al capitalismo. Al hacerlo exaltamos el dogmatismo racionalista, otorgándole a la razón facultades que no tiene, como la de cambiar el mundo. La razón puede lograr interpretaciones del mundo, puede construir tesis explicativas del mundo, […]
Fundamentalismo racionalista
De principio debemos tomar consciencia de que tenemos un problema al comienzo mismo de plantearnos un proyecto alternativo al capitalismo. Al hacerlo exaltamos el dogmatismo racionalista, otorgándole a la razón facultades que no tiene, como la de cambiar el mundo. La razón puede lograr interpretaciones del mundo, puede construir tesis explicativas del mundo, puede representar racionalmente el mundo; pero, no cuenta, por sí misma, con las fuerzas ni los mecanismos para transformar el mundo. Por otra parte, proponerse un proyecto de transformación del mundo supone la capacidad de intervenir en el mundo, de controlar los procesos, las dinámicas, los fenómenos que se dan en el mundo. Supone, por así decirlo, de una ingeniería social absoluta. No es pues de extrañarse que las utopías sociales hayan terminado imponiendo un Estado absoluto, con el objeto de controlar todas las «variables» sociales, en la elaboración sistemática y planificada de la realización del proyecto.
Es imposible conocer el mundo, salvo recortes de «realidad». Es imposible controlar todas las «variables» en juego en el mundo. Tratar de hacerlo es reducir las contingencias a un marco representativo, siempre pobre en contraste con los acontecimientos desbordantes, constitutivos del mundo. Estas planificaciones terminan chocando con la bullente aleatoriedad del mundo. Esta ingeniería social nace con su propio fracaso.
La experiencia de los estados del socialismo real debería habernos enseñado esta lección; sin embargo, parece que esto no ha ocurrido. Al respecto, hay que distinguir las revoluciones llamadas socialistas de la ingeniería estatal, que se conformó junto con las revoluciones triunfantes, como un aditamento instrumental. Hay diferencias y contrastes. Las revoluciones son resultado, para decirlo fácilmente, de la crisis múltiple que atraviesa una sociedad. Para lo que nos compete, en nuestra contemporaneidad, son el resultado de las crisis inherentes a las sociedades capitalistas. Son también actos asombrosos de voluntad social, así como impresionantes gastos heroicos[1]. Las revoluciones, sus decursos singulares, también responden a múltiples condiciones, procesos, factores intervinientes; no se conoce la totalidad de estas constelaciones, aunque si se logra tener un cuadro significativo de lo que se consideran los perfiles, los ejes, los aspectos, «determinantes» en los desenlaces. Las revoluciones se dan en la aleatoriedad de las contingencias, en los momentos intensos de las crisis, combinadas con voluntades integradas volcadas a las acciones subversivas.
En cambio, las ingenierías estatales socialistas fueron fabulosas maquinarias de intervención, en la perspectiva de la construcción del socialismo. Hay que reconocer que se hace patente una inmensa voluntad instrumentalizada de transformación; empero, en la medida que esta ingeniería social no controla la constelación de «variables», de factores, de procesos, su intervención resulta infructuosa, cuando los recortes de «realidad», que controla, maneja y conoce, no son representativos de la complejidad. Ciertamente no se puede generalizar el resultado de las intervenciones de la ingeniería social. Se puede decir que a menor complejidad los resultados fueron relativamente satisfactorios; en tanto que cuando aumenta la complejidad, los resultados tienden a ser insatisfactorios, incluso rotundos fracasos.
Esta evaluación política se concentra en los alcances de la ingeniería social, no es una evaluación política de las revoluciones y sus proyecciones. No se podría hacer del mismo modo esta última evaluación. Las revoluciones, como acontecimientos repentinos, aunque anunciados a lo largo de la crisis, no dejan de ser, en cierto sentido, fortuitas. Las revoluciones no responden a ninguna ingeniería social; no se pueden calificar como tal, incluso a la intervención de una vanguardia o de un partido de vanguardia. La incidencia de la vanguardia o del partido de vanguardia forma parte del conjunto de procesos y fenómenos del acontecimiento político, que es la revolución, como multiplicidad de singularidades. Esta incidencia y participación puede tener mayor o impacto, dependiendo de las circunstancias, las condiciones, las correlaciones de fuerza, los aciertos o los errores de la vanguardia; empero, no deja de formar parte de un conjunto de sucesos, actores, sujetos, dispositivos. Esa incidencia no es una ingeniería social, sino práctica política, acción política; es decir, incidencia, en el campo de fuerzas.
