Inexorablemente, como los fenómenos catastróficos que se ciernen contra las poblaciones inermes, se desataron ya en México las campañas electorales de 2012. Aunque los bien pagados meteorólogos del Instituto Federal Electoral (IFE) habían ya alertado a los ciudadanos sobre la inminencia del tsunami una vez terminada la «veda» (sic), la calamidad nos ha caído encima […]
Inexorablemente, como los fenómenos catastróficos que se ciernen contra las poblaciones inermes, se desataron ya en México las campañas electorales de 2012. Aunque los bien pagados meteorólogos del Instituto Federal Electoral (IFE) habían ya alertado a los ciudadanos sobre la inminencia del tsunami una vez terminada la «veda» (sic), la calamidad nos ha caído encima a través de los medios masivos de comunicación, incluida la prensa escrita, espectaculares, intrusivas llamadas telefónicas, pintas, pendones, volantes, declaraciones, entrevistas, giras de candidatos, mensajes históricos, sesudos analistas políticos, correos de Internet y un largo etcétera; es de tal magnitud la afrenta a la inteligencia, el sentido común y el saber político de hombres y mujeres medianamente conscientes, que las predicciones mayas sobre el fin del mundo se han quedado cortas.
No es suficiente en nuestras vidas cotidianas el recuento de muertos, secuestrados, levantados, desaparecidos, restaurantes y comercios cerrados por no querer pagar «la cuota»; desplazados dentro y fuera del país, y demás daños colaterales de la guerra de Calderón, con su impunidad, terror e incertidumbre. Ahora los mexicanos tenemos que resistir estoicamente, ojalá sin sufrir aún lesiones cerebrales más graves o entrar en un estado catatónico irreversible, tres meses de ese patético espectáculo calificado inexplicablemente de proceso democrático electoral, que además, para colmo de nuestro masoquismo, es pagado con dineros públicos, aunque también se hacen notar recursos de procedencia evidentemente ilícita.
La ingeniosidad de la mercadotecnia electorera ofrece una amplia variedad de productos para el consumo nacional: oceánicas ignorancias y cortedades intelectuales que Televisa no logra disipar, se combinan ahora con repúblicas amorosas aderezadas con filosofía religiosa y conciliación con los patrones (¡oh, qué horror la lucha de clases!); discursos de género de la eventual comandanta suprema del continuismo bélico calderonista, que quiere «construir un México diferente», fortaleciendo, como increíblemente declaró recientemente en Puebla, «el lavado de dinero»; y hasta candidatos a modo del gangsterismo magisterial, sin mencionar la persistente y encubierta propaganda del «gobierno del Presidente de la República» que naturalmente irrumpe con nuestros impuestos a través de un «programa público ajeno a cualquier partido político, en el que queda prohibido su uso para fines distintos a los establecidos en el programa». No falta nada en la farsa nacional, que es, por cierto, ¡una auténtica y probada farsa!
Y los partidos políticos que arropan a los candidatos no han sido condimento clave de la ensalada política de la muestra gastronómica electoral, sino su base misma, con sus palomeos desde las alturas, rebatiñas callejeras entre pandillas, tomas de locales, marchas de protesta, encuestas como método marcadamente democrático, llamados a la unidad (de los vencedores), premios de consuelo a los perdidosos («bueno, por lo menos saco una senaduría, una diputación federal, o ya de perdis, una local»), en ese trapecio circense que opera sin la protección de red de una nómina para los contendientes secundarios.
La recurrente cantaleta del IFE de que «lo que hace grande a un país es la participación de su gente» llega a las ondas radiales y al público televisivo cada minuto, ganándose la palma de oro de la simulación democrática, con sus diálogos populistas de «nosotros los pobres» tan difíciles de creer como los hipotéticos aplausos a quien le «toque la suerte» de ser funcionario electoral, o sus convincentes convocatorias a votar, «para que no decidan por ti, compadre».
Son conmovedores los exhortos de la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Electorales a denunciar a quienes obligan a sufragar por determinado partido o candidato y piden las credenciales de elector a cambio de un soborno, como si de veras los funcionarios, obispos y empresarios que operan sistemáticamente de esa forma estuviesen actualmente tras las rejas. Convenientemente, la larga historia de fraudes electorales del régimen de ese partido de Estado que ahora tiene las maquilladas preferencias de las encuestas, incluidos los más recientes atracos electorales de 1988 y 2006, ha sido borrada del imaginario público, aún por el partido que los sufrió en carne propia, e incluso en el clímax del surrealismo, uno de sus artífices, a quien «se le cayó el sistema» en favor del fraude que permitió la entronización de Salinas, es hoy nada menos que un flamante candidato de la «izquierda». Hemos avanzado, sí, ¿pero hacia qué lado del abismo? No se dude: vamos al proceso casi como en un cantón suizo y hay que confiar en las instituciones fortalecidas por una práctica democrática que ha mostrado su probada eficacia.
Con música de fondo, resuenan en nuestros oídos los mensajes grandilocuentes y engolados de los candidatos de los tres partidos nacionales, quienes pueden ofrecer como respaldo de su discurso los logros evidentes de sus gobiernos respectivos; las acciones legislativas de sus próceres a buen sueldo en el honorable Congreso de la Unión, llevadas a cabo para favorecer los intereses nacionales y los de las mayorías que alguna vez fueron pobres; esos gobiernos y esas instituciones han traído la paz, la justicia social y la bonanza económica, así como una sana rendición de cuentas. México, no lo dudemos con dejos antipatrióticos, ha alcanzado el propósito fundamental de la democracia: el buen vivir de su población en una nación soberana e independiente.
En estas décadas de fortalecimiento democrático y modernidad quedan como muestras atávicas, los gobiernos que mandan obedeciendo a las asambleas comunitarias y que se rigen con los principios de la ética y la participación de todos y todas. Nada podemos aprender de estas prácticas autonómicas incómodas que harían tirar por la borda los «avances democráticos» de los Estados Unidos, todavía, ¿mexicanos?
Fuente original: La Jornada