El pasado miércoles 3 de agosto se cumplió el primer aniversario luctuoso de José Eduardo Ravelo Echavarría (joven de 23 años, originario de Veracruz), quien falleciera a raíz del presunto abuso policiaco que sufrió en la ciudad de Mérida (Yucatán).
Levantado arbitrariamente (hasta hoy su detención no ha sido justificada realmente) en el parque de San Juan, fue torturado y violentado sexualmente, siendo las heridas internas y externas las causales de su muerte, y no una neumonía como quiso hacer creer burdamente la Fiscalía General de la República (FGR) a través de un comunicado, el cual posteriormente fue cuestionado y desestimado por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH).
El joven veracruzano llegó a Yucatán buscando una mejor situación económica, su migración responde a la difícil condición laboral que afrontan miles de proletarios en México, sumándole a esa violencia las manifestaciones de racismo, homofobia, xenofobia, negligencia médica, impunidad, violencia de Estado y corrupción, palabras que pudieran sonar como simples calificativos, pero que son una muy lamentable realidad que se padece a diario y que se encubre con discursos desde el poder que simulan una “estabilidad”. El caso de José Eduardo no es el único de su tipo en el país, sin embargo, se ha convertido en un significativo ejemplo de cómo las autoridades correspondientes en la responsabilidad de aclarar lo sucedido y procurar la justicia no cumplen con ese deber moral y legal.
Un año ha transcurrido y un manto de silencio oficial busca dar carpetazo a este crimen aún impune, la violencia policial, un absurdo del sistema, no puede ser tolerada en ninguna ciudad del mundo. Por ello la señora Dora María Ravelo Echavarría, madre de José Eduardo, continúa luchando para que la justicia se aplique y la muerte de su hijo no siga engrosando la larga lista de crímenes impunes en México, desafortunadamente su caso es significativamente similar al de muchas otras madres mexicanas que se ven obligadas a emprender una larga lucha para reivindicar la dignidad de sus descendientes (mujeres y hombres) que han sido violentados, de una u otra forma, por estructuras del poder.
Las palabras de Dora María son muy claras: “Ningún fiscal está dispuesto a aceptar que las tácticas policiacas, que los policías hacen en su momento, son indebidas, que caen en el hecho de ejercer tortura hacia los detenidos, porque sabemos que el de mi hijo no fue el primer caso, no fue un caso aislado como quisieron hacerlo ver”. La corrupción de facto tan presente en las instituciones de “justicia” del país es uno de los pilares de la impunidad, el juego de intereses políticos, económicos y sociales que se encubren y obstaculizan la aplicación veraz de la ley, se entrelazan para procurar la negación del crimen cometido y la responsabilidad de cada parte participante, ya que José Eduardo murió por acciones violentas cometidas contra él, esto, aunque pareciera una obviedad, es justamente lo que ahora se quiere hacer olvidar y se silencia para no intranquilizar la doble moral de quienes tienen responsabilidad directa e indirecta.
Tras un año de la muerte de José Eduardo, la memoria colectiva debe permanecer activa y pujante en la exigencia de justicia, ya que este crimen, como miles de otros más, son laceraciones directas al bienestar social que tanto se pregona y que tanto se dice buscar.
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