Las revoluciones socialistas cambiaron el mundo, además de cambiar el perfil y la estructura de sus formaciones sociales, relativas a los países donde se dieron. De eso no hay duda. Las revoluciones son un aporte constitutivo e histórico a la realización de la condición humana. Emergen desde adentro de las sociedades, de las entrañas de la constelación de subjetividades, son como estremecedoras convocatorias a las sociedades humanas a liberarse de sus limitaciones. Las revoluciones cambian el mundo; empero, se hunden en sus contradicciones.
Las revoluciones no son ingeniería social del Estado, son acontecimientos creados por las multitudes sublevadas, por el proletariado, por los pueblos subyugados. Cuando la ingeniería social se instituye como maquinaria estatal, la potencia de la revolución es capturada por la racionalidad instrumental del Estado. Racionalidad instrumental que se propone transformar la sociedad a imagen y semejanza del proyecto. La sociedad es obligada a encasillarse dentro de los cánones del proyecto, por más que el proyecto sea una camisa de fuerza o, en el mejor de los caso, una camisa ajustada. Es difícil encontrar autocríticas, critica de los errores, es difícil encontrar readecuaciones a gran escala, del proyecto, en estos periodos «revolucionarios», más de propaganda que de entusiasmo. Si los hubo, se trata de excepciones, que confirman la regla. La convicción es la siguiente: La teoría «revolucionaria» no se equivoca; el problema se encuentra en la sociedad, que todavía cobija resistencias del pasado.
El dogmatismo racionalista no puede comprender que la vitalidad se encuentra en la sociedad, no en el Estado. Olvida que la revolución emergió de la sociedad, no del Estado. Se hizo más bien contra el Estado. Por lo tanto, no puede concluir, le resulta oculta, que las salidas de las transformaciones se encuentran en la sociedad, no en el Estado. Que de lo que se trata es de liberar la potencia social para transformar el mundo. De lo contrario, la potencia quedará capturada en las mallas institucionales del Estado, inhibida, subsumida a los requerimientos de las lógicas del poder.
Este es el problema, no se puede repetir, la misma inclinación racionalista, con otros discursos, embarcados en otras utopías. La utopías pueden ser maravillosas; lo fue la utopía socialista; el problema radica en la pretensión de realizar esta utopía como una ingeniería social, como si se tratara de la construcción de un edificio, de una maquinaria, de un producto. La vida no es un edificio; tampoco una maquinaria, aunque se haya usado la metáfora maquínicas para ejemplificar la vida; no es un producto. La vida es autopoiesis.
De lo que se trata es de liberar las capacidades creativas de la sociedad, las capacidades inventivas de las dinámicas moleculares sociales. De lo que se trata es de dejar que la vida fluya, de que invente múltiples formas de adecuación y complementariedades, dependiendo de los contextos, las coyunturas, los periodos, los territorios; que resuelva los problemas, en toda su variedad y gama, de una manera combinada y dando lugar a composiciones innovadoras. La instrumentalidad, las ingenierías, las técnicas, deben ser usadas e inventadas de manera específica, subordinadas a las dinámicas sociales; de ninguna manera optar por un modelo cerrado, por una ingeniería social general, encasillada al proyecto, acotada a la planificación, subordinando las iniciativas sociales.
Cuando se habla de transiciones al vivir bien/al buen vivir, se tiene la sensación de que cambiamos el proyecto de la revolución industrial, del desarrollo, en la perspectiva socialista, por el proyecto del vivir bien/buen vivir; empero, manteniendo el mismo optimismo racionalista de que las buenas ideas, las buenas utopías, la buena racionalidad, cambia el mundo. Como si se tratara de implementar programas de transición. Las transiciones se efectúan prácticamente, no como aplicación de programas, sino por consensos participativos, consensos emancipadores de los pueblos, las comunidades, las asociaciones.
Enfrentamos entonces paradojas; las revoluciones están preñadas de contra-revolución, los cambios contienen herencias atroces como enfermedades. Los revolucionarios son conservadores. Las mezclas y los entrelazamientos son tejidos que nos atraviesan y envuelven.
Hasta los revolucionarios son conservadores
Esta es una de las paradojas más sugerentes de la historia; los revolucionarios son también conservadores. Solo la propaganda ha podido convertir el perfil de los revolucionarios en caricatura de dibujos animados. Perfiles sin espesor, sin contrastes, perfiles estáticos, inmóviles, perfiles que se reducen a expresar elocuentemente un valor, el valor que representa el personaje en cuestión. Los que asumen seriamente estas caricaturas son los partidarios, sobre todo los más celosos. La propaganda, la publicidad, los medios de comunicación del Estado se encargan de inocular esta imagen caricaturesca en el imaginario de la gente; más grave aún cuando se recurre a la escuela para hacerlo.
La caricatura no solo se convierte en la expresión del valor, en el símbolo moral de la revolución, sino en la encarnación literal de Dios. En este caso, Dios, principio y fin de la «revolución», principio y fin de la nación, de la sociedad, del país. La fetichización del líder llega a ese extremo. Se ha restaurado la religión, aunque ahora sea la religión de la «revolución»; se la ha restaurado con toda su indumentaria, restaurando la iglesia, que es ahora el partido-Estado. Se ha investido a los nuevos sacerdotes, que son los militantes-soldados, mediadores de la salvación social, los jerarcas y voceros del partido, que cuentan como feligreses a la masa de creyentes, que asiste a misa; los escenarios de la ceremonialidad del poder.
Toda esta manifestación de fetichización de los sujetos de poder, de las instituciones de poder, de las prácticas de poder, toda esta analogía con las iglesias y los sacerdocios, nos muestran el cristalizado conservadurismo en los huesos de los «revolucionarios». Estas conductas no pueden preservar la libertad de acción, la libertad de pensamiento, la iniciativa rebelde, que tuvieron cuando se movilizaban e interpelaban al antiguo régimen derribado. Una vez en el poder, sino es antes, recurren desesperadamente a restaurar las formas en la que se sostenían los anteriores regímenes, aunque los contenidos hayan cambiado; en su defecto, a restaurar los contenidos, aunque las formas hayan cambiado; como queriendo buscar la ilusión de la eternidad en la remembranza de verdades trascendentales. Una vez en el poder se encuentran como desamparados, algo parecido a arrepentidos, entonces se entregan a la santísima trinidad. Reproducen en la tierra al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Llama la atención que el programa «revolucionario» se proponga obligar a ser «libres», obligar a ser iguales o desiguales, dependiendo del caso. Este obligar es desde ya la voz de la autoridad. ¿Cómo se puede ser libre si te obliga a ser «libre»? Esta obligatoriedad es funcionalidad del Estado mismo. La «revolución» hecha por el Estado deja de ser revolución, a diferencia de la revolución hecha por las masas, las multitudes, el proletariado, los pueblos. La revolución acaba cuando el Estado se apropia de ella.
A estas alturas de las historias políticas, debemos revisar el concepto de revolución, de-construirlo, disociarlo de toda épica. Descubrir más bien en el acontecimiento de la revolución sus multiplicidades, sus singularidades, sus contrastes, sus complejidades. También, debemos descartar la imagen caricaturesca del «revolucionario», como hombre o mujer sin contrastes, sin espesores, sin mezclas, sin dramas, sin historia, como si fuese un canto de lo mismo, la repetición machacona del valor que expresa.
La vida plena más allá de los fundamentalismos
Aceptando la traducción del sumaj qamaña/sumak kausay como vida plena, nuestra posición al respecto, que ya la hicimos conocer[2], es que estamos ante una interpretación, una resistencia, una concepción político-cultural-civilizatoria, que defiende la vida frente a la destrucción capitalista. Proponiendo alternativas al capitalismo, a la modernidad y al desarrollo.
Ahora bien, la vida plena, como potencia, existencia y plenitud, no es reductible a algún fundamentalismo, que coloque algún fundamento como base ontológica de esta praxis existencial. La vida tiene como matriz a la vida misma; ningún fundamento sostiene la vida. No podría hacerlo, la vida no se crea y recrea en base a una abstracción. La vida es autocreación. La vida plena no puede ser otra cosa que autocreación; por lo tanto, la praxis de la vida plena es liberar la potencia de la vida.
La potencia de la vida se encuentra en la efectuación de la potencia de todos los seres entrelazados de la vida. La vida plena es esta coexistencia y convivencia de los seres.
Todos los seres se requieren, forman parte del MUNDO[3]. Todos los seres son en relación a los otros seres, interaccionan, se suponen; en este sentido, se complementan.
La vida plena es una forma de vivir, que logra la plenitud en conexión con los seres del MUNDO. Esta forma de vivir está muy lejos de las formas reductivas, que amputan la vida; por ejemplo, lejos de la pretensión de ser centro, de la pretensión de verdad, lejos de jerarquizaciones, lejos de misterios y misticismos. También la vida plena contrasta con las prácticas destructivas de la vida, prácticas que consideran que el dominio y el desarrollo justifican la destrucción.
Para vivir plenamente hay que dejar fluir a la vida. No se trata de un proyecto o de una utopía, como en el caso del proyecto socialista o la utopía comunista. Se trata de una praxis, de una ética, de un sentido comunitario, de racionalidades complementarias y combinatorias, de asociaciones libres y creativas, de coexistencia, convivencia y comunicación con todos los seres. La vida plena no es para un futuro esperado, sea o no planificado, es para el aquí y el ahora. Se trata de romper con las prácticas destructivas de la vida, re-iniciar la praxis reproductiva y creativa de la vida, de manera fluida y libre.
¿Cómo se hace esto en un sistema-mundo estructurado por la lógica de la acumulación de capital? Las claves se encuentran en las capacidades alterativas de las mismas dinámicas sociales[4]. No entregar la potencia social a las instituciones de captura de esa potencia, dejar que la potencia conforme asociaciones y composiciones autónomas y libres, resolviendo problemas concretos, conformando espacios novedosos de socialidad, de cohesión social, de interacción y complementariedades.
Ahora bien, ¿cómo se llega a esta predisposición social frente a las instituciones reproductoras del Estado y del estado de cosas? El principal obstáculo para llegar a esta predisposición es la institución imaginaria del Estado, así como la institución imaginaria de la sociedad, es decir, de la sociedad estructurada por el Estado, capturada por el Estado. La deconstrucción de estos imaginarios es tarea prioritaria. En este sentido, la crítica de la ideología, la crítica de los fetichismos, no sólo de la mercancía, sino la crítica del fetichismo del Estado, la crítica de los fetichismos del poder, en sus plurales formas, la crítica del fetichismo de la sociedad institucionalizada, es fundamental.
Acompañando la crítica de la ideología es también prioritario desplegar acciones emancipatorias, movilizaciones, creación de espacios liberados, conformar comunidades asociativas de productores y consumidores, conformar redes complementarias de estas asociaciones, irradiando integraciones en el mundo, abriendo horizontes de mundos alternativos; en la perspectiva de una integración complementaria y asociativa de los pueblos.
Ciertamente no se descartan, para nada, las luchas en defensa de la madre tierra, de los ecosistemas, de la ecología, de los derechos colectivos, en contra del modelo colonial extractivista, aplicado expansivamente en los países periféricos del sistema-mundo capitalista. Tampoco se descartan las demandas y denuncias contra gobiernos extractivistas, comprometidos en la depredación sistemática del planeta. Incluso no se puede descartar la posibilidad de reformas para mejorar las condiciones ecológicas y de los derechos colectivos. Empero, no se puede caer en la ilusión de que el Estado se hará cargo de un programa de reformas ecológicas, sociales, políticas, económicas y culturales, encaminada a encauzar equilibrios. El Estado es un dispositivo colonial por excelencia, el Estado es el instrumento indispensable de la modernización y el desarrollo, el Estado, en la etapa del capitalismo tardío, es el mejor administrador de la transferencia de recursos naturales, es el mecanismo indispensable del dominio del sistema financiero internacional. El Estado puede llegar a aceptar ciertas reformas, presionado por las fuerzas sociales; empero, nunca atentará seriamente contra la reproducción de capital ni la reproducción del poder. Por lo tanto la vida plena no entra en la agenda estatal, salvo simbólicamente o en la retórica política.
La vida plena entonces no forma parte de un «programa alternativo», que hay que aplicarlo en sustitución de los modelos capitalistas, desarrollistas y modernos; no se trata de una corrección racional a las consecuencias destructivas del irracionalismo capitalista. La vida plena no forma parte de este racionalismo abstracto. La racionalidad inherente es el de la razón integrada a la percepción, integrada al cuerpo; se trata de las racionalidades complejas, compuestas y combinatorias de la vida. En este sentido, estamos ante una subversión de la vida frente a las mallas de captura institucionales, la subversión de la biopolítica contra el biopoder. Se trata de constituir in situ formas de vida liberadas de mallas institucionales. La alternativa no es un programa, es una praxis.
Ahora bien, los efectos de estas transformaciones, de estas liberaciones de la potencia social, condicionan la generación de cadenas de concordancia. Lo que ocurre en un lugar, en un territorio, tiene impacto en el mundo; el efecto mariposa. Por ejemplo, la disminución de la extracción minera obliga al cambio de estrategias productivas, tecnológicas y de consumo. Esta concordancia es irrealizable a partir de los estados y de los gobiernos, pues la institucionalidad estatal está abocada a garantizar el crecimiento económico, basado en el extractivismo, las revoluciones industriales, tecnológicas y científicas, subsumidas a la acumulación de capital. Las concordancias la pueden realizar los pueblos, integrándose y complementándose.
Ciertamente, los pueblos, de manera inmediata y espontánea, no lo van a hacer, debido a que también se encuentran atrapados en las mallas institucionales estatales y en los imaginarios estatales, desarrollistas y modernistas. Parte de las luchas por la defensa de la vida tiene que ver con la emancipación de los pueblos de estas ideologías estatales, desarrollistas y modernistas. Así como otra parte de las luchas tiene que ver con la defensa de los derechos colectivos, el apoyo a las comunidades y pueblos que se movilizan contra el extractivismo, defendiendo sus cuencas y territorios. Otra parte de las luchas tiene que ver con el construir, componer, alternativas consensuadas; realizarlas, compartirlas participativamente, acompañadas por formas autogestionarias de organización.
Nada de todas estas tareas puede esperar. Hay que hacerlo, en la medida de las posibilidades, de los compromisos, de las asociaciones, de la extensidad y la intensidad de las movilizaciones. La vida plena no es para el futuro, no espera, se la tiene que efectuar en el presente, en el ahora y el aquí concretos. Sólo así pueden nacer los mundos alternativos.
Notas
[1] Ver de Raúl Prada Alcoreza Paradojas de la revolución. Bolpress; La Paz 2013. Rebelión; Madrid 2013. Dinámicas moleculares; La Paz 2013.
[2] Ver de Raúl Prada Potencia, existencia y plenitud. Rebelión; Madrid 2014. Dinámicas moleculares; La Paz 2014.
[3] Ver de Raúl Prada Alcoreza Mundo y percepción. Rebelión; Madrid 2014. Dinámicas moleculares; La Paz 2014.
[4] Ver de Raúl Prada Alcoreza Devenir y dinámicas moleculares. Dinámicas moleculares; La Paz 2013.
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